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– Perdone, tenemos que pasar – estaba diciendo Max. La frase rompió el hechizo que parecía envolverlos a los tres y Daniel se apartó. Su hermano abrió la puerta y dejó que Amanda entrase primero-. ¿Por qué te miraba ese hombre? – preguntó, cuando estuvieron solos en el pasillo. Amanda no contestó pero Max se dio cuenta de que ocurría algo-. Bueno, quizá no es tan buena idea que vayamos a saludar a los actores. Ya sabes lo pesados que son…

– No te preocupes – lo interrumpió ella-. Estoy bien. Trabajo demasiado últimamente y quizá me iría bien un poco de barullo.

Algo tenía que decir.

– ¿Papá? – la voz de Sadie lo sacó de su estupor. Los dedos de su hija se habían clavado con tal fuerza en su mano al encontrarse cara a cara con Mandy que seguía sintiendo la presión más tarde, mientras esperaban un taxi. Solo la presión de aquellos dedos había impedido que se acercara a ella-. Papá, no tenemos que ir a cenar a un restaurante. Podemos cenar en casa, si quieres.

Su voz sonaba alterada. Asustada quizá por la intensidad de lo que había ocurrido en el teatro. También lo había asustado a él.

Pero tenían que cenar. Daniel se obligaba a sí mismo a comer todos los días, aunque después no recordaba qué había comido. Solo sabía que había mucha gente que dependía de él. Sus empleados y, sobre todo, su hija. Cuando el taxi paró frente a ellos, abrió la puerta y le dio al taxista el nombre del restaurante en el que había reservado mesa. Y no era un pequeño restaurante italiano, desde luego.

CAPÍTULO 10

– AMANDA, estás muy guapa – sonrió Pamela Warburton, mientras la acompañaba al salón de profesores-. ¿Cuándo darás a luz?

– A mediados de junio.

– Espero que sea una niña. Tu cuñada no parece tener ninguna prisa en apuntar a su hija como futura alumna del internado.

– Me parece que a Jilly no le hace gracia que su hija vaya a un internado – dijo Amanda, poniéndose la mano protectoramente sobre el vientre. Sus padres no habían tenido otra alternativa porque pasaban mucho tiempo en el extranjero y, aunque ella no había sido infeliz, comprendía perfectamente a Jilly-. Y no creo que pudieras aceptar al mío. Es un niño.

– Oh, vaya, Amanda. Yo creí que eras la chica más organizada que había conocido. ¿Cómo has permitido que eso ocurra?

Por un momento, Amanda pensó que lo decía en serio, pero entonces vio un brillo de burla en los ojos de su antigua directora.

– He sido un poco descuidada, supongo.

– ¿Es que no puedes ir más deprisa, papá? Vamos a llegar tarde.

– ¿Y de quién es la culpa? Has sido tú la que ha vaciado el armario entero para vestirse. Y te has puesto más pintura que Jerónimo.

– ¿Quién es Jerónimo?

Daniel no estaba seguro de si su hija le estaba tomando el pelo.

– Da igual. Seguro que la señora Warburton se lleva una sorpresa cuando te vea.

– ¿Por qué? Si tienes cinco sobresalientes, consigues un diploma. Es automático.

– ¿Y con seis qué ganas, un muñeco de peluche?

– Estás muy gracioso, papá.

Daniel estaba bromeando. Sabía bien por qué su hija había insistido en acudir a la ceremonia de entrega de diplomas. No tenía nada que ver con la ceremonia y sí con que sus amigas la vieran con una minifalda peligrosamente cercana a la ilegalidad, botas altas y maquillaje suficiente como para parar el tráfico.

En realidad, estaba guapísima y, con casi un metro ochenta de estatura, no podía pasar desapercibida.

Quizá debería haber intentado convencerla de que se pusiera algo menos provocativo, pero Sadie había sacado cinco sobresalientes y no podía negarle nada. Tenía que permitirle disfrutar de su éxito. Pamela Warburton levantaría una de sus aristocráticas cejas, pero aquel iba a ser el último año en el internado Dower para Sadie.

– ¿Quién entrega los diplomas este año? – preguntó, mientras aparcaba el Jaguar frente al edificio Victoriano.

