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Dejó la taza en la encimera y fue a la despensa a coger una bolsa de comida para gatos. En el suelo había un ratón muerto y Bola de nieve le olió la cola. Había quitado el veneno la noche en que decidió quedarse a Bola de nieve, pero eso no significaba que el ratón no se hubiera comido el veneno.

– No te lo comas o te pondrás enferma. -Cogió a Bola de nieve y la llevó al lavadero. Bola de nieve ronroneó y frotó la cabeza contra la barbilla de Maddie-. Y sé seguro que no has dormido en tu cama. He encontrado pelos blancos en la silla del despacho. -Puso a la gatita en la caja de Amazon y le sirvió comida en un platito-. No quiero ir por ahí con pelos blancos pegados en el culo.

Bola de nieve saltó de la caja y atacó la comida como si no hubiera probado bocado en una semana. La noche anterior Mick había salido del baño con una sonrisa petulante y satisfecha en los labios, y la gatita había saltado sobre él desde la alfombra y le había atacado una pierna.

– ¿Qué demonios? -había gritado dando saltos a su alrededor mientras Bola de nieve corría a esconderse debajo de la cama-. No puedo creerlo, me gasté la pasta comprándole a esa maldita criatura un collar.

Maddie se había reído y dio unos golpecitos en la cama al lado de donde estaba sentada.

– Ven aquí para que te haga sentir mejor después del ataque del gran gato malo.

Mick se había acercado a la cama y la había levantado hasta que ella estuvo arrodillada ante él.

– Me las pagarás por reírte de mí.

Y había cumplido su promesa durante toda la noche, y cuando se había levantado por la mañana, estaba sola otra vez. Le habría gustado despertarse y ver su cara, sus ojos azules mirándola, dormidos y saciados, pero era mejor de aquel modo. Mejor mantener las distancias, aunque aquella noche que habían compartido no podían haber estado físicamente más juntos.

Mientras Bola de nieve comía, Maddie cogió el ratón con un papel de cocina y lo tiró a la basura que estaba fuera. Llamó a un veterinario de la localidad y pidió hora para que visitara a Bola de nieve la primera semana de agosto. Las barras de muesli bajas en hidratos de carbono tenían marcas de dientes fuera de la caja, pero las barritas parecían estar bien. Estaba dándole un bocado a una cuando sonó el timbre.

A través de la mirilla vio a Mick, de pie en el porche, parecía que se había duchado y afeitado, se había relajado y puesto ropa cómoda: unos tejanos y una camisa a rayas desabrochada encima de una camiseta imperio. Intentó ignorar el cosquilleo que sentía en el estómago y abrió la puerta.

– ¿Qué tal has dormido? -preguntó mientras una sonrisa de complicidad le remarcaba los hoyuelos.

Abrió la puerta y Mick entró.

– Creo que eran las tres cuando por fin me desmayé.

– Eran las tres y media. -Maddie cerró la puerta-. ¿Dónde está tu gata? -preguntó Mick mientras entraba en la sala.

– Desayunando. ¿Te da miedo esa gatita?

– ¿Gatita o bola de pelo de Tasmania? -Soltó un bufido y sacó un ratón de juguete de un bolsillo del tejano-. Encontré esto para que se relaje. -Lo tiró en la mesa del café-. ¿Qué planes tienes?

Maddie planeaba trabajar.

– ¿Por qué?

– Pensé que podíamos ir al lago Redfish y comer algo.

– ¿Como si saliéramos juntos?

– Sí. -La cogió del cinturón de toalla y la atrajo hacia él-. ¿Por qué no?

Porque no estaban saliendo. No deberían siquiera haber tenido relaciones sexuales. No podían salir juntos por mucho cosquilleo que notara en el estómago o se le pusiera la carne de gallina.

– Tengo hambre y pensé que tú también. -Mick hundió la cabeza a un lado del cuello de Maddie y la besó.

Ella apartó la cabeza al otro lado.

– ¿Por qué al lago Redfish?

– Porque tienen un buen restaurante en el hotel y quiero pasar todo el día contigo. -Volvió a besarla en el cuello-. Di que sí.

