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Después de desayunar en el Café Ole, ella y Adele habían regresado a su casa, en Boise, para ponerse al día. Adele siempre tenía historias muy divertidas que contar sobre su vida sentimental -aunque a veces no pretendía que fueran tan hilarantes- y, como buena amiga, Maddie la escuchaba y servía el vino. Hacía mucho tiempo que Maddie no podía corresponderla con sus propias historias divertidas, así que sobre todo se había limitado escuchar y a ofrecerle algún que otro consejo.

Antes de irse de Boise, invitó a Adele a pasar el siguiente fin de semana con ella. Adele aceptó y, conociendo a su amiga, Maddie estaba segura de que tendría más historias de citas horribles que compartir.

Maddie sacó la ropa sucia de la bolsa y la metió en el cesto. Eran poco más de las doce del mediodía y estaba muerta de hambre. Comió una pechuga de pavo y un poco de apio con crema de queso mientras comprobaba y respondía los emails. Accionó el contestador, pero solo había un mensaje, y era del limpiador de alfombras. Ni una palabra del sheriff Potter.

Más tarde planeaba ir a buscar a Mick y contarle quién era y por qué había ido a la ciudad. Era lo correcto y quería que lo oyera de sus propios labios. Se imaginó que podría encontrarlo en uno de sus dos bares y tenía la esperanza de que aquella noche estuviera trabajando en Mort. En realidad no esperaba con ilusión cruzarse con Hennessy, aunque de algún modo tendría que ser así. Nunca había estado en el bar donde su madre había muerto. Para ella, Hennessy era solo otra vieja escena del crimen que tenía que visitar para su libro. Tendría que ir para fijarse en los cambios y examinar el lugar. Y, aunque no tenía miedo, sentía cierta aprehensión.

Mientras enjuagaba el plato en el fregadero y lo metía en el lavavajillas, se preguntó si Mick se enfadaría mucho. Hasta que sus amigas no lo mencionaron, no pensó en llevar la Taser con ella cuando fuera a contárselo. Aunque no parecía violento, había disparado misiles Hellfire desde un helicóptero. Y claro, su madre estaba chalada y, aunque a Maddie le gustaba pensar que tenía un psicorradar especial, afinado durante años de trato con psicóticos esposados a la mesa, prefería pecar de cautelosa y llevar un buen espray de pimienta.

Sonó el timbre, y esa vez no se sorprendió de ver a Mick en el porche. Igual que en la última visita, sostenía una tarjeta con dos dedos, pero en aquella ocasión no cabía duda de que la tarjeta era la de Maddie.

Le miraba fijamente desde los cristales azulados de las gafas de sol, dibujando con los labios una línea recta. No tenía cara de felicidad, pero tampoco demasiado enfadada. Lo más probable es que no tuviera que rociarlo con el espray de pimienta, claro que tampoco lo llevaba encima.

Maddie miró la tarjeta.

– ¿De dónde la has sacado?

– Jewel Finley.

Mierda. No esperaba que lo descubriera de aquel modo, pero tampoco le sorprendía.

– ¿Cuándo?

– Anoche, en el partido de Travis.

– Lamento que te hayas enterado de esta manera.

Maddie no le invitó a entrar, aunque él tampoco esperó a que lo invitara.

– ¿Por qué no me lo contaste? -le preguntó mientras por su lado pasaba un metro ochenta y ocho y ochenta y seis kilos de hombre decidido. Intentar detenerlo habría sido tan inútil como intentar parar un carro de combate.

Maddie cerró la puerta y le siguió.

– Tú no querías saber nada de mí, ¿te acuerdas?

– No me vengas con gilipolleces.

La luz se filtraba por los grandes ventanales, deteniéndose encima del respaldo del sofá, la mesa de café y el suelo de madera. Mick se detuvo en el charco de luz y se quitó las gafas. Maddie se había equivocado en la apreciación de su ira: ardía como un fuego azul en sus ojos.

– No quería saber nada de tus antiguos novios, ni de tu receta favorita de galletas de chocolate ni de quién se sentó a tu lado en segundo curso. -Levantó la tarjeta-. Esto es distinto, y no digas que no.

