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– Entonces, haz las cosas bien. Cásate y forma una familia.

– No es tan fácil – suspiró Amanda-. O quizá yo soy demasiado exigente. Cuando cumples treinta años te resulta difícil soportar las pequeñas manías de los demás.

– Bueno, pero tendrás la cama caliente por las noches.

Amanda lanzó una carcajada, pero el sonido era hueco.

– Es fácil para ti, Beth. Tú te enamoras con mucha facilidad. Pero a mí nunca me ha pasado. Quizá siempre he estado demasiado ocupada. Un error, ya lo sé, pero es tarde para solucionarlo.

– Nunca es demasiado tarde para enamorarse.

– Solo una romántica incurable pensaría eso.

– Tu hermano parece haber encontrado el secreto.

– Max y Jilly son tan románticos como tú. Todo el mundo sabe que uno de cada tres matrimonios acaba en divorcio y que la mujer se queda sola, cuidando de los hijos. Yo estoy simplemente acortando el procedimiento.

– Estás dejando al hombre fuera por completo, Amanda. Dejando fuera la emoción, el amor. ¿Tienes idea de lo que vas a tener que pasar tú sola con un hijo? – preguntó. Amanda no había querido pensarlo-. Vas a lamentarlo, créeme.

– No creo que vaya a lamentar ser madre. Y estoy decidida a tener un niño rubio, con ojos azules…

– ¿Que se le cierren un poquito cuando se ría? – la interrumpió Beth-. Vale. Pero ya que estás tan decidida, será mejor que tengas algo que recordar para las largas y solitarias noches. No te haría daño llamar a ese Daniel por teléfono.

– ¿Para preguntarle si quiere tener un hijo conmigo? ¿Estás loca?

– No me has estado escuchando, Amanda. Primero, el cebo, después, el anzuelo. Conócelo un poco y después… hablale de tu plan.

– ¿Y si dice que no?

– Bueno, tú has dicho que no sabe quién eres…

– ¿Y?

– Quizá no deberías decírselo.

– Beth, ¿estás sugiriendo lo que creo? – preguntó Amanda, escandalizada-. ¿Estás sugiriendo que… que lo utilice sin decirle nada?

Beth soltó una carcajada.

– Puedes llamarlo un robo a mano armada. Un asalto al banco… de esperma.

– Vete a la porra, Beth.

– Ay, perdona, es que me hace tanta gracia – seguía riendo su descarada amiga.

– Pues no la tiene.

– No, tienes razón. Lo siento – dijo la joven, intentando ponerse seria-. No tiene ninguna gracia. Es una locura. ¿Seguro que no quieres una taza de café? ¿Un coñac? ¿No te apetece tumbarte un poco?

Amanda negó con la cabeza.

– No. Y será mejor que vayas comprando una nevera para la oficina. Tendré que guardar leche y zumo de naranja.

– La cita en la clínica no es hasta el próximo mes. Pero, claro, en ese tiempo… – Beth no terminó la frase. En ese tiempo, Daniel podría llamar-. Sé que voy a lamentar haberte animado y tú también. Probablemente, me despedirás en cuanto la prueba de embarazo dé positiva.

– No pienso hacer eso. Voy a ampliar la agencia y necesito un socio. Alguien que comparta la carga conmigo. Pensé que a ti te gustaría.

– ¿Quieres que sea tu socia? – exclamó Beth, asombrada-. Amanda… no sé qué decir.

– A menos, claro, que sigas cuestionándote mi buen juicio.

– No, no, yo no me cuestiono nada – sonrió Beth, encantada de la vida-. Tú siempre sabes lo que quieres. Estoy segura de que ese Daniel Redford y tú tendréis unos niños guapísimos.

– Vamos a dejar el tema.

– Vale, pero Daniel Redford sería mucho más divertido que una jeringuilla en una clínica – replicó su amiga. Amanda había intentado no pensar en ello, pero le resultaba difícil-. Al menos, no tendrías que tumbarte y pensar en los problemas demográficos del país.

– No, eso seguro que no – murmuró Amanda. Se imaginaba haciendo el amor con Daniel Redford y algo se le calentaba por dentro.

