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Por la mañana, cuando se despertó, estaba sola. Tal como ella quería; sin ataduras, sin compromiso, sin exigencias. Mick ni siquiera se había despedido.

Se puso de costado y miró las sombras de la mañana que jugaban en la pared. Colocó la mano en el hueco de la otra almohada y apretó los dedos hasta cerrarla en un puño. Era mejor así.

Aunque nunca le contase quién era ella, aunque se fuera de la ciudad y nunca volviera a poner los ojos en él, él acabaría descubriéndolo. Lo descubriría cuando el libro se publicara.

Sí, era mejor que se hubiera marchado sin despedirse. Una noche ya era demasiado; más habría sido imposible.

Capítulo 12

La voz de Trina Olsen-Hays llenó el despacho de Maddie mientras ella tomaba notas en unas fichas, con la intención de poner cierto orden en la conversación que salía de la grabadora. Cuando acabó de transcribir la información pertinente, las barajó y las mezcló con las demás fichas que había tomado, con el fin de establecer una cronología que colgaría en las paredes de su despacho. En su primer libro había aprendido que era más fácil organizar las cosas si estaban escritas en fichas, en lugar de tenerlas en folios.

Al cabo de una hora de escribir notas, apagó la cinta y se reclinó hacia atrás en la silla. Bostezó llevándose los brazos a la cabeza. Era domingo e imaginaba que los ciudadanos de Truly estaban a punto de salir de la iglesia. A Maddie no la habían educado en ninguna religión. Como había ocurrido con la mayoría de las cosas de su adolescencia, Maddie había asistido a la iglesia arrastrada por los veleidosos caprichos de su tía o por de uno de sus «programas». Si la tía abuela Martha veía un episodio de 60 Minutos sobre la religión, le entraba preocupación porque tal vez estaba descuidando su trabajo en lo referente a Dios y llevaba a Maddie a una iglesia cualquiera para convencerse, de camino a casa, de que había sido una buena guardiana. Después de algunos domingos, Martha se olvidaba de la iglesia y de Dios y se preocupaba por cualquier otra cosa.

De haber tenido que elegir una religión, lo más probable era que Maddie hubiera elegido el catolicismo. Si más no, por las vidrieras, las cuentas del rosario y la Ciudad del Vaticano. Maddie había visitado el Vaticano hacía unos años y le había parecido imponente, incluso para una infiel como ella, pero si se hacía católica tendría que ir a la iglesia y confesar los numerosos pecados carnales que había cometido con Mick Hennessy. Si entendía bien en qué consistía la confesión, tendría que sentirse arrepentida, pero no era así. Lo de mentir a un sacerdote podía pasarlo, pero a Dios no había quien lo engañara.

Maddie se puso en pie y se dirigió al salón. La noche anterior había pasado un buen rato con Mick. Habían practicado el sexo, sexo del bueno, y ahora se había acabado. Sabía que debería sentirse mal por no haberle dicho que su madre era Alice Jones, pero lo cierto era que no era así. Bueno, tal vez un poco, pero no tanto como habría debido. Podía sentirse peor si tenía algún tipo de relación con Mick, pero no la tenía. Ni siquiera una amistad, y si se encontraba mal por algo era porque ella y Mick nunca podrían ser amigos. Le habría encantado, no solo por el sexo, sino porque él le gustaba.

Se acercó a los ventanales y miró el lago. Pensaba en Mick, en su hermana y en su insistencia en que no hablara con Meg. ¿Por qué? Meg era una mujer adulta. Una madre divorciada que cuidaba de ella misma y de su hijo. ¿Qué temía Mick que sucediera?

– Miau.

Maddie bajó la vista. Al otro lado de la puerta de cristal había un gatito. Era muy blanco y tenía un ojo azul y otro verde. La cabeza parecía demasiado grande para el cuerpo, como si fuera un poco deforme.

– Vete a casa -le dijo señalándolo.

Odiaba a los gatos. Los gatos eran criaturas asquerosas. Te hacían trizas la ropa, arañaban los muebles con las uñas y dormían todo el día.

– Miau.

– Olvídalo.

