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– Pensaba que ya habías aprendido que yo no obedezco tus órdenes.

– Esto no es un juego, Maddie. -Mick vestía un polo negro de Mort y unos Levi's de talle bajo-. Tú no conoces a Meg. No sabes cómo se pone.

– ¿Y por qué no me lo cuentas?

– Sí, ya -se burló-. Así podrás ponerlo en tu libro.

– Ya te he dicho que no voy a escribir sobre ti ni sobre tu hermana. -Se sentó en un brazo del sofá y puso un pie sobre la mesa del café-. Francamente, Mick, no eres tan interesante. -¡Jesús!, aquello era una mentira tan grande que le sorprendió que no le creciera la nariz.

Mick la miró.

– Aja.

– He dejado en paz a Meg, tal como tú querías; fue ella la que se acercó a mí, no yo a ella -dijo poniéndose una mano en el pecho.

– Ya lo sé.

– Es una mujer adulta. Mayor que tú, y sin duda puede decidir si habla conmigo o no.

Mick se acercó a los ventanales y miró por ellos hacia la terraza y al lago un poco más allá. La luz de la lámpara del sofá le iluminaba un hombro y un lado de la cara.

– Tal vez sea mayor que yo, pero a veces es impredecible. -Se quedó en silencio un momento, luego volvió la cabeza y la miró por encima del hombro. Su voz cambió, el tono exigente había desaparecido cuando le preguntó-: ¿Cómo sabes que había huellas de mi madre por todo el bar aquella noche? ¿Está en el informe de la policía?

Maddie se levantó despacio.

– Sí.

Apenas oyó la pregunta siguiente.

– ¿Qué más?

– Hay fotografías de sus huellas.

– Joder. -Sacudió la cabeza-. Quiero decir, ¿qué más había en ese informe?

– Lo corriente. Todo, desde la hora de llegada hasta las posiciones de los cadáveres.

– ¿Cuánto tardó mi padre en morir?

– Unos diez minutos.

Descansó el peso sobre un pie y cruzó los brazos sobre el amplio pecho. Se quedó en silencio durante unos segundos más antes de proseguir.

– Habría podido llamar a una ambulancia y tal vez le habría salvado la vida.

– Sí, habría podido.

Él la miró en la corta distancia. Ahora sus ojos estaban llenos de emoción.

– Diez minutos es mucho tiempo para que una esposa vea sufrir y sangrar a su marido hasta la muerte.

Maddie avanzó unos pasos hacia él.

– Sí.

– ¿Quién llamó a la policía?

– Tu madre. Justo antes de pegarse un tiro.

– Así que se aseguró de que mi padre y la camarera estaban muertos antes de llamar.

Maddie lo corrigió.

– La camarera tenía un nombre.

– Lo sé. -Una triste sonrisa curvó la comisura de sus labios-. De niño mi abuela siempre la llamaba «la camarera». Es solo la costumbre.

– ¿No sabes nada de esto?

Mick sacudió la cabeza.

– Mi abuela no hablaba de cosas desagradables. Créeme, que mi madre matase a mi padre y a Alice Jones era la primera en su lista de cosas de las que no hablábamos. -Mick miró por la ventana-. Y tú tienes fotografías.

– Sí.

– ¿Aquí?

Maddie pensó la respuesta y decidió decirle la verdad.

– Sí.

– ¿Qué más?

– Además de los informes de la policía y de la escena del crimen, tengo entrevistas, artículos de periódicos, gráficos y el informe del forense.

Mick abrió los ventanales y salió afuera. Los altos pinos ponderosa proyectaban sombras oscuras sobre la terraza, persiguiendo los apagados grises del ocaso. Una ligera brisa perfumaba la noche con olor a pino y despeinaba los cabellos de Mick que le caían sobre la frente.

– Una vez fui a la biblioteca cuando tenía unos diez años, con la idea de echar un vistazo a los viejos artículos de los periódicos, pero la bibliotecaria era amiga de mi abuela, así que me marché.

– ¿Has leído algún relato sobre aquella noche?

– No.

– ¿Te gustaría?

Mick sacudió la cabeza.

– No. No tengo demasiados recuerdos de mis padres, y leer acerca de lo que pasó aquella noche estropearía los pocos que tengo.

Maddie tenía un montón de recuerdos de su madre. Últimamente, con la ayuda de los periódicos había recuperado unos pocos.

– Tal vez no.

Mick sonrió sin ganas.

– Hasta que llegaste a la ciudad, yo no sabía que mi madre había visto morir a mi padre. No sabía que le odiase tanto.

– Puede que no lo odiara. El amor y el odio son dos emociones poderosas. Las personas matan a quienes aman a menudo. Yo no lo comprendo, pero sé que ocurre.

– Eso no es amor. Es otra cosa. -Se acercó al borde oscuro de la terraza y se agarró a la barandilla de madera. Al otro lado del lago, la luna empezaba a alzarse sobre las montañas y reflejaba una imagen perfecta en las aguas lisas-. Hasta que llegaste a la ciudad todo estaba enterrado en el pasado al que pertenece. Luego empezaste a hurgar y a husmear, y la gente de por aquí no puede dejar de hablar de ello. Lo mismo que cuando yo era niño.