– No lo sé. Una vieja alumna – contestó Sadie, buscando la invitación en su bolso-. Amanda Garland – leyó. A Daniel se le cayeron las llaves del coche al suelo-. No sé quién es.

– Tiene una famosa agencia de secretarias. Dicen que son las más cualificadas del país.

– ¿Y cómo es?

– No tengo ni idea. Esperemos que no sea una pesada.

Había muchas niñas esperando a los invitados para conducirlos al salón de actos y la señora Warburton saludaba a todo el mundo con su consabido: «hola, cómo está, las niñas están estupendamente y necesitamos fondos para ordenadores».

Sadie se marchó con el resto de sus compañeras y, sentado en la última fila, Daniel observaba a las personas que había en el escenario del salón de actos. No le interesaban en absoluto. Solo intentaba adivinar cuál de aquellas mujeres sería Amanda Garland.

Enseguida empezó a recordar la mañana en la que había bromeado con Mandy sobre aquella vieja insoportable. Era su voz lo que lo había hechizado, su risa… Daniel se pasó una mano por la cara, como si quisiera borrar su imagen, pero no podía hacerlo. Incluso cuando la gente empezó a aplaudir la aparición de la mujer que entregaría los diplomas, le parecía verla en el escenario…

Era Mandy. Era Mandy Fleming, frente a un atril.

– Como pueden ver, yo no debería estar aquí – empezó a decir ella. Los invitados rieron débilmente, inseguros-. Mi misión, me han dicho, es inspirar a las chicas del colegio Dower para que consigan todo lo que quieren en la vida. Bueno, chicas. Estoy aquí para deciros que yo lo tengo todo. Me duele la espalda, me duelen las piernas, el estómago… – las risas se incrementaron. Mandy. Daniel no entendía nada. Era Mandy-. Si pudiera quedarme en casa, con las piernas sobre un almohadón, no tendría importancia. Pero tenerlo todo significa que, aunque te duela la espalda, aunque te pesen las piernas, aunque no duermas por las noches, tienes que levantarte a las siete de la mañana para ir a trabajar. Por supuesto, yo no querría que fuera de otra forma. Dirigir la agencia Garland es toda mi vida… – siguió diciendo ella, poniéndose la mano sobre el vientre. Estaba embarazada. ¿Embarazada? Daniel empezó a levantarse-. Pero mi vida está a punto de complicarse mucho. De modo que, ¿el sueño es posible? Voy a pediros hoy que penséis qué significa para una mujer tenerlo todo…

Amanda levantó la mirada. Y deseó no haberlo hecho. Estaba embarazada de seis meses y el padre de su hijo estaba en la última fila, mirándola como si fuera una aparición. Y si Daniel estaba allí, Sadie también estaría.

– ¿Te encuentras bien, Amanda? – susurró la señora Warburton.

¿Que si se encontraba bien? No, desde luego que no se encontraba bien, pero tomó un sorbo de agua y siguió hablando, intentando no mirar a Daniel. Era lo único que podía hacer. También podría haberse desmayado, pero no estaba acostumbrada a hacerlo.

Daniel había vuelto a sentarse, atónito. Mandy Fleming. Amanda Garland. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

¿Y por qué no se lo había dicho? ¿Por qué, cuando él le decía que Amanda Garland era una vieja insoportable, no le había dicho que era ella?

Porque estaba tonteando y a ella le había hecho gracia. Y, antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de qué estaba pasando, las cosas se les habían ido de las manos.

Amanda Garland. Su verdad. Eso era lo que ella había estado a punto de decirle cuando Sadie apareció en la casa.

Y estaba embarazada. Estaba embarazada de su hijo y se lo había ocultado. Incluso cuando la había visto en el teatro…

¿Por qué no se había dado cuenta entonces? ¿Y quién demonios era el hombre que iba con ella? Los celos empezaron a morderle el corazón…

¿Se habría dado cuenta Sadie?, se preguntaba. ¿Sería esa la razón por la que había clavado los dedos en su mano, para que no diera un paso hacia ella?… Sadie. Daniel saltó de su asiento como impulsado por un resorte y salió al pasillo.