Levana sacudió la cabeza y su cabello blanco con la permanente flotó en la brisa.
– ¡Cielos, no! Eso fue hace veintinueve años y solo la había visto unas pocas veces. Jolines, a veces me cuesta recordar mi nombre.
– Alice vivía en el recinto para caravanas.
– Jolín, aquello lo demolieron hace años.
– Sí, lo sé, pero no he conseguido encontrar ningún documento sobre la gente que pudo haber vivido allí en la misma época que Alice y su hija. -En los diarios, Alice había mencionado a unas mujeres por sus nombres-. ¿Se acuerda de una mujer llamada Trina, que podía haber sido vecina de Alice?
– Hummm. -Levana negó con la cabeza-. No me suena. Bill lo sabrá -dijo refiriéndose a su marido-. Recuerda a todos los que han vivido alguna vez en esta ciudad. Le daré su tarjeta cuando regrese de la pesca.
– Gracias. Mañana no voy a estar en la ciudad, pero volveré pasado mañana.
– Se lo diré, aunque tal vez sea la semana que viene.
Fabuloso.
– Gracias por su tiempo.
De vuelta de casa de los Potter, Maddie se paró en una tienda de alimentación a comprar un pollo al ast y un medicamento contra la migraña. Carleen se había mostrado cautelosa y poco dispuesta a colaborar. Le dolía la cabeza, se sentía frustrada por los pocos avances y tenía una necesidad urgente de agarrar a alguien por los cataplines.
Con una cesta azul colgada de un brazo, se puso en la cola de la caja número tres. La próxima vez que hablase con Carleen y Jewel intentaría una táctica menos formal. Probaría la técnica amistosa, «más buena que el pan». Si eso no funcionaba, iría al programa de Jerry Springer y su panda de paletos.
– La vi antes en Value Rite -le dijo una mujer de la fila de al lado.
Maddie levantó la mirada hacia ella y dejó la cesta en la cinta transportadora.
– ¿Habla usted conmigo?
– Sí. -La otra mujer tenía el cabello negro y corto y vestía una camiseta con una foto de sus nietos-. Carleen dijo que le estuvo preguntando por Rose y Loch Hennessy.
¡Uau!, sí que volaban las noticias en las ciudades pequeñas.
– Es cierto.
– Yo me crié con Rose y tenía algunos problemas, pero era una buena persona.
Algunos problemas. ¿Así es como llaman a llenar de plomo a dos personas? Maddie lo habría llamado un brote psicótico.
– Estoy segura de que sí.
– Esa camarerita se llevó su merecido por liarse con un hombre casado.
Cansada, frustrada y ahora cabreada, Maddie dijo:
– ¿Así que usted cree que cualquier mujer que se lía con un hombre casado merece morir a tiros?
La mujer soltó una bolsa de patatas en la cinta delante de ella.
– Bueno, yo solo digo que si te enredas con el marido de otra, mereces salir malparada. Eso es todo.
No, eso no era todo, pero Maddie se mordió la lengua por prudencia.
Maddie arrojó el maletín en el sofá y miró la foto de su madre sentada a la mesa del café.
– Bueno, vaya desperdicio de maquillaje.
Se quitó los zapatos de un puntapié y puso la fotografía boca abajo. No podía mirar la sonrisa alegre de su madre después de aquel día de perros.
Entró descalza en la cocina y buscó en la nevera la botella de merlot que había abierto el día anterior. Lo pensó mejor y cogió el vodka Skyy, una tónica light y una lima. A veces una chica necesita una copa, aunque esté sola. Mientras se servía vodka en un vaso largo y añadía la tónica, sonó en su cabeza la canción de George Thorogood «I Drink Alone». Tal vez fuera deformación profesional, pero el estribillo era redundante; es evidente que cuando bebes solo no bebes con nadie [4].
Justo cuando acababa de meter hielo y una rodaja de lima en la copa, sonó el timbre. Cogió la copa y se la llevó a los labios mientras cruzaba el salón. No esperaba a nadie, y a la última persona que esperaba era quien estaba al otro lado de la puerta.
