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Maddie frunció el ceño anonadada.

– ¿Te estás quedando conmigo? -se le escapó antes de que se diera cuenta de que había abierto la boca.

– ¿Disculpe? -le dijo el camarero mientras le servía la bebida.

Ella sacudió la cabeza.

– Nada.

Buscó en el bolso y pagó la copa mientras una canción sobre un Honky Tonk Badonkadonk [1], que sabe Dios que sería eso, atronaba desde el resplandeciente neón de la gramola y se fundía con el persistente murmullo de la conversación.

Se arremangó el suéter y cogió el Martini. Leyó las manecillas fluorescentes de su reloj mientras se llevaba la copa a los labios. Las nueve en punto. Tarde o temprano el propietario tendría que dejarse ver. Si no aquella noche, tal vez la siguiente. Dio un sorbo y la ginebra y el vermut le calentaron el gaznate hasta el estómago.

En realidad esperaba que apareciera más pronto que tarde, antes de que se hubiese tomado demasiados Martinis y hubiera olvidado por qué estaba allí sentada en un taburete de la barra escuchando sin querer conversaciones de necesitadas mujeres pasivas-agresivas y hombres delirantes. Y no es que escuchar a personas con una vida mucho más patética que la suya no resultase a veces muy entretenido.

Dejó otra vez la copa sobre la barra. Oír conversaciones de modo involuntario no era su actividad favorita. Prefería la vía directa, prefería hurgar en la vida de otras personas y sacar a relucir sus trapos sucios sin dilación. Algunas personas entregaban sus secretos sin protestar, ansiosas por contarlo todo. Otras la obligaban a esforzarse y escarbar en lo más hondo, tirarles de la lengua y arrancárselos sin piedad. A veces su trabajo era una mierda, a veces espinoso, pero le encantaba escribir sobre asesinos en serie, asesinos múltiples y psicópatas corrientes y molientes.

En serio, una chica tenía que sobresalir en algo, y Maddie, cuyo seudónimo era Madeline Dupree, era una de las mejores escritoras del género de los crímenes reales. Escribía relatos truculentos, bañados en sangre, sobre enfermos y perturbados, y había quien creía, sus amigas por ejemplo, que lo que contaba deformaba su personalidad, pero a ella le gustaba pensar que acrecentaba su encanto.

La verdad es que ni tanto ni tan calvo, sino un punto medio. Las cosas que había visto y sobre las que escribía le afectaban. A pesar de la barrera que había colocado entre su cordura y la gente a la que entrevistaba e investigaba, la enfermedad a veces se filtraba por las fisuras, dejando detrás una película negra y de mal gusto que resultaba muy jodida de limpiar a fondo.

Su trabajo la hacía ver el mundo un poco distinto de quienes nunca se habían sentado frente a un asesino en serie mientras este volvía a relatar «su trabajo». Pero aquello precisamente era lo que hacía de ella una mujer fuerte que no admitía gilipolleces de nadie. Muy pocas cosas la intimidaban y no se hacía ilusiones sobre la humanidad. En su interior, sabía que la mayoría de la gente era decente, que si se le daba a escoger, haría lo correcto, pero también sabía lo de los demás. Ese quince por ciento que solo estaba interesado en su propio placer egoísta y tortuoso. De este quince por ciento, solo un dos por ciento eran verdaderos asesinos en serie. El resto de las personalidades antisociales eran solo violadores corrientes, asesinos, matones y ejecutivos que saqueaban en secreto los planes de pensiones de sus empleados.

Y si de una cosa estaba segura, igual que sabía que el sol salía por el este y se ponía por el oeste, era de que todo el mundo tenía secretos. Ella también los tenía, solo que los guardaba con más celo que la mayoría de la gente.

Se llevó la copa a los labios y algo al final de la barra atrajo su mirada. Se abrió una puerta y un hombre entró desde el callejón iluminado hasta la oscura entrada.

Maddie lo conocía. Lo conocía antes de que saliera de las sombras. Antes de que las sombras treparan por las amplias espaldas enfundadas en una camiseta negra. Lo conocía antes de que la luz se deslizase por su barbilla y por su nariz e iluminase su cabello tan negro como la noche de la que procedía.

