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– No te había visto por aquí antes. ¿Estás de paso?

Alejó de su cabeza la imagen del descomunal trasero desnudo de Darla y se obligó a recordar el motivo por el que estaba en el bar de Mort. Esperaba que Mick Hennessy le desagradara a primera vista, pero no fue así.

– No. He comprado una casa en Red Squirrel Road.

– Bonita zona. ¿Estás en el lago?

– Sí.

Se preguntó si Mick había heredado el encanto de su padre además de su aspecto. Por lo que Maddie había logrado averiguar, Loch Hennessy tenía a una mujer en el bote con apenas echarle una miradita. Y ciertamente había tenido a su madre en el bote.

– Entonces ¿has venido a pasar el verano?

– Sí.

Mick ladeó la cabeza y estudió el rostro de Maddie. Su mirada recorrió desde los ojos hasta la boca y se entretuvo allí durante varios latidos antes de volver otra vez hacia arriba.

– ¿Cómo te llamas, ojos castaños?

– Maddie -respondió conteniendo la respiración como si esperase que él la relacionase con el pasado, con el pasado de Mick.

– ¿Solo Maddie?

– Dupree -respondió usando su seudónimo de escritora.

Alguien en el bar llamó a Mick y apartó la mirada durante un momento antes de volver a prestarle atención. Le ofreció una sonrisa desenfadada que hizo asomar aquellos hoyuelos suyos y le endulzó el rostro tan masculino. Mick no la había reconocido.

– Soy Mick Hennessy. -La música volvió a empezar otra vez y añadió-: Bienvenida a Truly. Tal vez nos veamos por ahí.

Miró cómo se marchaba sin contarle el motivo por el que se hallaba en aquella ciudad y por el que estaba sentada en el bar de Mort. Aquel no era el mejor momento ni el mejor lugar, pero la expresión «tal vez» no era la acertada. Él aún no lo sabía, pero Mick Hennessy iba a verla un montón de veces. Y la próxima quizá no fuese tan amable.

Los sonidos y olores del bar se le hacían muy pesados y se colgó el bolso del hombro. Bajó del taburete y se abrió paso a través de la multitud débilmente iluminada. En la puerta, miró por encima del hombro hacia la barra donde estaba Mick. Debajo de las luces, Mick echó un poco la cabeza hacia atrás y sonrió. Maddie se detuvo y agarró fuerte el picaporte mientras él se volvía y servía una cerveza de una fila de tiradores.

Mientras estaba allí parada, la gramola tocó algo que decía que el whisky es para los hombres y la cerveza para los caballos, y se fijó en el cabello negro de la nuca de Mick y en los hombros anchos enfundados en la camiseta negra. Él se volvió y dejó una copa en la barra. Mientras le miraba, Mick se rió de alguna cosa. Maddie no sabía lo que esperaba de Mick Hennessy, pero fuera lo que fuese, desde luego no era aquel hombre, de carne y hueso que reía.

Desde la oscura barra envuelta en humo de cigarrillos, Mick fijó la mirada en ella. Maddie casi notó cómo se clavaba en ella y la acariciaba, aunque sabía que eran imaginaciones suyas. Se quedó de pie en la media luz de la entrada y a Mick le resultó casi imposible distinguirla entre la concurrencia. Abrió la puerta y salió al fresco aire vespertino. Durante su estancia en el bar de Moft, la noche había caído sobre Truly como una pesada cortina negra, rota tan solo por los pocos anuncios de tiendas que permanecían encendidos y las esporádicas farolas.

Había aparcado el Mercedes negro en la otra acera, delante de la tienda de ropa interior térmica de Tina y la galería de arte Rock Hound. Esperó a que pasara un Hummer amarillo antes de cruzar la calle y alejarse del fulgor del neón del bar de Mort.

Al acercarse al coche abrió la puerta del conductor con el mando a distancia sin necesidad de sacar la mano del bolso, y se sentó en los elegantes asientos de piel. Normalmente no era una persona materialista. No le importaban demasiado ni la ropa ni los zapatos. Como en aquellos días nadie veía su ropa interior, le daba igual si su sujetador hacía juego o no con sus bragas, y no tenía joyas caras. Dos meses atrás, antes de comprarse el Mercedes, Maddie le había hecho trescientos veinte mil kilómetros a su Nissan Sentra. Necesitaba un coche nuevo y estaba mirando un Volvo «todoterreno» cuando se dio la vuelta y se fijó en el S600 sedán negro. Las luces de la tienda donde se exponía iluminaron el coche como una señal del cielo, y juraría que había oído a unos ángeles cantando aleluyas cual Coro del Tabernáculo Mormón. ¿Quién era ella para ignorar un mensaje divino? A las pocas horas de entrar, sacaba el coche del concesionario y lo metía en el garaje de su casa en Boise.

