Sobre la mesita de café que estaba delante del sofá de terciopelo se amontonaban los documentos de la investigación junto a una vieja fotografía de veinticuatro por diecisiete en un marco de plata. Cogió la foto y miró la cara de su madre, el cabello rubio, los ojos azules y la amplia sonrisa. Había sido tomada unos meses antes de que Alice Jones muriera. Una foto de una mujer feliz de veinticuatro años, tan radiante y viva…, pero, al igual que la fotografía amarilleada por el tiempo en aquel marco caro, también la mayoría de los recuerdos de Maddie se habían desvanecido. Recordaba retazos de esto y fragmentos de aquello. Conservaba el vago recuerdo de observar a su madre maquillarse y cepillarse el pelo antes de ir a trabajar. Recordaba su maleta azul Samsonite y la recordaba trasladándose de un lugar a otro. A través del deslavazado prisma de veintinueve años, conservaba un débil recuerdo de la última vez que su madre había metido las maletas en el Chevrolet Maverick, del trayecto de dos horas que habían hecho en dirección norte, rumbo a Truly, y de que se habían mudado a una casa-caravana con una raída alfombra naranja.
El recuerdo más nítido que Maddie tenía de su madre era el olor de su piel. Olía a loción de almendras. Pero sobre todo recordaba la mañana en que su tía abuela había llegado al recinto de caravanas para decirle que su madre había muerto.
Maddie volvió a dejar la foto en la mesa y se dirigió a la cocina. Sacó una Coca-Cola light de la nevera y la destapó. Martha siempre decía que Alice era inconstante, que revoloteaba como una mariposa de sitio en sitio, de hombre en hombre, a la caza de algún lugar al que pertenecer, en busca del amor. Encontraba las dos cosas durante un tiempo, y luego continuaba el viaje hasta el próximo sitio o el nuevo hombre.
Maddie bebió de la botella, luego volvió a taparla. No se parecía en nada a su madre. Ella sabía cuál era su lugar en el mundo. Estaba cómoda consigo misma siendo quien era y, por supuesto, no necesitaba un hombre que la amara. De hecho, nunca había estado enamorada. No de esa manera romántica de la que su buena amiga Clare escribía para ganarse la vida. Y no de la manera estúpida y enloquecida que había gobernado, y al final arrebatado, la vida de su madre.
No, Maddie no sentía ningún interés por encontrar el amor de un hombre. Su cuerpo era otro cantar y quería un novio de vez en cuando. Un hombre que apareciera unas cuantas veces a la semana para tener relaciones sexuales. No tenía que ser un gran conversador. ¡Caray!, ni siquiera tenía que sacarla a cenar. Su hombre ideal se limitaría a llevarla a la cama y luego se largaría, pero había dos problemas para encontrar el hombre ideal. Uno: cualquier hombre que solo quisiera sexo de una mujer probablemente era un gilipollas. Y dos: era difícil encontrar un hombre dispuesto, que fuera bueno en la cama en lugar de creerse bueno en la cama. La tarea de conocer hombres para dar con lo que quería se había convertido en tal fastidio que se había rendido hacía cuatro años.
Cogió el cuello de la Coca-Cola con dos dedos y salió de la cocina. Las chancletas le golpeaban la planta del pie mientras atravesaba el salón y pasaba por delante de la chimenea de camino hacia el despacho. El ordenador portátil se encontraba sobre un escritorio en forma de ele situado contra la pared y Maddie encendió la lámpara que estaba sujeta con una pinza a la repisa de su escritorio. Dos bombillas de sesenta vatios iluminaban una montaña de diarios, su ordenador portátil y sus notas adhesivas donde apuntaba la innumerable lista de cosas que tenía pendientes. En total había diez diarios de diversas formas y colores. Rojos, azules, rosas. Dos de los diarios tenían llave, y uno de los otros no era más que una libreta de espiral amarilla con la palabra «Diario» escrita en rotulador negro. Todos ellos habían pertenecido a su madre.
