Mandy Fleming llegaba tarde. Daniel acariciaba el pendiente que llevaba en el bolsillo, preguntándose si le daría plantón. Quizá sería lo mejor. Las mujeres eran mejor de una en una, sobre todo si una de ellas era Sadie. Su hija, que aquella tarde le había dicho tranquilamente que se iba al pub.
– ¿Cómo? ¿Tú sola? – había preguntado Daniel, intentando disimular una nota de histeria en su voz.
– No. Con mi amiga Annabel.
Su amiga Annabel acababa de convertirse en persona non grata para Daniel.
– Pues tendrás que decirle que no. Además de que estás castigada, te recuerdo que no tienes edad para ir a un pub.
– Annabel dice que nos dejan entrar.
Desgraciadamente, tenía razón. Sadie podría convencer a cualquiera de que tenía dieciocho años y, por eso, cuanto antes volviera al internado, mejor.
– Me da igual que os dejen entrar. No tienes edad…
En ese momento, apareció Bob y le preguntó a Sadie si quería cenar en su casa y echar un vistazo a la moto. Bob, como siempre, echándole un cable.
Daniel miró su reloj, impaciente. Hacía mucho tiempo que no esperaba a una mujer. Faltaban solo diez minutos para que empezase la función…
– Daniel – oyó una voz a su espalda. Él se levantó como por un resorte. Quedarse en casa con su hija quizá hubiera sido lo más sensato, pero cuando la alternativa se llamaba Mandy Fleming, el sentido común no servía de nada-. Perdona, siempre te hago esperar – sonrió ella. Por encima del murmullo de voces del bar, la voz de Mandy le llegaba suave y un poco ronca, acariciando su oído.
– Merece la pena esperarte – dijo él, nervioso como un crío-. ¿Quieres tomar algo?
Amanda se sentó frente a él, intentando no mirarlo como una adolescente enamorada. Pero algo le decía que aquel hombre era especial, diferente de los demás. Y que había conseguido descarrilar todos sus planes.
– Gracias. Un zumo de naranja.
Amanda lo observó abrirse camino hacia la barra… y observó también cómo lo miraban las camareras. Con un traje de color claro, camisa azul cielo y corbata de seda, en realidad lo que la sorprendía era no tener que pelearse por él.
¿Por qué lo habría abandonado su mujer?, se preguntaba.
Su subconsciente tenía la manía de hacerse preguntas en los momentos menos adecuados, pero en aquella ocasión lo ignoraría con total impunidad. Aquella noche tenía una cita y lo pasaría bien sin comprometerse a nada. Y, después del teatro, tomaría un taxi y volvería a su casa sola. ¿O no?
– ¿Has tenido mucho trabajo hoy? – preguntó Daniel, volviendo con el zumo de naranja.
– Sí – contestó Amanda-. Pero no he llegado tarde por eso. He llegado tarde porque no quería que te creyeras irresistible.
Daniel se quedó momentáneamente sin respiración. Hubiera deseado tomarla del brazo y salir del teatro con ella…
– No te preocupes por eso. Ya sé que no soy irresistible – sonrió él-. En realidad, he estado a punto de llamarte para decir que no podía venir – añadió, sin dejar de mirarla a los ojos-. ¿Qué harías tú si una niña de dieciséis años te dijera que se va a un pub?
– ¿Tu hija? Pues no sé, supongo que tendría que decirle que no.
– ¿Supones?
– Sí. Pero a los dieciséis años a mí también me gustaba ir a los pubs con mis amigas.
– ¿Y tu padre te dejaba?
– En realidad, yo no le pedía permiso – sonrió ella, pestañeando de una forma que lo dejaba sin aliento.
– En otras palabras, que debería dar gracias porque mi hija no es tan lista como tú.
– No estaría yo tan segura. Las adolescentes son peligrosísimas.
– Supongo que tienes razón – murmuró él.
– Entonces, ¿por qué estás aquí, en lugar de vigilando a tu progenie?
– Bob, uno de mis… uno de mis compañeros de trabajo me ha salvado. Ha invitado a mi hija a cenar con él y su mujer y, de paso, le ha pedido que lo ayude a arreglar una vieja moto.
Amanda sonrió.