Maddie se acercó a él y apoyó el trasero en la barandilla. Se cruzó de brazos y miró el perfil oscuro de su rostro. Estaba tan cerca que la mano de Mick descansaba junto a ella sobre la barandilla.

– Salvo en tu casa, supongo que el tema de tu padre y tu madre solía comentarse mucho.

– Y que lo digas.

– ¿Por eso te peleabas tanto?

Mick la miró a los ojos y sonrió débilmente.

– Quizá era solo que me gustaba pelear.

– O tal vez no te gustaba que la gente dijera cosas feas de tu familia.

– Crees que me conoces. Crees que has averiguado cómo soy.

Maddie encogió un hombro. Sí, lo conocía. En cierto sentido, imaginaba que habían vivido vidas paralelas.

– Creo que debe de haber sido un infierno vivir en una ciudad donde todo el mundo sabe que tu madre mató a tu padre y a su joven amante. Los niños pueden ser muy crueles. No es solo un cliché. Créeme, lo sé muy bien. Los niños son malos.

La brisa movió unas cuantas mechas de cabello hacia la mejilla de Maddie y Mick levantó una mano para apartárselas de la cara.

– ¿Qué te hacían? ¿No te elegían para jugar a la pelota?

– No me elegían para jugar a nada. Era un poco regordete.

Mick le colocó el cabello detrás de la oreja.

– ¿Un poco?

– Mucho.

– ¿Cuánto pesabas?

– No lo sé, pero en sexto grado me regalaron unas botas negras impresionantes. Tenía las pantorrillas tan grandes que no pude abrochármelas. Así que me las doblé hacia abajo y me engañé a mí misma pensando que todos creerían que así era como se suponía que se llevaban. Nadie se lo tragó y yo nunca volví a ponerme las botas. Ese fue el año en que empezaron a llamarme Cincinnati Maddie. Al principio estaba muy contenta de que ya no me llamaran Maddie la gorda. Luego descubrí por qué me llamaban así y no estuve tan contenta. -A través del oscuro espacio que los separaba, Mick enarcó una ceja interrogativa y ella explicó-: Decían que yo estaba tan gorda porque me había comido Cincinnati [8].

– Pequeños cabrones. -Mick bajó la mano-. No me extraña que tengas tan mal genio.

¿Tenía mal genio? Tal vez.

– ¿Qué excusa tienes tú?

Notó que Mick le acariciaba el rostro con la mirada durante unos instantes antes de responder.

– Yo no tengo mal genio.

– Ya -se burló.

– Bueno, no lo tenía hasta que tú llegaste a la ciudad.

– Mucho antes de que yo me mudara a esta ciudad, tú ya se las hacías pasar moradas al sheriff Potter.

– Crecer en esta ciudad a veces era un infierno.

– Me lo imagino.

– No, no te lo imaginas. -Respiró hondo-. La gente se ha preguntado toda mi vida si yo iba a perderme como mi madre y matar a alguien. O si crecería para ser como mi padre. Para un niño es muy duro vivir con eso.

– ¿Alguna vez te preocupa eso?

Mick sacudió la cabeza.

– No, nunca. El problema de mi madre, uno de sus problemas, era que nunca debió haber soportado a un tipo que la engañaba constantemente. Y el problema de mi viejo era que nunca debió casarse.

– ¿Así que tu solución es evitar el matrimonio?

– Exacto. -Se sentó a su lado en la barandilla y la cogió de la mano-. Igual que tú resolviste el problema de sobrepeso evitando los hidratos de carbono.

– Eso es distinto. Yo soy una hedonista y tengo que evitar algo más que los hidratos de carbono.

En aquel momento, su naturaleza hedonista notaba el calor de la mano de Mick que le subía por el brazo hasta el pecho.

– También evitas el sexo.

– Sí, y si abandono la abstinencia en cualquiera de estos dos ámbitos, podría volverme horrible.

– ¿Cómo de horrible?

De repente Mick estaba demasiado cerca y ella se puso de pie.

– Me atiborraría.

– ¿De sexo?

Intentó apartar la mano, pero él no la soltaba.

– O de hidratos de carbono.

Mick puso la otra mano en su cintura.

– ¿De sexo?

– Sí.

La blanca y seductora sonrisa de Mick centelleó a través de la oscuridad que los separaba.

– ¿Cómo de horrible te volverás?

La atrajo hacia sí despacio hasta sujetarla entre sus muslos.

La calidez de la mano, el contacto con los muslos y la sonrisa pícara de Mick se unían en una conspiración para atraerla, arrebatarle la voluntad para resistir y hacerle abandonar la abstinencia de inmediato. Notaba los senos pesados, la piel tensa y el incesante dolor que Mick había creado la primera vez que la besó le golpeaba ahora de un modo agudo, punzante y abrumador.

– No quieras saberlo.

– Sí -dijo-. Creo que sí quiero saberlo.

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[8] El menosprecio hace referencia a la canción «La cucaracha que se comió Cincinnati» («The Cockroach That Ate Cincinnati»). Cincinnati, Ohio, es una ciudad enorme, que creció muy rápidamente en el corazón de Estados Unidos. (N. de la T.)