A través de la mirilla vio a Mick Hennessy, quitó el pasador de seguridad y abrió la puerta. El sol de última hora de la tarde cruzaba la mejilla de Mick y un lado de su boca. Llevaba una camiseta imperio debajo de una camisa azul a cuadros, con las mangas arremangadas justo por encima de los bíceps. El azul claro de los cuadros hacía juego con sus ojos y le resaltaba el bronceado y el cabello negro como si perteneciera a la portada de una revista, vendiendo sexo y rompiendo corazones.
– Hola, Maddie -dijo con una voz que era un rumor bajo. Sostenía una tarjeta de visita entre los dedos de una mano levantada.
¡Mierda! Lo último que necesitaba aquel día era un enfrentamiento con Mick. Tomó otro trago de la bebida fortalecedora y aguardó a que empezara a gritar. En lugar de eso le soltó una mirada matadora.
– Te dije que te daría el nombre de un buen exterminador.
Le ofreció la tarjeta de visita. Era blanca, no negra, y tenía una rata.
No se había dado cuenta de que estaba algo nerviosa hasta que su boca dibujó una sonrisa. Le cogió la tarjeta.
– No tenías que molestarte y venir hasta aquí para dármela.
– Lo sé. -Le dio una caja anaranjada y amarilla-. Pensé que podías usar esto hasta que venga Ernie, el controlador de plagas. Es más fácil que buscar esqueletos pestilentes.
– Gracias. Ningún hombre me había regalado antes… -Se calló y miró la caja-. Un Mouse Motel 500.
Mick se echó a reír.
– Tenían un Mouse Motel 22, pero pensé que tú te merecías lo mejor.
Abrió la puerta del todo.
– ¿Quieres entrar? -Debía contarle por qué estaba en Truly, pero no en aquel momento. No estaba de humor para otro enfrentamiento.
– No puedo quedarme mucho rato. -Pasó por su lado y ella notó que olía a jabón casero con aroma a madera-. Mi hermana me espera para comer.
– Siempre he querido tener una hermana. -Algún sitio para ir de vacaciones además de la casa de una amiga.
– Si conocieras a Meg, te considerarías afortunada.
Maddie cerró la puerta y entró en el salón junto con Mick. Debía admitirlo, era extraño tenerlo en casa. No solo porque era Mick Hennessy, sino porque hacía mucho tiempo que no dejaba entrar a un hombre en su casa. La energía parecía cambiar, el aire se cargaba de sexualidad.
– ¿Por qué?
– Meg puede ser… -Sonrió y miró la habitación-. Una horrible cocinera -añadió, pero Maddie tuvo la sensación de que no era eso lo que había estado a punto de decir-. El tipo de cocinera que se cree mejor de lo que realmente es, lo que significa que nunca mejorará. Si echa unos guisantes en una cacerola y le llama cena, me parece bien, pero no estoy de acuerdo. -Volvió a mirarla a los ojos y señaló el vaso-. ¿Un día duro?
– Sí.
– ¿Más ratones dándose un banquete con tus barritas de muesli?
Maddie negó con la cabeza. ¿Se acordaba de aquello?
– ¿Qué ha pasado?
Estaba segura de que él oiría hablar de ello bastante pronto.
– Nada importante. ¿Tienes tiempo para tomar una copa?
– ¿Tienes una cerveza?
– Solo cerveza light.
Mick hizo una mueca.
– No me digas que cuentas las calorías.
– Sí, claro. -Entró en la cocina y él la siguió-. Si no lo hago, se me pone un trasero enorme.
Maddie miró por encima del hombro y lo sorprendió bajando la vista hasta su trasero.
– A mí me pareces muy bonita.
– Exacto. -Como si tuviera todo el día, Mick subió lentamente la mirada hasta su cara-. Tengo vodka, ginebra, y whisky Crown Royal.
Bajó los párpados una milésima sobre los ojos, haciendo que sus oscuras pestañas parecieran muy largas.
– Crown.
Abrió un armario y se puso de puntillas. Maddie reconoció aquella mirada en los ojos de Mick. Hacía cuatro años que no follaba, pero recordaba aquella mirada.
– Yo lo cogeré -dijo él, y se acercó por detrás y alcanzó el estante superior.