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Los dedos de Mick encontraron el lazo detrás del cuello y hurgaron en él hasta que el vestido se soltó en sus manos. Bajó los tirantes blancos mientras volvía a buscar los labios de ella con los suyos. Esta vez no hubo nada tierno ni dulce en el beso. Fue un beso carnal y ávido, de bocas hambrientas, y ella mordió su lengua. Pudo haberlo detenido, pero no quería detenerlo. Aún no. Maddie quería más. La parte superior del vestido resbaló hasta la cintura y las manos de Mick le cogieron los pechos por encima del sostén blanco sin costuras. Los aros metálicos mantenían los senos erguidos y centrados, y Mick le frotó los pezones con los pulgares a través del grueso algodón. Maddie apretó el vientre contra él, tocando los lugares doloridos, y los gemidos de Mick entraron en la boca de ella. Maddie estaba tan excitada que se mareaba. Sentía un latido en la piel, notaba los senos pesados y los pezones tan tensos que le dolían. Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquel delicioso placer; bajó la mano por el pecho de Mick, por encima de la cinturilla de los tejanos y apretó la palma contra la túrgida erección.

– Tócame -gimió Mick en su boca.

Y Maddie le tocó. Mientras él le acariciaba los pezones a través del sujetador, ella subía y bajaba la mano a lo largo de su miembro; desde la base de la bragueta, subía por el largo pene, duro como una piedra, hasta su henchida punta. El hombre tenía un buen paquete, y el dolor húmedo de la entrepierna instaba a Maddie a cogerle la mano y llevarlo hasta allí, para satisfacerla, y a tocarla a través de las bragas y… Pero Maddie dejó caer las manos.

– ¡Basta!

Mick levantó la cabeza.

– ¡Un minuto!

En un minuto ella estaría experimentado los estertores del orgasmo.

– No. -Dio un paso atrás y las manos de él cayeron a sus lados-. Sabes que no podemos hacer esto. No podemos hacerlo nunca. -Le miró fijamente mientas se ataba el vestido a la nuca-. Juntos, no.

Mick sacudió la cabeza, parecía tener los ojos desorbitados.

– Lo he pensado mejor.

– No hay nada que pensar. -Él era Mick Hennessy y ella era Maddie Jones-. Créeme, tú eres el último hombre en la tierra con el que puedo mantener una relación sexual, y yo soy la última mujer en la tierra con la que deberías tener una relación sexual.

– Ahora mismo no recuerdo por qué.

Tenía que contárselo, todo; quién era ella en realidad y quién era él.

– Porque…

Se humedeció los labios y tragó saliva; de repente se le había secado la garganta. La tensión sexual los atraía como una fuerza caliente, pulsante y casi irresistible. Mick tenía el cuello rojo donde ella lo había marcado y la miraba con aquellos ojos azules, centelleantes de deseo. Lo último que quería era ver cómo todo aquel deseo feroz era sustituido por el enfado. Ahora no. Más tarde.

– Porque estoy escribiendo un libro sobre tus padres y Alice Jones, y hacer el amor contigo no va a cambiar eso. Solo lo empeorará.

Mick retrocedió unos pasos y se sentó en el borde de la mesa. Respiró hondo y se alisó el cabello con las manos.

– Me había olvidado. -Dejó caer las manos a los costados-. Durante unos pocos minutos, me olvidé de que estabas en la ciudad para hurgar en el pasado y hacer de mi vida un infierno.

Maddie se agachó para coger el bolso.

– Lo siento.

Y lo decía en serio, pero sentirlo no cambiaba nada, aunque casi deseó lo contrario.

– No lo bastante para dejarlo correr.

– No -dijo buscando el picaporte a su espalda-. No para eso.

– ¿Qué quieres decir?

Mick aspiró una bocanada de aire y la soltó.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad jodiendome la vida?

Buena pregunta.

– No lo sé. Hasta la próxima primavera, tal vez.

Mick bajó la vista.

– Mierda.

Se colgó el bolso del hombro y lo miró, sentado allí, con el cabello negro de punta de habérselo peinado con los dedos. Maddie resistió el impulso de alisárselo.

