– Alice solo tiene un pariente vivo. Su hija.
Meg levantó la mirada y se recogió el cabello detrás de las orejas.
– No sé lo que le habrá contado. Nadie por aquí se acuerda de ella. Lo más probable es que sea como su madre y ande por ahí destrozando hogares.
Maddie se aferró con fuerza al manillar del carrito del supermercado, pero se las arregló para esbozar una sonrisa amable.
– Se parece mucho a su madre e imagino que usted se parece mucho a la suya.
– Yo no me parezco en nada a mi madre. -Meg se enderezó, y su voz era algo más estridente-. Mi madre mató a un marido que la engañaba. Yo me divorcié del mío.
– Es una lástima que su madre no pensara en el divorcio como una opción mejor.
– A veces una persona está sometida a demasiada presión.
¡Y una mierda! Maddie había oído esa excusa de todos los sociópatas a los que había entrevistado. La vieja excusa de «ella me presionó demasiado así que le tuve que dar ciento cincuenta puñaladas».
– ¿Fue la relación de su padre con Alice Jones lo que sometió a su madre a demasiada presión? -preguntó guardándose el papel de chicle en el bolsillo de los pantalones.
Maddie esperaba la misma reacción cada vez que formulaba aquella pregunta; un encogimiento de hombros. Pero en lugar de eso, Meg se dedicó a hurgar una vez más en su bolso. Sacó unas llaves y se cruzó de brazos.
– No lo sé -contestó sacudiendo la cabeza.
«Está mintiendo.» Maddie miró los ojos verdes de Meg y Meg apartó la mirada hacia unas bolsas de comida y chucherías para perros. Aquella mujer sabía algo, algo de lo que no quería hablar.
– Solo tres personas saben lo que pasó en realidad aquella noche. Mi padre, mi madre y esa camarera. Los tres están muertos. -Meg metió un dedo en la anilla y cerró los dedos alrededor de las llaves-. Pero si quiere saber la verdad sobre la vida de mi madre y de mi padre, llámeme y le aclararé las cosas. -Y tras decir eso se alejó.
– Gracias, lo haré -respondió Maddie. No creía que Meg quisiera en realidad responder a sus preguntas a pesar de que aparentase lo contrario. Dudaba que ella supiera toda la verdad sobre la vida de Rose y Loch. Tendría la versión de Meg, una versión que sin duda estaría llena de sombras y embellecida.
Empujó el carrito hacia la cola de las cajas y puso los artículos en la cinta. Mick había mencionado que su hermana podía resultar difícil. ¿Sufriría la misma inestabilidad mental que Rose? Maddie había notado la hostilidad de Meg hacia Alice Jones y hacia ella misma. Meg se había negado a pronunciar siquiera el nombre de Alice, pero sabía algo sobre aquella noche. Maddie estaba segura de ello y lo descubriría, fuera lo que fuese. Había sacado secretos a personas mucho más listas y que tenían mucho más que perder que Meg Hennessy.
Cuando Maddie entró en la casa después de estar fuera todo el día, el cadáver de un ratón muerto le dio la bienvenida. La semana anterior, el Control de Plagas de Ernie se había pasado por allí y pusieron varias trampas. Como resultado, Maddie iba encontrando ratones muertos por todas partes. Dejó las bolsas de Value Rite en la encimera de la cocina y luego cortó unos cuantos papeles de cocina. Cogió el ratón por la cola y lo tiró fuera al cubo de la basura.
– ¿Qué estás haciendo?
Maddie miró por encima del hombro hacia las profundas sombras creadas por los altos pinos ponderosa y vio a dos niños vestidos de minicomandos, mientras sostenía el ratón por la cola.
– Tirar esto a la basura.
Travis Hennessy se rascó una mejilla con el cañón de una pistola Nerf verde.
– ¿Se le arrancó la cabeza?
– Lo siento, pero no.
– ¡Vaya mierda!
Maddie arrojó el ratón muerto a la basura.
– Mis padres van a ir a Boise -le informó Pete-. Porque mi tía ha tenido bebés.
Maddie se volvió y miró a Pete.
– ¿En serio? ¡Qué buena noticia!