Maddie se acomodó el cabello detrás de las orejas. Mick tenía derecho a estar enfadado.

– Aquella primera noche en Mort había ido con la intención de presentarme y contarte quién era y por qué estaba en la ciudad, pero el bar estaba lleno y no me pareció un buen momento. Cuando te vi en la ferretería y en el Cuatro de Julio, Travis estaba contigo, y tampoco me pareció el momento adecuado.

– ¿Y cuando estuve aquí solo? -Frunció las cejas y se colocó las gafas sobre la cabeza.

– Intenté contártelo ese día.

– ¿Ah, sí? -Se metió la tarjeta en el bolsillo de su polo negro del bar de Mort-. ¿Antes o después de que me metieras la lengua hasta la garganta?

Maddie lanzó una exclamación. Sí, tenía derecho a estar enfadado, pero no a reescribir la historia.

– ¡Fuiste tú quien me besaste!

– El momento adecuado -dijo como si ella no hubiera protestado- habría sido antes de que te pegaras a mi pecho.

– ¿Qué yo me pegara? Tú me apretaste contra tu pecho. -Mick entornó los ojos, pero ella no se iba a permitir enfadarse-. Te dije que no me conocías.

– Y en lugar de contarme lo realmente importante, como que estás en esta ciudad para escribir un libro sobre mis padres, creíste que me interesaría más saber que eres «una especie de abstemia sexual», ¿no? -Descansó el peso sobre un pie y ladeó la cabeza mientras la miraba-. No tenías la menor intención de contármelo.

– No seas ridículo. -Se cruzó de brazos-. Esta es una ciudad pequeña y sabía que lo descubrirías.

– Y hasta que lo descubriera ¿planeabas follarme a cambio de información?

No te enfades, se dijo a sí misma. Si te enfadas, tendrás que sacar la Taser.

– Tu teoría falla en dos suposiciones. -Maddie levantó un dedo-. Que te necesitaba para que me dieras información. No te necesito. -Levantó un segundo dedo-. Y que planeaba follarte. No lo planeaba.

Mick dio un paso hacia ella y sonrió, pero no era una de sus sonrisas encantadoras y amables.

– Si yo hubiera tenido más tiempo, te habrías abierto de piernas.

– ¡Estás soñando!

– Y tú me estás mintiendo. A mí y a ti misma.

– Yo nunca me miento a mí misma. -Le miró a los ojos, no estaba intimidada lo más mínimo ni por su tamaño ni por su rabia-. Y nunca te he mentido.

Mick entornó los ojos.

– Ocultaste la verdad a propósito, lo que es la misma puta mierda.

– ¡Ah, tiene gracia que tú me des lecciones de moralidad! Dime, Mick, ¿se conocen entre sí todas las mujeres con las que te acuestas?

– Yo no miento a las mujeres.

– No, solo traes trampas para ratones pensando en que te meterás en sus bragas.

– No te traje la trampa por ese motivo.

– ¿Ah, no? ¿Ahora quién miente? -Maddie señaló la puerta-. Es mejor que te vayas.

Mick no se inmutó.

– No puedes hacer esto, Maddie. No puedes escribir sobre mi familia.

– Sí puedo, y eso es lo que voy a hacer. -No le esperó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.

– ¿Por qué? He leído todo sobre ti -dijo mientras se acercaba a ella y los talones de sus botas resonaban furiosos contra la madera-. Tú escribes sobre asesinos en serie. Mi madre no era una asesina en serie. Era un ama de casa que estaba hasta las narices de que su marido la engañara. Perdió la cabeza, le mató a él y luego se mató ella. No hay ningún «malo» en esta historia. Ni cabrones enfermos como Ted Bundy o Jeffrey Dahmer. Lo que les ocurrió a mi madre y a mi padre no es el tipo de historia sensacionalista que la gente quiere leer.

– Creo que estoy un poco más cualificada para decidirlo que tú.

Mick se detuvo en el umbral y se volvió hacia ella.

– Mi madre era solo una mujer triste que una noche se trastornó y dejó a sus hijos huérfanos, víctimas de su enfermedad mental.

– Solo sabes hablar de ti y de tu familia, pareces olvidar que hubo otra víctima inocente.