Se volvió y se dirigió al dormitorio. Las sábanas, las fundas de las almohadas y el edredón de plumas estaban tirados en el suelo en un montón, las cogió y las llevó al lavadero, que estaba al lado de la cocina. Necesitaba sacar de su casa cualquier cosa que le recordara a Mick. Ni huellas en las almohadas, ni envoltorios de condones vacíos en la mesita de noche. Mick era un pastel de queso y no podía tener nada alrededor que le recordara lo mucho que le gustaba, y echaba de menos, el pastel de queso. Sobre todo cuando era tan bueno que había llegado al coma la noche anterior.

Metió las sábanas y las fundas de las almohadas en la lavadora, añadió jabón y la puso en marcha. Mientras cerraba la tapa, sonó el timbre y notó en el estómago una especie de levedad y de peso al mismo tiempo. Solo había una persona que llamara a su timbre. Intentó ignorar la sensación del estómago y el súbito acelerón del ritmo cardíaco, mientras se dirigía a la parte delantera de la casa. Se miró la camiseta verde Nike y los pantalones cortos negros. Eran viejos y cómodos; no precisamente el tipo de prendas que inspiran deseo, pero tampoco lo inspiraban la sudadera y los pantalones que llevaba la noche anterior y a Mick no le había importado.

Ojeó por la mirilla, pero no era Mick. Meg estaba en el porche, con gafas oscuras, y Maddie se preguntó cómo sabía dónde vivía. Tal vez gracias a Travis. También se preguntó qué podía querer Meg un domingo por la mañana. La respuesta obvia era que quería hablar con Maddie sobre el libro, pero Meg se parecía tanto a su madre que se le ocurrió otra cosa: había ido buscando algún tipo de confrontación. Maddie se preguntaba si debía sacar la Taser, pero habría estado feo disparar a Meg una descarga de cincuenta mil voltios solo por ir a hablar de algo que había ocurrido veintinueve años atrás. No habría sido de buena educación, sino más bien contraproducente, porque quería oír lo que Meg tuviera que decirle. Maddie abrió la puerta.

– Hola, Madeline. Espero no molestar -empezó Meg-. Acabo de dejar a Pete en la casa de al lado y me preguntaba si querrías hablar conmigo un momento.

– ¿Los Allegrezza han vuelto tan pronto?

– Sí. Volvieron a casa esta mañana.

Una ligera brisa jugaba con las puntas del cabello oscuro de Meg; no parecía agitada ni trastornada, y Maddie se retiró para dejarla pasar.

– Adelante.

– Gracias.

Meg se colocó las gafas en la coronilla y entró. Llevaba una falda caqui y una blusa negra de manga corta. Se parecía tanto a su madre que daba un poco de impresión, pero se suponía que Maddie no era quién para juzgarla por el comportamiento de su madre, igual que la gente no era quién para juzgar a Maddie por el de la suya.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó Maddie mientras las dos entraban en el salón.

– ¿Estuvo mi hermano aquí anoche?

Las piernas de Maddie flaquearon una fracción de segundo antes de seguir cruzando el salón. Cuando se preguntó qué había traído a Meg hasta su porche, no se le ocurrió que quisiera hablar de su encuentro sexual. Tal vez al fin y al cabo iba a necesitar la Taser.

– Sí.

Meg suspiró.

– Le dije que no viniera. Soy una adulta y puedo ocuparme de mí misma. Le preocupa que si hablo contigo de mamá y papá, me ponga mal.

Maddie sonrió aliviada.

– Por favor, siéntate -le dijo indicándole el sofá-. ¿Quieres beber algo? Me temo que solo tengo Coca-Cola light o agua.

– No, gracias. -Meg se sentó y Maddie ocupó el sillón-. Siento que Mick creyera necesario venir a tu casa y pedirte que no hablases conmigo.

Hizo más que eso.

– Igual que tú, yo también soy adulta y no acepto órdenes de tu hermano. -Salvo cuando se habían metido en la bañera y él le había mirado con aquellos preciosos ojos y le había dicho: «Ven, siéntate en mi regazo».

Meg dejó el bolso sobre la mesa del café.