– ¿Nos vestimos?
– ¿Para qué perder tiempo?
– Podríamos ir a dar un paseo.
– Lo más lejos que pienso caminar es hasta la puerta.
– Es un poco pronto para comer – dijo ella, poniéndose la blusa-. Pero supongo que podríamos hacer algo para abrir el apetito.
– ñrazea? &•eaeeáizfé' & casa – oíjó éí, ávanfan- dose- y ayudándola a \vacet\o.
– Lo sabía. Necesitas recuperarte.
– Tú eres la que dijo que estaba a punto de convertirme en abuelo.
– Te alegrará saber que no es obligatorio.
– Solo porque Ned Gresham es mejor de lo que yo había pensado – suspiró Daniel. De hecho Ned Gresham tenía más autocontrol que él mismo, pensaba.
– Espera, me he dejado el bolso – sonrió Amanda, corriendo hacia el coche. Al tomarlo del asiento, el sobre color manila cayó sobre la hierba, pero ninguno de los dos se dio cuenta, demasiado concentrados en mirarse a los ojos.
De la mano, entraron en la casa. No era grande y él insistió en mostrarle todas las habitaciones. La cocina, la leñera, el salón, con alfombras mullidas y un enorme sofá frente a la chimenea. A Amanda le gustaba aquella casa con olor a madera y a la- vanda.
La visita terminó en el dormitorio de matrimonio. Estaba amueblado de forma sencilla, con muebles de madera rústica. Amanda se acercó a la ventana, sintiendo que su reacción era de importancia para Daniel, pero sin saber por qué.
– Hay un campo detrás de esos árboles – dijo, un poco tontamente.
– Sí. Ahí es donde enseñé a Sadie a conducir – sonrió él, acercándose-. Nadie me ha prestado esta casa, Mandy. Es mía.
– ¿Tuya? ¿Y por qué me has dicho…?
– Mira, iba a contártelo más tarde, pero esto es una tontería. No soy ningún chófer. Soy el dueño de la empresa Capitol. Yo mismo la creé – explicó. De repente, todo parecía caer por su propio peso. Era tan obvio. Daniel Redford no era el tipo de hombre que trabajaría para otros. Entonces, ¿por qué se lo había ocultado? Ella tenía la excusa de que no quería herir sus sentimientos diciéndole que era una mujer rica, pero él…-. Empecé con un solo coche hace veinte años.
– Ya veo – murmuró ella.
– ¿No estás enfadada?
– ¿Enfadada?
– Debería habértelo dicho antes, pero…
– ¿Por qué iba a enfadarme? – dijo Amanda, intentando aparentar tranquilidad. Pero estaba lívida. Daniel se había hecho pasar por un simple chófer y ella se lo había creído. ¿Por qué no se lo habría dicho Beth? Y, sobre todo, ¿por qué demonios no se lo había contado él?, se preguntaba. Intentaba hablar, pero las palabras se le atragantaban. Sentía ganas de llorar.
– Mandy… – empezó a decir él. Se daba cuenta de que aquello no era ninguna broma-. Lo siento. Debería habértelo dicho desde el principio.
– ¿Y por qué no lo hiciste? – preguntó. Daniel no contestó, pero la respuesta estaba muy clara. Después de todo, ella había hecho exactamente lo mismo. Se decía a sí misma que lo había hecho para no hacerle daño, para no herir su orgullo masculino, pero ¿no se había instalado en su mente la insidiosa sospecha de que, si él sabía quién era, querría aprovecharse? Amanda lo sentía enormemente por los dos. Sentía que no hubieran sido suficientemente valientes como para decir la verdad.
– Debería habértelo dicho – repitió él-. Iba a hacerlo cuando fuiste al garaje.
– Y yo lo estropeé todo cuando llegué pronto y te encontré debajo de un coche, con las manos llenas de grasa como… – Amanda no terminó la frase. Como el hombre que creía que era. Como el hombre del que se había enamorado.
– Iba a decírtelo aquella misma noche, pero… por favor, Mandy, no es para tanto. Podría ser mucho peor – intentó bromear. Y lo era. Amanda aún tenía que decirle que ella también había mentido-. Podría haberte dicho que era un millonario y ser, en realidad, un pobre de solemnidad.
