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– Si las mujeres del bar empiezan a tirarse de los pelos y a buscar su espray de menta para el aliento, sabrás que ha llegado.

Una camarera con una permanente atroz, unos Wranglers muy ceñidos y una camiseta de Mort les tomó el pedido.

– ¿Tan bueno está?

Maddie negó con la cabeza. Estar bueno era una descripción poco precisa. En realidad estaba como un queso y en una o dos ocasiones había estado tentada de morderlo. Como cuando levantó los ojos de la ensalada en la cervecería y restaurante Willow Creek y vio a Mick sentado delante de ella. Estaba pensando en sus cosas, leyendo las últimas notas que había tomado del sheriff Potter, y de repente, ¡paf!, allí estaba él, tan atractivo y con un cabreo monumental. En condiciones normales, un hombre enfadado no le habría parecido nada sexy, pero Mick no era un hombre normal. Estaba sentado enfrente de ella, cada vez más cabreado, advirtiéndole que no se acercara a su bar, mientras sus ojos iban adquiriendo un tono azul fascinante. Y Maddie se preguntó qué habría hecho él si se hubiera subido a la mesa y le hubiera plantado la boca en la suya. Si le hubiera besado en el cuello y le hubiera mordido justo debajo de la oreja.

– Hoy he hablado con Clare -dijo Adele y acabó con el fantaseo de Maddie sobre Mick.

Las dos amigas hablaron de la boda que se avecinaba, hasta que la camarera regresó con el Bitch on Wheels de Adele y el vodka Martini extraseco de Maddie. La camarera tenía el pelo horrible, pero hacía su trabajo de puta madre.

– ¿Qué les pasa en el pelo a algunas de estas mujeres? -preguntó Adele cuando la camarera se hubo alejado.

Maddie echó un vistazo a su alrededor y calculó que un cincuenta por ciento de las mujeres iban mal peinadas.

– Yo también me hago la misma pregunta. -Maddie se llevó la copa a los labios-. La mitad tiene bien el cabello y la otra mitad lo tiene hecho un asco.

Continuó su inspección por encima del borde de la copa. Ni rastro de Mick.

– ¿Te conté lo del tipo con el que salí la semana pasada? -preguntó Adele.

– No.

Maddie se puso el cárdigan y se preparó para otra historia sobre citas desastrosas.

– Bueno, me pasó a recoger en un Pinto trucado.

– ¿En un Pinto? ¿No eran aquellos coches de los setenta que explotaban?

– Sí. Era naranja butano, como un blanco móvil, y conducía como Jeff Gordon. -Adele se acomodó varios rizos rebeldes detrás de las orejas-. Incluso llevaba esos guantes sin dedos de los pilotos.

– ¿Te estás quedando conmigo? ¿Dónde conociste a ese tipo?

– En el autódromo.

Maddie no preguntó qué estaba haciendo Adele en el autódromo. No quería saberlo.

– Dime que no te acostaste con él.

– No. Imaginé que un tipo que conducía tan rápido haría otras cosas igual de rápido. -Adele suspiró-. Creo que tengo la maldición de las citas pésimas.

Maddie no creía en las maldiciones, pero no podía decirle que no. De todas las mujeres del mundo Adele era la que peor suerte tenía con los hombres. Y Maddie también tenía bastante mala suerte.

Una hora, y tres historias sobre citas frustrantes, más tarde, seguían sin señales de Mick. Maddie y Adele pidieron otra copa y empezaron a creer que ya no aparecería.

– Hola, señoras.

Maddie levantó la mirada de su Martini para mirar a los dos tipos que estaban delante de ella. Eran altos, rubios y estaban muy bronceados. El hombre que hablaba tenía acento australiano.

– Hola -dijo Adele dando un sorbo de su Bitch on Wheels.

Adele podía haber tenido muchas citas pésimas, pero eso era solo porque atraía a la mayoría de los hombres. Con sus rizos dorados y sus grandes ojos de color aguamarina, Adele parecía atraer a los hombres como una barbacoa a las abejas. Y por supuesto, el sex appeal de Adele funcionaba con todas las nacionalidades. Maddie miró a su amiga desde detrás de la copa y sonrió.