Apretó el botón de encendido situado en la palanca de cambio y prendió las luces. El CD del equipo estéreo llenó el Mercedes con los acordes de «Excitable Boy» de Warren Zevon. Se alejó del bordillo y viró en redondo en mitad de la calle Mayor. Había algo inteligente y turbador en la letra de Warren Zevon. Era un poco como meterse en la mente de alguien que camina por la delgada línea que separa la locura de la cordura y de vez en cuando asoma el dedo gordo al otro lado. Alguien que juguetea con la línea, la prueba y luego se retira justo antes de que se lo lleven al manicomio. En la especialidad de Maddie no había muchos que supieran retirarse a tiempo.

Los faros del Mercedes cortaron la negrura de la noche cuando giró a la izquierda en la única señal de tráfico de la ciudad. Su primer coche había sido un Volkswagen Rabbit, tan desvencijado que había tenido que sujetar los asientos con cinta aislante. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Mucho tiempo desde que viviera con su madre en el recinto cerrado para caravanas y en la abarrotada casita de Boise en la que la había criado su tía abuela Martha.

Hasta el día de su jubilación, Martha había trabajado en el mostrador principal de Rexall Drug, y ambas habían vivido de su magro sueldo y de los cheques de la Seguridad Social de Maddie. Siempre habían ido cortas de dinero, pero Martha mantenía por costumbre a media docena de gatos. La casa siempre olía a Friskies y a cajas de arena. Hasta el momento, Maddie odiaba a los gatos. Bueno, tal vez al gato de su buena amiga Lucy, Señor Snookums, no. Snookie era legal, para ser un gato.

Maddie bordeó el lado este del lago durante un kilómetro y medio antes de entrar en el camino de acceso, flanqueado por unos pinos altos y gruesos, y detenerse delante de la casa de dos plantas que había comprado hacía pocos meses. No sabía cuánto tiempo se quedaría allí. Un año, tres, cinco… La había comprado en lugar de alquilarla porque suponía una inversión. Las casas en Truly estaban subiendo, así que cuando la vendiera, si es que decidía hacerlo, obtendría unos copiosos beneficios.

Maddie apagó las luces del Mercedes y la oscuridad la invadió. Sin hacer caso de la aprehensión que le oprimía el pecho, salió del coche y bajó los escalones hasta el acogedor porche iluminado con un sin fin de bombillas de sesenta vatios. No tenía miedo a nada. Y por supuesto, no temía la oscuridad, pero sabía que a las mujeres que no son tan precavidas y cautas como ella les ocurren cosas malas. Mujeres que no tienen un pequeño arsenal de instrumentos de seguridad en sus bolsos. Cosas como una Taser [2], un espray de defensa personal, una alarma personal y un puño americano, por nombrar algunas. Una chica nunca es lo bastante prudente, sobre todo de noche, en una pequeña ciudad en la que no se ve un burro a dos pasos. En una ciudad levantada justo en mitad de un tupido bosque donde los animales salvajes bajan de los árboles y del monte. Donde roedores con ojillos minúsculos aguardan a que una chica se vaya a la cama para saquear la despensa. Maddie no había tenido que usar nunca ninguno de los artilugios de defensa personal, pero últimamente había estado preguntándose si sería lo bastante buena tiradora para liquidar a un roedor intruso con la Taser.

Las luces se encendieron en el interior cuando Maddie abrió la puerta de color verde bosque, entró en la casa y echó el cerrojo. Y cuando arrojó el bolso sobre un sillón de terciopelo rojo junto a la puerta nada salió corriendo por los rincones. Una gran chimenea dominaba el centro del gran salón y lo dividía en lo que se suponía era el comedor, pero que ella usaba como despacho.

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[2] Taser es un arma aturdidora de electrochoque que dispara proyectiles que administran descargas eléctricas. (N. de la T.)