– ¿Cómo le va hasta ahora?
– Mucho mejor que el último. Debí pensarlo mejor antes de contratar a Ronnie Van Damme. La mayoría de los Van Damme son unos inútiles. -Mick había tenido que despedir a Ronnie hacía dos semanas porque siempre llegaba tarde y se pasaba el rato tocándose las pelotas cuando él estaba allí-. El tipo nuevo dirigía un bar en Boise, así que espero que funcione.
A la larga, Mick quería encontrar un encargado para Mort, así él podría trabajar menos y hacer más dinero. No confiaba en que las pensiones del gobierno ni en que la Seguridad Social le asegurasen su bienestar para el resto de la vida y había hecho sus propias inversiones.
– Avísame si necesitas ayuda -dijo Steve mientras se alejaba sin que apenas se le notara la cojera.
Mick no estaba en Irak cuando el helicóptero de Steve fue derribado, pero le bastaron unas pocas llamadas y se vio obligado a hacer un aterrizaje de emergencia en Afganistán, durante el que un proyectil disparado por un lanzagranadas alcanzó su Apache. El aterrizaje no fue agradable, pero sobrevivió.
Le encantaba volar y era una de las cosas que más añoraba de su antigua vida, pero no echaba de menos ni la arena, ni el polvo ni la política de la vida militar. Prefería la acción y los tiroteos al aburrimiento de quedarse sentado esperando órdenes, solo para ponerse en marcha y que le suspendieran la misión en el último momento.
En el presente vivía en una pequeña ciudad donde no pasaba nada, o casi nada, pero nunca se aburría, sobre todo en los últimos tiempos.
Mick miró la pista de baile vacía que estaba en el otro extremo del bar. Los fines de semana solía contratar una banda y la pista estaba atestada. Aquella noche había pocas personas charlando de pie, otras sentadas a la barra y alrededor de algunas mesas. Hacia las nueve, durante las «noches del bache», el bar se quedaba vacío, salvo unos pocos rezagados. Cuando se hizo mayor, su padre les llevaba a él y a Meg al bar, y a veces les dejaba beber zarzaparrilla en jarras de cerveza. Les enseñó a tirar la cerveza de barril. Si se paraba a pensar, tal vez no fuera lo más indicado enseñar aquello a un niño, pero a Meg y a él les había encantado.
«Tu padre tal vez fuera un embustero -había dicho Maddie-, pero ¿se merecía que le pegaran tres tiros hasta desangrarse en el suelo de un bar mientras tu madre se quedaba mirando?»
Había pensado más en su padre durante aquellos dos últimos días que en los últimos cinco años. Si Maddie estaba en lo cierto su madre vio morir a su padre, y no conseguía quitarse aquella imagen de la cabeza.
Se sentó en el borde de la mesa de billar y cruzó una bota sobre la otra mientras observaba a Steve coger una Heineken de la nevera y abrirla. Mick sabía que la camarera, Alice Jones, había muerto detrás de la barra, mientras que su madre y su padre habían muerto los dos delante de la barra. Nunca vio las fotos ni leyó los informes; a lo largo de los años había oído lo bastante sobre la noche en que su madre mató a su padre y a Alice, y creía que lo había oído todo. Pero por lo visto no era así.
En los últimos treinta y cinco años había estado en aquel bar miles de veces. Meg tenía una foto de él cuando tenía tres años, sentado en un taburete con su padre. Generaciones de Hennessy se habían partido el espinazo trabajando en el bar, y a la muerte de sus padres, el lugar había sido completamente renovado y cualquier rastro de lo que sucediera aquella noche había sido borrado hacía mucho tiempo. Cuando entró por la puerta trasera, nunca pensó en lo que su madre le había hecho a su padre y a Alice Jones.
Hasta entonces.
«Así que estaba perfectamente justificado que tu madre le pegara un tiro en la cara», había dicho Maddie. Por algún motivo no podía quitarse a Maddie Dupree, y a su jodido libro de crímenes, de la cabeza. Lo último que deseaba en el mundo era que la muerte de sus padres le ocupara la mente. Su pasado estaba mejor muerto y enterrado, y la última persona que quería que se le fijase en la cabeza era la mujer responsable de desenterrarlo. Era una mujer-excavadora, destapando cosas que estaban mejor tapadas, pero al margen de atarla y meterla en un armario, no podía hacer nada para detenerla. Aunque atarla habría tenido cierto atractivo que no tenía nada que ver con hacer que dejase de escribir.
