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– ¡Ah! -Francine parecía un poco desilusionada, claro que podía ser una falsa impresión creada por sus ojos-. Entonces supongo que el sheriff no va a reabrir la investigación y llamar al programa Caso abierto.

– No. No hay segundo sospechoso, ni episodio de Caso abierto, ni película y Colin Farrell no va a venir a la ciudad.

– Había oído que era Brad Pitt. -Francine escaneó el último artículo y le dio a la tecla de total.

– ¡Santo Dios! -Maddie le dio el dinero exacto y cogió la compra-. Brad Pitt -exclamó resoplando, mientras ponía las bolsas en el asiento de atrás.

Cuando llegó a casa le dio a Bola de nieve un pescado de colores vivos y se preparó la comida. Trabajó en la cronología del libro, escribió los acontecimientos tal como habían sucedido minuto a minuto, los ordenó y los pegó en la pared detrás de la pantalla de su ordenador.

A las diez de la noche, Mick la llamó y le pidió que se reuniera con él en Mort. Su reacción instintiva fue decir que sí. Era viernes por la noche y no le habría importado salir, pero algo la contuvo. Y ese algo tenía mucho que ver con la manera en que se le encogía el estómago en cuanto oía su voz.

– No me encuentro bien -mintió.

Necesitaba poner un poco de tiempo y distancia entre ellos. Darse un respiro. Un respiro de lo que se temía se estaba convirtiendo en algo más que sexo esporádico. Al menos para ella.

Podía oír la música amortiguada de la gramola de fondo competir con varias docenas de voces.

– ¿Estarás bien?

– Sí, me iré a la cama.

– Podría ir más tarde a ver cómo estás. No tenemos por qué hacer nada. Solo te traeré sopa y aspirinas.

Le gustó la idea.

– No, pero gracias.

– Te llamaré mañana al mediodía para comprobar cómo sigues -dijo, pero no lo hizo.

En lugar de llamarla apareció en el embarcadero, con una camiseta blanca de cerveza Pacífico, un bañador azul marino de talle bajo que ceñía sus caderas, capitaneando un Regal de seis metros y medio.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Mick mientras entraba en su casa por las puertas cristaleras de la terraza.

Se quitó las gafas de sol y Maddie miró a su cara tan atractiva.

– ¿En qué sentido?

– Anoche estabas enferma.

– ¡Ah! -Lo había olvidado-. No era nada. Ya estoy bien.

– Perfecto. -La atrajo contra su pecho y la besó en la cabeza-. Ponte el bañador y ven conmigo.

Maddie no preguntó adónde iban ni cuánto iban a tardar.

Mientras estuviera con Mick no le importaba. Se puso el bañador de una pieza y se ató un pañuelo azul con caballitos de mar rojos alrededor de la cadera.

– ¿Aún no te has cansado de mí? -le preguntó mientras caminaban hacia su barco amarillo y blanco.

Mick frunció el ceño y la miró como si la idea no se le hubiera aún pasado por la imaginación.

– No, aún no.

Mick le dio una vuelta por el lago y por algunas de las espectaculares cabañas que no se podían ver desde la carretera. Le ofreció a Maddie una Coca light de la nevera y sacó una botella de agua para él.

El sol implacable en lo alto del cielo despejado de agosto calentaba la piel de Maddie. Al principio era agradable, pero al cabo de una hora regueros de sudor le resbalaban por el canalillo que formaban los pechos y por la nuca. Maddie odiaba sudar. Era una de las razones por las que no hacía ejercicio. Nunca se creyó aquello de que «para presumir hay que sufrir». Creía firmemente en que «si no duele, es bueno».

Mick echó el ancla en Ángel Cove y se quitó la camiseta blanca.

– Antes de que los chicos Allegrezza urbanizaran esta zona, solíamos venir aquí a nadar cada verano. Mi madre nos traía y luego volvíamos conduciendo Meg o yo. -Se quedó en mitad del barco y miró la orilla arenosa, ahora salpicada de grandes casas y embarcaderos llenos de barcos y motos acuáticas-. Recuerdo muchos biquinis y aceite de bebé… también recuerdo que se me metía arena en el bañador y se me pelaba la nariz. -Se quitó las chanclas y se dirigió hacia la popa-. Aquellos sí eran buenos tiempos.

