– ¿Estás bien?
Meg asintió.
– ¿No podemos hacer nada para detenerla?
– Lo dudo.
Se inclinó hacia atrás, sobre la puerta del conductor, y suspiró.
– Tal vez si vas y hablas con ella…
– Ya he hablado con ella. Está decidida a escribirlo y le importa un comino lo que pensemos del libro.
– ¡Mierda!
– Sí.
– Todo el mundo volverá a hablar de aquello.
– Sí.
– Dirá cosas terribles de mamá.
– Probablemente de los tres, pero ¿qué puede decir ella? Los únicos que saben lo que realmente pasó esa noche están muertos.
Meg apartó la mirada.
– ¿Sabes lo que pasó aquella noche?
Meg dejó caer una mano.
– Solo que mamá ya no podía aguantar más y mató a papá y a esa camarera.
No la creía del todo, pero ¿qué importancia tenía después de veintinueve años? Meg no estaba allí. Estaba con él cuando el sheriff llegó a su casa aquella noche.
Miró el nítido cielo azul.
– Había olvidado que esa camarera tenía una niña pequeña.
– Sí, pero no recuerdo cómo se llamaba. -Meg volvió a mirar a Mick-. Ni tampoco me importa. Su madre era una puta.
– La niña no tenía la culpa, Meg. Se quedó sin madre.
– Lo más probable es que estuviera mejor sin ella. Alice Jones se enrolló con nuestro padre y le daba igual quién lo supiera. Alardeaba de su relación delante de toda la ciudad, así que no esperes que sienta lástima por una niña huérfana sin nombre y sin cara.
Mick no sabía si Alice había ido por ahí alardeando o no, y si lo había hecho, la culpa era de su padre, pues él era quien estaba casado.
– ¿Vas a estar bien después de esto?
– No, pero ¿qué le voy a hacer? -Se acomodó el bolso en el hombro-. Sobreviviré, igual que he hecho antes.
– Le dije que se mantuviera alejada de ti y de Travis, así que no creo que te moleste con preguntas.
Meg enarcó una ceja.
– ¿Te va a molestar a ti con preguntas?
Había más de un modo en que una mujer podía molestar a un hombre. «Y no vengas aquí creyendo que puedes decirme lo que tengo que hacer. En realidad me importa un comino si te gusta o no. Voy a escribir ese libro.» Era obstinada, estaba enfadada y más sexy que una diablesa. Había entornado un poco los grandes ojos castaños justo antes de cerrarle la puerta en las narices.
– No -respondió-. No me molestará con preguntas.
Meg esperó hasta que la camioneta de Mick salió del aparcamiento para soltar el aire y llevarse las manos a ambos lados de la cara. Se masajeó las sienes con los dedos y cerró los ojos ante la presión que aumentaba en su cabeza. Madeline Dupree estaba en la ciudad para escribir un libro sobre sus padres. Alguien debía hacer algo para detenerla. No se podía permitir que una persona… arruinase unas vidas. Debería haber una ley contra la gente que metía las narices y… hurgaba en el pasado de los demás.
Meg abrió los ojos y miró sus Reebok blancas. La gente de la ciudad no tardaría en enterarse. No tardaría en hablar y murmurar y mirarla como si fuera capaz de pegarse un tiro en cualquier momento. Incluso su hermano a veces la miraba como si estuviera loca. Mick creía que lo mejor era olvidar el pasado, pero había cosas que ni siquiera él habría podido olvidar nunca. Las lágrimas le enturbiaban la visión y caían sobre la gravilla tras mojarle una zapatilla. Mick también confundía su emoción con la enfermedad mental. No lo culpaba por ello. Crecer con sus padres había sido un tira y afloja que había acabado con sus muertes.
Una segunda camioneta entró en el aparcamiento y Meg miró a Steve Castle abrir la puerta de su Tacoma y salir de ella. Steve era el amigo de Mick y el manager de Hennessy. Meg no sabía gran cosa de él, más que había pilotado helicópteros en el ejército con Mick, y que había perdido la pierna derecha por debajo de la rodilla en un accidente.