– ¿A tu hija le gustan las motos?
– Le encantan – contestó él. Después se quedó pensativo unos segundos-. Acabo de darme cuenta de que he metido la pata. Ahora Sadie creerá que puede quedarse con la moto.
– ¿Sabe conducir?
– Yo mismo la enseñé el verano pasado. Lo que no sabía era que se había sacado el permiso… – en ese momento, el timbre que anunciaba el comienzo de la función lo interrumpió-. Como tú has dicho, peligrosísimas.
Ir al teatro había sido buena idea, pensaba Amanda. Pero después, el roce de sus brazos en una butaca demasiado pequeña para un hombre de la estatura de Daniel, el de sus rodillas cuando pasaba alguien por delante para buscar su asiento, el de sus hombros cuando se inclinó para escuchar algo que él decía… enviaban escalofríos de anticipación por todo su cuerpo. Una mujer sensata se habría apartado. Pero una mujer sensata se habría quedado en casa en lugar de hacerse pasar por una de sus empleadas, pensaba.
– ¿Qué has dicho? – preguntó. Lo había oído perfectamente, pero quería estar más cerca, quería sentir su aliento en la mejilla. Lo deseaba. Lo deseaba aquella misma noche y no podía evitarlo.
Y lo que veía en sus ojos la ponía aún más nerviosa. Amanda estaba acostumbrada a las miradas de cachorro de sus acompañantes, pero aquel hombre no era ningún cachorro. Él no seguiría su paso.
La butaca era demasiado pequeña y Daniel se sentía incómodo. Era una locura. Él nunca había sentido aquel deseo, aquella urgencia. Todos sus sentidos estaban alerta. El perfume de ella, suave y exótico, el roce de su pelo, la perfección de su piel que sabía sería como seda al tacto…
Amanda lo miró entonces y en sus ojos vio que no estaba solo, que ella sentía lo mismo. Era mejor que se hubieran encontrado en un lugar público porque, de no ser así, en aquel mismo instante estarían arrancándose la ropa como un par de sedientos excursionistas frente a un oasis. Aunque no sería agua lo que estarían buscando.
Daniel tomó su mano. Era tan pequeña que lo hacía sentirse grande y torpe, pero no la soltó. Miraba el escenario, pero no podría haber contado cuál era el argumento de la obra. Solo prestaba atención al tacto de seda de Amanda, un tacto que pronto lo envolvió por completo.
Amanda intentaba prestar atención a los actores, pero el contacto con la mano de Daniel lo hacía imposible. La seductora intimidad de la caricia podría hacer que cualquier mujer sensata acabase haciendo una locura.
Dos horas después, la función terminó y los dos aplaudieron calurosamente. No habían visto nada, no habían oído nada.
– ¿Tienes hambre? – preguntó él, aclarándose la garganta.
– ¿Hambre? – repitió ella, aún confusa.
– Cerca de aquí hay un excelente restaurante italiano.
– ¿Podremos encontrar mesa tan tarde?
– He reservado una – contestó él-. Por si acaso te gustaba la comida italiana.
– ¿Y si no me hubiera gustado?
– Hay un puesto de perritos calientes a la vuelta de la esquina – sonrió Daniel. Era un lugar público, lleno de gente. Quizá era allí donde deberían ir. De otro modo, estaba seguro de que acabarían haciendo una tontería.
– Prefiero el restaurante italiano – dijo Amanda.
En la calle, Daniel soltó su mano, pero solo para ayudarla a ponerse el chal sobre los hombros. Después, hizo un gesto e, inmediatamente, un taxi paró frente a ellos.
– ¿Cómo lo has hecho? ¿Es un gesto especial entre conductores?
– Podría ser – contestó él, entrando en el taxi y dándole al conductor la dirección-. O también podría ser que nos estuviera esperando. Es el taxi que me ha traído al teatro – añadió, con una sonrisa. Estaba claro lo que Daniel tenía planeado, pensaba ella. Sabía que irían juntos a cenar y después… Amanda sintió un escalofrío-. ¿Tienes frío?
– No – contestó, apartándose un poco. Sabía, sin mirarlo, que Daniel estaba sorprendido por el repentino cambio de actitud.