– ¿Eres millonario?
– Supongo que sí – contesto él-. Pero solo sobre el papel. En realidad, todo el dinero está invertido en la empresa.
– Sigue siendo dinero.
– ¿Sí? No suelo pensar en ello. Durante la última semana no he pensado en nada, si quieres que te diga la verdad.
– Sí, Daniel. Quiero que me digas la verdad. Y cuando me digas toda la verdad, yo te la diré también…
Él levantó la mano para quitarle una hoja del pelo y Amanda dejó caer la cabeza sobre su pecho. No lo miraría hasta que él le hubiera contado todo.
– Mírame, Mandy – ordenó. Y ella lo miró, porque no podía resistirse-. La única verdad es que te quiero…
– Vaya, qué escena tan romántica.
Sadie estaba en la puerta de la habitación. El pelo negro, la chaqueta de cuero negro, la cara blanca, pero aquella vez no por el maquillaje. Y en la mano tenía un sobre color manila.
– ¡Sadie! – exclamó Daniel, confuso-. Creí que estabas trabajando.
– Lo estaba. Pero decidí venir antes que tú. Pensaba encender la chimenea y preparar algo de cena para darte una sorpresa. Pero no sabía que tendría que compartir el fin de semana con ella.
– Sadie… – Amanda se apartó de Daniel.
– No me llames Sadie. Solo mis amigos me llaman así y tú no eres mi amiga. No eres más que una aprovechada. Igual que mi madre – exclamó Sadie, furiosa-. Quería darte una sorpresa, papá. Bueno, pues esto sí que te la va a dar – añadió, mostrándole el sobre-. ¿Tu amiguita te ha contado que ha contratado un detective para indagar sobre ti? Lo sabe todo, tu estado civil, el estado de tus cuentas corrientes… Sabe todo lo que tienes. El garaje, el dúplex en Londres, esta casa… todo, hasta el último detalle.
– ¿De dónde has sacado eso? – preguntó Daniel-. ¿Has mirado en el bolso de Mandy?
– No ha hecho falta. Lo encontré en la hierba, al lado del coche. Debió de caerse cuando…
– Sadie, vete a tu habitación. Ahora mismo.
– Vale – se encogió ella de hombros-. ¿Queréis que prepare un té? Estoy segura de que la señorita Fleming querrá un té antes de irse.
El sonido de los pasos de Sadie en la escalera era atronador en medio del silencio.
– Mandy…
– No – dijo ella, apartándose-. No, por favor.
– ¿Es verdad?
No. Y sí. ¿Cuál de esas respuestas creería Daniel? Cuando él apartó la mirada, Amanda se dio cuenta de que ya había decidido.
– Cuando Vickie decidió que quería casarse conmigo, se quedó embarazada…
– ¿Ella sólita? – lo interrumpió Amanda.
– Me dijo que abortaría si no me casaba con ella – siguió él-. Y hace un momento, ahí fuera…
Amanda sabía lo que iba a decir. En la época del sexo seguro, ellos se habían comportado como dos adolescentes irresponsables. Había sido una locura, pero no por las razones que él creía.
– No te preocupes. El matrimonio no entra en mis planes. Tienes mi promesa de que, pase lo que pase, no volverás a saber nada de mí.
¿No era así como tenía que ser?, se decía Amanda. ¿No había sido ese el plan? Intentaba meterse la blusa dentro de los vaqueros, pero le temblaban las manos. Esperaba que él reaccionara: que le dijera que tenían que hablar, que se ofreciera a llevarla a casa. Pero, en lugar de hacerlo, Daniel la miraba como si fuera una extraña.
Amanda salió del dormitorio y bajó las escaleras corriendo.
Sadie la estaba esperando en el salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de triunfo. Amanda sacó el móvil de su bolso y llamó a una empresa de taxis.
– Puedes esperarlo fuera – dijo la joven, con intención de humillarla. Pero Amanda se dio cuenta de que le temblaba la voz. Si ella fuera Sadie, también se sentiría asustada. Su madre nunca la había querido. Ella había sido simplemente un arma para conseguir su objetivo, fácil de abandonar por una cuenta bancaria más abultada. Y, de repente, aparecía una mujer igual que su madre para robarle lo único que le quedaba.