– Sí, y Pete se va a quedar a pasar la noche en mi casa.
– Mi padre nos llevará a casa de Travis en un periquete. Dice que mi tío Nick necesita un trago. -Pete cargó su rifle de plástico de camuflaje con un dardo de goma anaranjado-. Las niñas se llamarán Isabel y Lilly.
– ¿Sabes si…?
Louie llamó a los chicos interrumpiendo a Maddie.
– Hasta luego -dijeron al unísono, se dieron media vuelta y salieron pitando hacia los árboles.
– Adiós.
Volvió a tapar el cubo de la basura y regresó a la casa. Se lavó las manos y desinfectó el suelo donde había encontrado el ratón muerto. Eran más de las siete cuando puso una pechuga de pollo sobre la plancha de George Foreman. Se preparó una ensalada y se bebió dos vasos de vino con la comida. Tenía un largo día por delante; después de comer metió los platos en el lavavajillas y se cambió de ropa, se puso unos pantalones azules de Victoria's Secret de estar por casa con la palabra rosa impresa en el trasero. Se puso una sudadera azul con capucha y se recogió el cabello en una cola.
Un bloc de notas amarillo descansaba en su escritorio, Maddie lo cogió antes de encender unas cuantas lámparas y relajarse en el sofá. Mientras buscaba el mando a distancia, pensó en Meg y en la conversación que habían mantenido en el Value Rite. Si Meg le había mentido al decirle que no sabía lo que había desencadenado la locura de su madre, también podía mentirle sobre otras cosas. Cosas que Maddie tal vez no fuera capaz de demostrar o refutar.
Caso abierto destellaba en la pantalla del televisor, Maddie tiró el mando sobre el sofá y se sentó. Puso los pies encima de la mesa de café y anotó rápidamente sus impresiones sobre Meg. Escribió una lista de preguntas que pretendía hacerle, como: «¿Qué recuerda de la noche en que murieron sus padres?», y entonces sonó el timbre.
Eran las nueve y media cuando escrutó por la mirilla para ver al único hombre que había pisado aquella casa o se había quedado de pie en el porche. Había transcurrido más de una semana desde que había besado a Mick en su oficina de Mort. Ocho días desde que él le había desabrochado el vestido y avivado en ella un deseo doloroso y desesperado. Aquella noche no tenía una expresión feliz, pero al cuerpo de Maddie no pareció importarle. Al abrir la puerta notó aquella conocida sensación placentera en el vientre.
– Has hablado con Meg -dijo allí plantado con los brazos en jarras destilando testosterona y beligerancia masculina.
– Hola, Mick.
– Pensé que había quedado claro que no te acercarías a mi hermana.
– Y yo pensé que había quedado claro que no acepto tus órdenes.
Maddie se cruzó de brazos y se limitó a mirarlo. Las primeras sombras pálidas de la noche lo pintaban de una débil luz gris y le teñían los ojos de un azul asombroso. ¡Qué lástima que fuera tan mandón!
Se miraron durante un buen rato antes de que él dejara caer las manos a los costados.
– ¿Vamos a quedarnos aquí mirándonos toda la noche o vas a invitarme a entrar?
– Tal vez. -Maddie pensaba hacerlo, pero no todo iba a ser coser y cantar-. ¿Vas a ser grosero?
– Nunca soy grosero.
Maddie enarcó una ceja.
– Intentaré portarme bien.
Lo cual era una especie de declaración de intenciones, pensó ella.
– ¿Crees que podrás mantener la lengua fuera de mi boca?
– Eso depende. ¿Vas a mantener las manos lejos de mi polla?
– Mamón.
Maddie se dio media vuelta y entró en el salón, dejando que él entrara solo.
El cuaderno amarillo estaba boca arriba sobre la mesa del café y ella le dio la vuelta al entrar en la sala.
– Sé que Meg te dijo que la llamaras.
Maddie buscó el mando del televisor y lo apagó.
– Sí, me lo dijo.
– No puedes hacerlo.
Ella se tensó. Era tan típico de él creer que podía decirle lo que tenía que hacer… Entraba en su casa, alto e imponente, como si fuera el rey de su castillo.