– Por ahora voy a ver si averiguo algo sobre ese hombre.

La romántica Beth acababa de convertirse en la mujer de negocios.

– ¿Averiguar algo sobre Daniel? ¿Para qué? – Bueno, llámame cínica, pero supongo que tú no eres la única mujer en Londres que se ha fijado en esos ojos azules. No tenemos ni idea de qué hace dentro de esos cochazos… Puede que se dedique a seducir señoritas de buena familia. – No, Beth. Me niego.

– Sé sensata. Es como pedir un análisis de sangre.

– ¿Tú obligas a tus novios a hacerse uno?

– Yo no estoy planeando tener un hijo con un hombre al que acabo de conocer.

Amanda sabía que estaba protestando porque no quería saber nada malo de Daniel. Y eso era tan significativo como su pulso acelerado y el calor que sentía cuando pensaba en él.

– Espera un poco. Deja que lo piense.

– De acuerdo – concedió Beth, que no parecía nada convencida-. Y ahora, a trabajar.

– Muy bien. Ya he redactado un contrato para la sociedad.

– ¡No me refería a eso! Estaba hablando de Daniel. No creo que puedas invitarlo a cenar.

– ¿Por qué no?

– Porque tardaría dos segundos en descubrir que no eras una secretaria. Te recuerdo que vives en una mansión, «Mandy Fleming».

– Ah, es verdad. Pero tendré que decirle…

– ¿Por qué? Créeme, muchos hombres no pueden soportar que sea la mujer la que lleve el dinero a casa.

– Él no es tan obtuso.

– Es posible que no. Pero también existe el peligro de que el chófer de cuento eche un vistazo a tu casa, a tus antigüedades, a tus pinturas… y decida que le ha tocado la lotería.

– No lo conoces.

– No. Por eso estoy pensando con la cabeza, no con las hormonas.

– Déjalo, Beth. En serio.

– ¿Dónde está Sadie? – preguntó Daniel.

Bob salió de debajo de un Bentley.

– Se ha ido a comer con dos de los chicos.

– ¿Con qué chicos?

– David y Michael.

– ¿Y Ned Gresham?

– Vamos, jefe. Todo el mundo sabe que es tu hija – sonrió Bob. Daniel esperaba que todo el mundo tuviera eso en cuenta. Sobre todo, Ned Gresham.

Casi le había dado un ataque cuando descubrió que el Casanova del garaje había llevado a Sadie a casa el viernes por la noche.

– ¿No te está dando problemas?

– Es un poco larga de lengua, pero como está intentando escandalizarme no le hago caso – respondió el hombre-. ¿Va a volver al colegio la semana que viene?

– Eso espero.

Bob se levantó y se limpió las manos con un trapo. – ¿Estás seguro de que quieres que me ayude a limpiar los coches?

– Absolutamente.

– Muy bien – dijo su empleado y viejo amigo-. Sadie se estaba quejando esta mañana de que había tenido que venir en autobús a trabajar. ¿Eso eso parte del plan?

– Puedo llevarle en coche al colegio cuando quiera.

– Ya, pero estaba pensando… yo tengo una moto vieja en casa. Una moto pequeña. Sadie me ha dicho que se ha sacado el permiso para conducir motos.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Se examinó este verano, por lo visto.

– Vaya, no lo sabía. ¿Le has dicho algo de tu moto?

– Le dije que podía ayudarme a arreglarla uno de estos días – contestó Bob-. Maggie me ha preguntado por ella. Hace mucho que no la ve.

– Le diré a Sadie que vaya a verla un día de estos, pero nada de motos, Bob. No quiero que piense que está de vacaciones – dijo Daniel.

Bob y Maggie se habían portado muy bien cuando Vickie los había abandonado. Daniel no sabía qué hacer hasta que la propia Sadie le había pedido que la enviara al internado Dower con sus amigas. La niña tenía nueve años y, en ese momento, le había parecido la solución a sus problemas.

Daniel entró en su oficina, cabizbajo. Sacó las entradas para el teatro y las dejó sobre la mesa, al lado del pendiente de jade que había encontrado en el Jaguar.