– ¿Queréis sentaros? -preguntó Adele.

No tuvieron que preguntárselo dos veces; se sentaron corriendo en las dos sillas vacías.

– Me llamo Ryan -dijo el tipo que estaba más cerca de Maddie, hablaba de un modo que recordaba a Cocodrilo Dundee.

– Maddie -dijo dejando la bebida sobre la mesa.

– Este es Tom, mi colega. -Señaló a su amigo-. ¿Vivís en Truly?

– Acabamos de mudarnos. -Cielo santo, esperaba que saliera con algún australianismo. Estaba demasiado oscuro para ver el color de sus ojos, pero era mono-. ¿Y vosotros?

Acercó la silla para que ella pudiera oírle mejor.

– Estoy aquí solo durante el verano trabajando como bombero.

Extranjero y mono.

– ¿Eres bombero aéreo?

Asintió y siguió explicándole que la temporada de incendios en Australia era exactamente la contraria que en Estados Unidos. Por ese motivo, muchos bomberos aéreos australianos trabajaban en el oeste americano durante el verano. Cuanto más hablaba, más fascinada estaba Maddie, no solo por lo que decía, sino por el sonido de su voz mientras lo decía. Y cuanto más hablaba, más se preguntaba Maddie si no sería el hombre perfecto para poner fin a su período de abstinencia. No iba a quedarse mucho tiempo en Truly y luego se iría. No llevaba anillo de boda, pero sabía que aquello no significaba nada.

– ¿Estás casado? -le preguntó acercándose un poco. Solo para asegurarse.

Pero, antes de que pudiera responder, dos manos la sujetaron por los hombros y la pusieron en pie. Se volvió despacio hasta que su mirada aterrizó en el amplio pecho de una camiseta negra del bar de Mort. A pesar de la oscuridad que les rodeaba, reconoció aquel pecho antes incluso de levantar la mirada por el grueso cuello, la fuerte barbilla y los labios apretados. No tenía que mirarle a los ojos para saber que eran unos ardientes y furiosos ojos azules.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le dijo Mick al oído acercándose un poco más.

Olía a jabón y a cuero.

– Parece ser que hablo contigo.

Mick la cogió de la mano con firmeza.

– Vámonos.

Cogió el bolso de la mesa, miró a Ryan por encima del hombro y luego a Adele.

– Ahora mismo vuelvo -gritó.

– Pareces muy convencida -dijo el hombre que tiraba de ella a través de la concurrencia hacia la parte trasera de Mort.

– Disculpadnos -dijo mientras se chocaba con Darla. Mick seguía aferrándole la mano, mientras se movía a través de la multitud como un jugador de fútbol americano.

Maddie se vio obligada a decir «Perdón» y luego «Disculpa» por encima de la música que salía de la gramola. Más allá del final de la barra recorrieron un corto pasillo y Mick tiró de ella hasta una pequeña trastienda.

Mick cerró la puerta y la soltó.

– Te dije que te alejaras de mi bar.

Maddie echó un rápido vistazo a su alrededor y vio un escritorio de roble, un perchero, una caja fuerte metálica y un sofá de piel.

– En aquel momento estabas hablando de Hennessy.

– No. -Entornó la mirada y Maddie casi pudo notar físicamente la ira que emanaba en forma de ondas-. Como soy un buen tipo, voy a darte la opción de coger a tu amiga y salir por la puerta principal.

Pero Maddie no temía su ira; al contrario, casi le gustaba porque confería fiereza a sus ojos, y se recostó hacia atrás contra la puerta.

– ¿Y si no?

– Te echaré de una patada en el culo.

Ladeó la cabeza.

– Entonces debo advertirte que si vuelves a tocarme, descargaré los cincuenta mil voltios de mi Taser en tu culo.

Mick parpadeó.

– ¿Llevas una Taser?

– Entre otras cosas.

Volvió a parpadear, despacio, como si no creyera haberla oído bien.

– ¿Qué cosas?

– Espray de pimienta, un puño americano, una alarma de ciento veinticinco decibelios, unas esposas y un Kubaton [7].

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[7] Un Kubaton, o Kubotan, es un arma de defensa personal con la apariencia de un inofensivo llavero. (N. de la T.)