Maddie dejó caer el pañuelo de las caderas y le siguió. Se quedaron uno al lado del otro en la plataforma.

– La arena en el bañador no parece algo bueno.

Se echó a reír.

– No, pero Vicky Baley solía salir del agua con un biquini que se resbalaba y tenía aquella asombrosa delantera que…

Maddie le dio un empujón y, mientras se tambaleaba, la cogió de la muñeca y los dos acabaron en el lago.

– Uaaa, está fría -gritó Mick al salir a la superficie, mientras Maddie intentaba contener la respiración. El agua helada le robaba el aire de los pulmones y Maddie se agarró a la escalerilla de la popa del barco.

La risa serena de Mick se propagaba por la superficie ondulada mientras nadaba hacia ella.

Maddie se quitó el cabello húmedo de los ojos.

– ¿Qué te hace tanta gracia?

– Tú; te pusiste celosa de Vicky Baley.

– No estoy celosa.

– Aja. -Se sujetó al borde de la plataforma-. Su delantera no es tan buena como la tuya.

– Jolín, gracias.

Gotas de agua empezaron a caer de un mechón del cabello que le tocaba la frente y a resbalar por las mejillas de Mick.

– No tienes motivos para estar celosa de nadie. Tienes un cuerpo precioso.

– No tienes por qué decir eso. Mis pechos no son…

Mick le colocó un dedo en los labios.

– No hagas eso. No desprecies lo que siento como si solo te lo dijera para poder follar contigo, porque no es así. Ya he follado contigo y eres maravillosa.

Colocó la otra mano en la nuca de Maddie y le dio un beso en el que se fundieron las bocas ardientes y los labios fríos, las gotas de agua y las lenguas que se deslizaban suavemente. Cuando la besaba así, se sentía maravillosa.

– Anoche te eché de menos -dijo mientras se apartaba-. Me gustaría no tener que trabajar esta noche hasta tarde, pero tengo que hacerlo.

Lamió el sabor que él le había dejado en los labios y tragó saliva.

– Lo comprendo.

– Ya sé que lo comprendes. Creo que por eso me gustas tanto.

Mick le sonrió. Una sencilla curva en la boca que parecía de todo menos simple. A Maddie le perforaba el pecho y le robaba el aliento, y sabía que tenía problemas. Problemas de los grandes y graves, con aquel modo de decir las cosas que la hacía sentir como si se estuviera ahogando en los preciosos ojos de Mick. Maddie se dio un chapuzón y salió con la cabeza hacia atrás para apartarse el cabello de la cara.

– Los dos tenemos horarios intempestivos -dijo ella, y subió por la escalera. Se quedó en la popa del barco y se escurrió el agua del pelo-. Pero nos funciona porque somos noctámbulos y podemos dormir hasta tarde.

– Y porque tú me deseas. -Mick salió del agua.

Maddie le miró con el rabillo del ojo. Los músculos del pecho y la línea de vello húmedo que le recorría el abdomen y el vientre y desaparecía bajo la cinturilla del bañador.

– Es cierto.

– Y Dios sabe que yo también te deseo.

Levó el ancla y la puso en un compartimiento lateral. Luego fue hasta la silla del capitán y la miró mientras se ataba el pañuelo alrededor de la cintura.

– ¿Qué?

Mick sacudió la cabeza y puso en marcha el motor, la hélice empezó a girar con un sonido gutural. El barco cabeceó y Maddie ocupó el asiento del pasajero. Durante algunos segundos más, Mick la miró antes de apartar por fin la mirada y empujar la palanca hacia delante.

Maddie se sujetó el cabello con una mano mientras navegaban deprisa por el lago. Era imposible mantener una conversación, pero tampoco se le habría ocurrido qué decir. El comportamiento de Mick era un poco extraño. Creía que conocía la mayoría de sus expresiones. Sabía qué cara ponía cuando estaba enfadado, cuando intentaba seducirla y quería ser encantador y ciertamente sabía qué cara ponía cuando quería sexo. Estaba extrañamente silencioso, como si estuviera pensando en algo, y no dijo nada hasta que llegaron a la terraza después de veinte minutos.