– Tengo que vestirme. -Se zafó de la mano que le agarraba del cinturón y se dio media vuelta. Mientras entraba en el dormitorio preguntó a gritos-: ¿A cuánto queda el lago Redfish?

– A una hora y media -respondió Mick desde el umbral.

No esperaba que él la siguiera y le miró fijamente mientras se disponía a sacar unas bragas de un cajón. Mick se reclinó contra el marco de la puerta y siguió sus movimientos con la mirada, mientras ella sacaba unas bragas rosas. Era una mirada muy íntima, más íntima que cuando le besaba la cara interna de los muslos y los ojos se le ponían de un color azul muy sexy, íntima como si fueran una pareja y para él fuera normal ver cómo se vestía. Como si su relación fuera más de lo que en realidad era y más de lo que alguna vez sería. Como si hubiera alguna posibilidad de futuro. Maddie enarcó las cejas.

– ¿Te importa?

– No te vas a poner púdica ahora, ¿verdad? No después de anoche. -Ella seguía mirándole fijamente hasta que Mick suspiró y se alejó de la puerta-. Muy bien. Iré a buscar a tu gata zumbada.

Maddie observó cómo se marchaba e intentó no pensar en el futuro y en lo que nunca tendría lugar. Se recogió el cabello con una pinza y se miró al espejo mientras se ponía un poco de rímel y brillo de labios.

En la dura luz del día, tras haber saciado el deseo sexual y con las emociones firmemente bajo control, sabía que tenía que contarle que era Madeline Jones. Mick merecía saberlo.

La idea de contárselo le dio retortijones y se preguntó si realmente tenía que hacerlo. La noche anterior no había tenido demasiado tacto al mencionarle a otras mujeres. Era obvio que se había enfadado, pero lo cierto era que Mick Hennessy no era hombre de una sola mujer, como tampoco lo había sido su padre, ni su abuelo. Incluso aunque ahora mismo no saliera con nadie, se cansaría de Maddie. Antes o después se alejaría, así que ¿por qué decírselo ese día?

En cualquier caso, debería aclarar el bochornoso arrebato de la noche anterior. No era una mujer que llorase en el hombro de cualquiera. Quizá no había tenido una crisis de llanto a las que son propensas tantas mujeres, pero para ella era una pérdida de control vergonzosa, incluso al cabo de doce horas.

Cuando llevaban media hora de camino hacia Redfish, Maddie decidió aclararlo.

– Siento lo de anoche -dijo por encima de la música country que llenaba la cabina de la camioneta de Mick.

– No tienes por qué sentir nada. Fuiste un poco escandalosa, pero me gusta eso de ti. -Sonrió y la miró a través de las gafas de espejo azul antes de volver a fijar la atención en la carretera-. A veces, no entiendo todo lo que dices, pero te pones muy sexy cuando lo dices.

Maddie sospechó que no estaban hablando de lo mismo.

– Estaba hablando de que puse muy sentimental en Hennessy.

– ¡Ah! -Golpeó el volante con el pulgar, siguiendo el ritmo de una canción que hablaba de una mujer de acero-. No te preocupes.

A Maddie le habría gustado seguir el consejo de Mick, pero eso era difícil para ella.

– Me comporté como una de esas chicas que nunca querría ser. Una de ellas es la sentimental que llora a todas horas.

– No creo que seas una chica sentimental. -El aire de los respiraderos le despeinaba el cabello negro de la frente-. ¿Cuáles son las otras chicas?

– ¿Qué?

– Dijiste que hay chicas que nunca querrías ser. -Sin quitar los ojos de la carretera apagó el CD y habló en el repentino silencio de la cabina-. Una es la chica sentimental. ¿Cuáles son las otras?

– ¡Ah! -Contó con los dedos-. No quiero ser la chica estúpida, ni la que se toma dos copas y se vuelve putilla, ni la chica acosadora, ni la chica culo.

Mick se quedó un instante mirándola de manera interrogativa.

– ¿La chica culo?

– No me hagas explicártelo.

Mick volvió a mirar hacia la carretera y sonrió.

– Entonces ¿no estás hablando de una chica con un gran culo?

– No.

– Ah, entonces supongo que no debo…

– Olvídalo.