Maddie dio un golpecito a la botella de Coca-Cola light contra su muslo mientras contemplaba el libro blanco que estaba encima del montón. No conoció su existencia hasta la muerte de su tía Martha, hacía pocos meses. No creía que Martha se los hubiera quedado a propósito, lo más probable era que tuviera la intención de dárselos a Maddie algún día pero se hubiera olvidado por completo. Alice no había sido la única mujer inconstante en el árbol genealógico de los Jones.
Como única pariente viva de Martha, le había correspondido a ella ordenar sus asuntos, asistir a su funeral y vaciar la casa. Se las había arreglado para encontrar un hogar a los gatos de su tía y había planeado donar todo lo demás a la beneficencia. En una de las últimas cajas de cartón que revisó, encontró zapatos viejos, bolsos pasados de moda y una gastada caja de botas. Estuvo a punto de tirar la raída caja sin abrirla. Una parte de ella casi habría preferido haberlo hecho. Habría preferido ahorrarse el dolor de mirar dentro de la caja y notar que se le encogía el corazón. De niña había anhelado tener algo que la conectara con su madre. Alguna cosilla que pudiera tener y conservar. Soñaba con tener algo que sacar de vez en cuando y que la vinculara a la mujer que le había dado la vida. Se había pasado la infancia anhelando algo… algo que había estado al alcance de su mano, encima de un armario, todo el tiempo, y la esperaba dentro de una caja de botas vaqueras.
La caja contenía los diarios, el obituario de su madre y artículos de periódico sobre su muerte. También guardaba una bolsa de satén llena de joyas. La mayoría de ellas baratijas. Un collar de pedrería, varios anillos de turquesa, un par de pendientes de aros de plata y una pequeña pulsera rosa del St. Luke's Hospital con las palabras «Babé Jones» impresas.
Aquel día se quedó plantada en su antigua habitación, incapaz de respirar como si le fuera a estallar el pecho, sintiéndose otra vez una niña asustada y sola. Temerosa de alargar el brazo y establecer la conexión, pero al mismo tiempo emocionada de tener por fin algo tangible que había pertenecido a una madre que apenas recordaba.
Maddie dejó la Coca-Cola sobre la mesa y giró la silla de su despacho. Ese día se había llevado la caja de botas a casa y había colocado la bolsa de seda en el joyero. Luego se había sentado y se había puesto a leer los diarios. Los había leído de cabo a rabo, devorándolos en un día. Los diarios empezaban en el duodécimo cumpleaños de su madre. Algunos eran más grandes que otros y su madre había tardado más en llenarlos. A través de ellos había llegado a conocer a Alice Jones.
Había llegado a conocer a aquella niña de doce años que quería ser mayor para ser actriz como Anne Francis. A aquella adolescente que deseaba encontrar el verdadero amor en Amor a primera vista, y a aquella mujer que buscaba el amor en todos aquellos lugares equivocados.
Maddie había descubierto algo que la conectaba con su madre, pero cuanto más leía, más imposible le resultaba concentrarse. Había hecho realidad el deseo de su infancia, pero nunca se había sentido tan sola.
Capítulo 2
Mick Hennessy puso una goma a un fajo de billetes y lo colocó junto a un montón de recibos de tarjetas de crédito y de débito. El sonido del clasificador de monedas eléctrico situado encima de su mesa llenaba la pequeña oficina de la trastienda del bar de Mort. Todos menos Mick se habían ido a casa a dormir y él estaba cuadrando la caja antes de hacer lo mismo.
Mick llevaba en la sangre el negocio de los bares. Su abuelo fabricaba y vendía alcohol etílico barato durante la ley seca y abrió Hennessy dos meses después de que la Decimoctava Enmienda fuera revocada y en Estados Unidos volvieran a abrirse los grifos de los barriles. El bar había pertenecido a su familia desde entonces.
A Mick no le preocupaban demasiado los borrachos beligerantes, pero le gustaba el horario flexible que le permitía ser su propio jefe. No tenía que recibir órdenes ni responder ante nadie, y cuando entraba en uno de sus bares, experimentaba una sensación de propiedad que no había sentido con ninguna otra cosa en su vida. Sus bares eran bullangueros y caóticos, pero era un caos que él controlaba.