– ¿Qué coche tienes?
Amanda recordó su Ferrari descapotable, más pequeño pero más potente que el Jaguar, y deseó haber mantenido la boca cerrada.
– Un pequeño cochecito rojo – dijo, sin dar más explicaciones. El día del seminario, el Ferrari estaba en el taller para una simple revisión. Por eso había contratado un coche con chófer. Y por eso había conocido a Daniel.
– Muy inteligente. Este coche es precioso, pero gasta demasiada gasolina y cada vez que hay que cambiarle una pieza es una pesadilla. Pero esta es una ocasión especial.
– Me parecía que estabas contento. ¿Qué tal con Sadie?
– No muy bien – contestó él, mientras arrancaba el coche-. Pero tengo esperanzas. Ha metido la pata hasta el fondo y lo sabe.
CAPÍTULO 8
ERA LA pesadilla de cualquier padre: una adolescente que se escapa de casa en medio de la noche. Y que se escapa en una moto.
Daniel esperaba que se hubiera ido a casa de su amiga Annabel, pero cuando llamó por teléfono, la joven no sabía nada. Después, maldiciendo mentalmente por haber sido tan ingenuo, llamó a Bob, rezando para que aquella escapada solo fuera un montaje para asustarlo. Pero Bob tampoco sabía nada de su hija.
Lo único que podía hacer era buscarla por la calle, esperando ver la moto aparcada frente a algún bar. Por fin la había encontrado, aparcada frente al café que había al lado del garaje, pero su alivio había durado poco. El café estaba cerrado.
Después de eso, solo había un sitio en el que podía buscar. Las oficinas de la empresa Capítol estaban cerradas de noche, pero el garaje siempre estaba abierto. Al fin y al cabo, era un negocio que tenía clientes las veinticuatro horas del día. Daniel saludó al guarda de seguridad y entró en la nave.
Ned Gresham trabajaba aquella noche y Daniel estaba seguro de que Sadie lo sabía. Y había vuelto después de dejar a los últimos clientes porque el Lexus estaba aparcado en su sitio. En ese momento, Ned abría la puerta del coche. La luz interior se encendió. Sadie estaba con él.
– No seas tonta, Sadie – lo oyó decir-. Vete a casa. Tu padre estará muy asustado.
– ¡No soy una niña y quiero probártelo! – protestaba su hija.
No podía ver desde donde estaba, pero se imaginaba la película.
– Mira, Sadie, si quieres acostarte con alguien, será mejor que busques un chico de tu edad.
– No quiero alguien de mi edad.
– Venga, niña, déjalo ya. Tengo que irme.
Amanda lanzó una exclamación al escuchar la historia.
– ¿Y tú qué hacías mientras tanto?
– Me marché antes de que me vieran. Sabía que, si mi hija me veía en aquel momento, sería mucho peor – contestó él-. Estaba en casa cuando Sadie volvió quince minutos después. Los quince minutos más largos de mi vida, te lo aseguro. Y esta mañana estaba más suave que nunca. Espero que haya aprendido la lección.
– ¿Ha ido a trabajar esta mañana? – preguntó Amanda.
– Sí. Y yo no podía decirle que no fuera – explicó Daniel-. La verdad es que voy a echarla de menos cuando vuelva al colegio.
– Pero la verás por las tardes.
– Está en un internado, Mandy. En el Dower – explicó él-. Pero creo que el año que viene la sacaré de allí y la llevaré a un colegio en Londres.
– ¿En el internado Dower?
– ¿No te gustan los internados? La verdad es que ella misma quiso ir…
Amanda negó con la cabeza.
– Yo también estudié en ese internado.
– ¿En serio? Qué casualidad.
– Sí.
Cuando llegaron a la autopista, Daniel pisó el acelerador. El coche parecía tragarse los kilómetros y aquel no era el momento para seguir dando explicaciones.
En lugar de eso, Amanda encontró una cinta y la puso en el cassette, mirando por la ventanilla, sin dejar de pensar cómo era posible que la hija de Daniel estudiara en uno de los internados más caros del país.