Levantó la mirada.

– Es evidente que no podemos estar a tres metros el uno del otro sin arrancarnos la ropa. Y como decirte que te mantengas alejada de mis bares es como ondear un trapo rojo delante de un toro, te voy a pedir que te largues de una puta vez de mis bares.

El pecho de Maddie hizo una especie de contracción y expansión que no solo era imposible, sino alarmante.

– No volverás a verme aquí dentro -le aseguró, y abrió la puerta.

Maddie salió al bar, con su música country a todo trapo y el olor a cerveza, y se abrió camino hasta Adele. Al entrar en Mort se había preguntado si Mick la iba a echar de una patada en el culo como le había amenazado.

Ahora se preguntaba si no habría sido mejor que lo hubiera hecho.

Mick cerró la puerta de la oficina y se reclinó contra ella. Cerró los ojos y se puso la mano en la dolorosa erección. Si Maddie no le hubiera detenido, le habría metido la mano en la entrepierna, le habría quitado las bragas y se lo habría hecho allí mismo, contra la puerta. Le gustaba pensar que habría tenido la claridad mental suficiente para cerrar la puerta antes, pero no habría apostado por ello.

Dejó caer la mano y rodeó el escritorio. La chaqueta roja de Maddie estaba en el suelo, la recogió y se sentó en su silla para contemplar la caja de caudales de la oficina que estaba enfrente de él. Antes, cuando tras echar un vistazo al bar había visto a Maddie sentada a la mesa, tomando un Martini y haciendo oídos sordos a la advertencia de que se mantuviera alejada de sus bares, se lo habían llevado los demonios. Le había hecho el mismo efecto que la Taser que ella llevaba en el bolso. Inmediatamente después de toda aquella conmoción, experimentó una dosis de ira y un deseo irrefrenable de olerle el cuello.

Al verla charlando con el australiano, también sintió algo más. Algo un poco incómodo. Algo parecido a querer arrancarle la cabeza a aquel tío. Lo cual era absolutamente ridículo. Mick no tenía nada contra el australiano, y por supuesto no tenía ningún tipo de relación con Maddie Dupree. No sentía nada por ella. Bueno, salvo rabia. Un ardiente deseo de enterrar la nariz en un lado del cuello mientras se hundía entre sus suaves muslos una y otra vez.

Maddie tenía algo. Algo más que un cuerpo hermoso y una cara bonita. Algo además del aroma de la piel y la elegante boca. Algo que atraía la mirada a través de un bar atestado hacia una mesa en un rincón oscuro. Algo que le hacía reconocer su perfil oscuro como si la conociera. Algo inefable que le impelía a besarla y acariciarla y abrazarla fuerte contra el pecho como si fuera su lugar natural, cuando en realidad su lugar natural no era cerca de él. Realidad que tendía a olvidar cuando ella estaba cerca.

Se acercó la chaqueta a la cara. Olía a ella, era un olor dulce, a fresas, y la tiró sobre la mesa del escritorio.

Unas semanas antes su vida era bastante buena. Tenía un plan para el futuro que no incluía pensar en el pasado. Un pasado que se había esforzado mucho en olvidar.

Hasta aquel momento. Hasta que Maddie llegó a la ciudad en su Mercedes negro y sacó la vida de Mick de la carretera.

Capítulo 10

Maddie tardó poco más de una semana en encontrar la pista de la amiga de su madre que había sido vecina en el recinto para caravanas. Poco después de la muerte de su madre, Trina Olsen-Hays vendió su caravana y se trasladó a Ontario, Oregón. Se casó con un bombero a mediados de los años ochenta, tuvo tres hijos mayores y dos nietos. Cuando se sentó frente a ella en el café local, Maddie recordó vagamente a la mujer rellenita, de cabellos pelirrojos y un poco de tupé, pecas y cejas pintadas. Se acordaba de que le daba miedo mirar aquellas cejas. Ver a Trina también le trajo a la memoria una colcha de color rosa de lunares. No sabía por qué ni qué significaba, solo que se sentía caliente y segura arropada en ella.