El hombre se fue detrás de la barra, se enfundó un delantal rojo de bar alrededor de las caderas y se ató el cordón por encima de la bragueta. No lo había visto en su vida. Nunca habían estado en la misma habitación, pero sabía que tenía treinta y cinco años, un año más que ella. Sabía que medía uno ochenta y tres, y pesaba ochenta y seis kilos. Durante doce años había servido en el ejército, pilotando helicópteros y disparando misiles Hellfire. Le habían puesto el mismo nombre que a su padre, Lochlyn Michael Hennessy, pero le llamaban Mick. Al igual que su padre, era un hombre indecentemente atractivo. El tipo de atractivo que hacía volver la cabeza a las mujeres, les detenía el corazón y las llenaba de malos pensamientos. Pensamientos de bocas ardientes, manos y ropas enredadas, el susurro de un cálido aliento contra el cuello de una mujer y el tacto de la carne en el asiento trasero de un coche.

Y no es que Maddie fuera propensa a tales pensamientos.

Tenía una hermana mayor, Meg, y poseía dos bares en la ciudad, el Mort y el Hennessy. El último había sido de su familia durante más años de los que él tenía. Hennessy era el bar donde la madre de Maddie había trabajado, donde había conocido a Loch Hennessy y donde había muerto.

Como si sintiera que lo estaba mirando, el hombre levantó la vista del cordón del delantal. Se detuvo a pocos centímetros de Maddie y sus miradas se cruzaron. Ella se atragantó con la ginebra que se negaba a bajar por la garganta. Por su carnet de conducir sabía que tenía los ojos azules, pero en realidad eran de un color turquesa intenso, como las aguas del Caribe, y cuando le devolvieron la mirada fue un shock para ella. Bajó la copa y se llevó una mano a la boca.

Los últimos acordes de la canción honky-tonk se extinguieron cuando él terminó de atarse el delantal y se acercó a ella hasta que solo unos pocos centímetros de caoba separaban sus miradas.

– ¿Sobrevivirás?

Su voz profunda anuló el ruido que los rodeaba.

Maddie tragó saliva y tosió por última vez.

– Eso creo.

– Hola, Mick -saludó la rubia del taburete de al lado.

– Hola, Darla. ¿Cómo va todo?

– Podría ir mejor.

– ¿Acaso no es siempre así? -dijo él mientras miraba a la mujer-. ¿Piensas portarte bien?

– Ya me conoces. -Darla rió-. Siempre planeo portarme bien. Claro que siempre me convencen de lo contrario.

– Esta noche vas a dejarte la ropa interior puesta, ¿verdad? -preguntó enarcando una ceja oscura.

– Conmigo nunca se sabe. -Se inclinó hacia delante-. Nunca se sabe lo que puedo hacer. A veces estoy loca.

¿Solo a veces? Comprarse su propia tarjeta de cumpleaños para que la firmase su novio sugería un trastorno pasivo-agresivo que bordeaba la puta locura.

– Tú déjate las bragas puestas y así no tendré que volver a echarte otra vez con el culo al aire.

¿Otra vez? ¿Significaba eso que lo había hecho en otras ocasiones? Maddie dio un sorbo y echó un vistazo al considerable trasero que Darla embutía en unos Wranglers.

– ¡Apuesto a que te encantaría verlo! -dijo Darla agitando la cabellera.

Por segunda vez en aquella noche, Maddie se atragantó con la bebida.

La carcajada grave de Mick atrajo la atención de Maddie hacia el brillo divertido que despedían sus deslumbrantes ojos azules.

– ¿Quieres un poco de agua, guapa? -le preguntó.

Maddie sacudió la cabeza y se aclaró la garganta.

– ¿La bebida está demasiado fuerte para ti?

– No. Está bien. -Tosió una última vez y dejó la copa en la barra-. Es que he tenido una horrible visión.

Las comisuras de los labios de Mick se curvaron en una sonrisa de complicidad para formar dos hoyuelos en las bronceadas mejillas.

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[1] Un Honky Tonk Badonkadonk se refiere a un culo bonito de chica country. El cantante country Trace Adkins lo inmortaliza en la canción del mismo nombre. (N. de la T.)