Ella no le había dicho que tenía una mansión en Knightsbridge, un Ferrari y que era la propietaria de la Agencia de Secretarias Garland. Y todo porque no había querido herir su orgullo. Al menos, esperaba que esa hubiera sido la razón.
Pero Daniel también era un hombre rico. Ese era su secreto. Eso era lo que Beth había intentado decirle.
¿Cómo lo habría conseguido? ¿Habría ganado a la lotería? ¿Sería uno de esos excéntricos que, a pesar de tener una fortuna, viven como si no la tuvieran?, se preguntaba. Aunque a su hija le daba la mejor educación posible. Y uno de sus caprichos era tener coches de lujo.
El sobre de Beth prácticamente quemaba dentro de su bolso. Amanda lo tocó con la punta de los dedos. Por un momento, incluso consideró la posibilidad de leer el informe mientras él estaba concentrado en el volante. Pero, en ese momento, Daniel tomó una carretera secundaria y la miró con una de esas sonrisas que hacía que se le doblaran las rodillas.
– Falta poco – dijo. Amanda soltó el sobre y lo miró, insegura. Cinco minutos más tarde, paraban frente a una casita de campo en medio del bosque. Estaba muy cuidada y tenía un aspecto acogedor, rodeada por un jardín lleno de flores-. Bueno, ya hemos llegado.
– Parece la casa de Hansel y Gretel.
– Y yo soy la bruja… y te voy a comer – rio él, sentándola sobre sus piernas. Después la besó larga, profundamente, como si quisiera comérsela de verdad. Cuando le desabrochó el sujetador y su aliento era como el fuego sobre sus pechos desnudos, Amanda se había olvidado completamente del sobre. Entonces empezó a reírse-. ¿Qué? – preguntó él, levantando la cara.
– Estamos haciendo el amor en un coche como si fuéramos dos adolescentes.
– Cuando yo era un adolescente no tenía coche. Aunque eso no era un problema… – sonrió él, abriendo la puerta del coche y deslizándose sobre la hierba, sin soltarla. Era blanda y suave y las hojas de los árboles crujían bajo su peso-. ¿Qué tal ahora?
Los brazos del hombre alrededor de su cintura, las piernas entrelazadas, el roce de la mejilla masculina en su cara… Era todo lo que Amanda había soñado. Y, para demostrárselo, empezó a desabrochar su camisa.
Por un momento, Daniel se sintió tentado de dejarla hacer, pero a unos metros de allí había una cama…
– Mandy, compórtate – dijo, riendo.
– De eso nada.
Daniel se olvidó de la cama y de todo lo demás. Sus pechos eran increíblemente hermosos, pensaba mientras se incorporaba un poco para que él pudiera bajarle los pantalones. Mandy era suave como la seda, elegante, aristocrática, nada que ver con un revolcón adolescente en la hierba. Quizá por eso le resultaba irresistible.
Amanda había perdido la cabeza. La dama de hierro, la mujer de hielo había perdido la cabeza por fin. No el pequeño detalle técnico de la virginidad; ella se había librado de eso con la eficiencia que la caracterizaba. Pero seguía siéndolo donde importaba; en su corazón y en su cabeza.
Había tenido un par de relaciones con hombres que a su familia y a sus amigos les parecían perfectos. Pero no lo habían sido y Amanda sabía por qué. No había magia.
En aquel momento, estaba tumbada sobre la hierba prácticamente desnuda en los brazos de Daniel Redford y, de repente, el mundo parecía iluminado por el polvo mágico de las hadas.
Debería sentirse avergonzada por comportarse como una quinceañera irresponsable, pero no lo estaba. Era una mujer enamorada.
– Mandy – susurró Daniel, mientras ella desabrochaba sus pantalones. Pero Amanda interrumpió sus palabras con un beso. Más tarde, cuando él recordaba lo que había estado a punto de decir, le pareció que no era en absoluto importante-. La próxima vez tendremos que buscar una cama.
– Esto es demasiado para ti, ¿eh?
– Es que estoy encima de una piedra.
– Aquí no hay piedras.
– Pues debajo de mí hay una – sonrió él, sentándose sobre la hierba-. ¿Qué hacemos ahora?