– Hola, Meg -gritó, y su voz profunda precedió a su avance por el aparcamiento.
– Hola.
Meg se enjuagó precipitadamente las lágrimas y dejó caer las manos a los costados. Steve era un tipo grande que llevaba la cabeza afeitada al cero. Era un hombre alto, con un pecho ancho y tan… tan masculino que Meg se sentía un poco intimidada por su tamaño.
– ¿Has tenido un día duro?
Meg notó que se sonrojaba mientras miraba sus profundos ojos azules.
– Lo siento. Sé que a los hombres no les gusta ver llorar a las mujeres.
– Las lágrimas no me molestan. He visto a muchos marines llorar como nenitas. -Se cruzó de brazos sobre los perros que jugaban al póquer en su camiseta-. Bueno, ¿qué te preocupa tanto, corazón?
Meg no solía compartir sus problemas con personas a las que no conocía, pero había algo en Steve. Aunque le intimidaba su tamaño, también le hacía sentirse segura, o tal vez fuera solo que la había llamado «corazón», pero se confesó.
– Mick acaba de estar aquí, y me ha contado que ha venido una escritora a la ciudad que va a escribir sobre la noche en que nuestra madre mató a nuestro padre.
– Sí, ya me he enterado.
– ¿Ya? ¿Cómo te has enterado?
– Los muchachos Finley estuvieron en Hennessy anoche hablando de ello.
Meg levantó una mano y se mordió la uña del pulgar.
– Entonces creo que podemos decir que ya lo sabe toda la ciudad; todo el mundo hablará de ello y empezará a hacer especulaciones.
– No podemos impedirlo.
Dejó caer la mano a un lado y sacudió la cabeza.
– Lo sé.
– Pero tal vez tú podrías hablar con ella.
– Mick ya lo ha intentado. Esa mujer va a escribir el libro y le da igual lo que nosotros pensemos. -Meg se miró las zapatillas deportivas-. Mick le dijo que no se acercara ni a mí ni a Travis.
– ¿Por qué evitarla? ¿Por qué no le cuentas tu versión?
Le miró a los ojos; la luz del sol se reflejaba en sus brillantes cabellos.
– No sé si le importará mi versión de los hechos.
– Quizá no, pero no lo sabrás hasta que hables con ella. -Desplegó los brazos y le puso una manaza en un hombro-. Si una cosa sé es que es mejor hacer frente a los acontecimientos. Se puede superar cualquier cosa si sabes a lo que te enfrentas.
Estaba segura de que era cierto, y sin duda muy buen consejo, pero Meg no podía pensar desde que había notado el peso de su mano en el hombro. La sensación de firmeza y aquel contacto cálido se propagaron por su estómago. No había sentido semejante calidez por parte de un hombre desde que su ex marido la dejó. Los hombres de la ciudad hablaban y flirteaban con ella, pero nunca parecían querer más que les rellenara la taza de café.
Steve le cogió una mano.
– Me he estado preguntando algo desde que llegué a la ciudad.
– ¿Qué?
Ladeó la cabeza y la observó.
– ¿Por qué no tienes novio?
– Creo que los hombres de esta ciudad me temen un poco.
Steve bajó las cejas y luego estalló en carcajadas. Una risa profunda y atronadora que le iluminó la cara.
– No tiene gracia -dijo, pero en aquel momento, envuelta por la risa de Steve Castle, sí la tenía. Y estar tan cerca, con la mano en la suya, era… agradable.
Capítulo 8
La pesca en la parte alta del lago Payette había sido tan buena que el sheriff Potter no había regresado hasta el martes siguiente, pero en cuanto le dieron la tarjeta de Maddie la llamó inmediatamente y fijaron una cita para el día siguiente en su casa. Si había una cosa en la línea de trabajo de Maddie con la que siempre podía contar era con la poli. Ya fuera un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles o un sheriff de una ciudad provinciana, a la poli le encantaba hablar de viejos casos.