«Dios mío, eres un tornado. Chupas todo lo que hay a tu alrededor», había dicho ella, y no parecía importar que ella fuera la última persona en el mundo a la que deseara. El recuerdo de sus labios y la visión de ella mientras la besaba a conciencia y jadeaba en busca de aire quedaron atrapados en el centro de su cerebro.
Mick se levantó de la mesa y pasó por delante de la pista de baile hacia la barra. Reuben Sawyer se sentaba en su taburete habitual, con aspecto de viejo curtido. Reuben había perdido a su esposa hacía treinta años, y durante las últimas tres décadas se sentaba en el mismo taburete casi cada noche para ahogar sus penas. Mick no creía en las almas gemelas y no comprendía ese tipo de tristeza. Por lo que a él concernía, si estás así de triste por una mujer, haz algo que no tenga que ver con una botella de Jack Daniel's.
Algunas personas llamaron a Mick al pasar, pero no se detuvo. No estaba de humor para charlas ociosas. Aquella noche no. Mientras iba por el zaguán hacia la puerta, una antigua novia del instituto le detuvo.
– Hola, Mick -dijo Pam Puckett al salir del lavabo de señoras.
Pensó que apartarla de un empujón habría sido una grosería por su parte.
– Hola, Pam.
Mick se detuvo y ella lo interpretó como una invitación a echarle los brazos al cuello; le dio un abrazo que superó en algunos segundos el tiempo de un gesto amistoso.
– ¿Cómo te va? -le preguntó al oído.
– Bien. -Después del instituto, Pam se había casado y divorciado tres veces. Mick podía predecir un divorcio próximo. Se retiró y le miró a la cara-. ¿Y a ti?
– No me puedo quejar. -Aunque ya no estaba de puntillas, dejó una mano en su pecho-. Hacía mucho que no te veía.
– Paso mucho tiempo en el otro bar. -Pam era aún atractiva y sabía que lo único que tenía que hacer era cogerla de la mano y llevársela a casa. Dejó la mano en su cintura esperando notar el primer atisbo de interés en su entrepierna-. ¿Aún trabajas en la oficina del sheriff?
– Sí. Atendiendo llamadas. Amenazo con dejarlo cada pocos días. -Pam el acariciaba el pecho.
Faltaban tres horas para cerrar. Y no tenía ningunas ganas de mover el culo hasta Mort. Había estado con Pam antes y ambos sabían que era solo sexo; dos adultos que se reúnen para pasar un buen rato.
– ¿Estás sola? -preguntó Mick.
Pam deslizó la mano hasta su cintura y enganchó una trabilla del pantalón con el dedo. Mick debió sentir un asomo de interés, pero no fue así.
– Con unas amigas.
«Dime, Mick, ¿se conocen entre sí todas las mujeres con las que te acuestas?» Probablemente necesitaba sexo para quitarse a Maddie de la cabeza. Hacía un mes que no se acostaba con nadie y lo único que tenía que hacer era tirar de Pam hacia la puerta trasera.
– Sabes que no tengo ninguna intención de casarme con nadie, ¿verdad?
Pam enarcó las cejas.
– Creo que todo el mundo lo sabe, Mick.
– Así que nunca te he mentido sobre eso.
– No.
Cuando tuviera a Pam desnuda, dejaría que ella acaparase su mente en otras cosas. A Pam no le gustaba el sexo largo y agotador. Le gustaba rápido y tantas veces como a un hombre se le levantara, y Mick estaba de humor para complacerla. Le acarició el torso con el pulgar y notó que se encendía una chispa de interés.
– He oído que esa escritora anda hablando con todo el mundo en la ciudad -dijo Pam, y le apagó la chispa.
Mick deseó que no lo hubiera dicho.
– Ya nos veremos.
Dejó caer la mano y retrocedió hacia la puerta.
– ¿Te vas? -En realidad lo que ella quería decir era: ¿Te vas sin mí?
– Tengo trabajo.