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Más que el horario y la sensación de propiedad, a Mick le gustaba hacer dinero. Durante los meses de verano, ganaba dinero a espuertas de los turistas y de la gente que vivía en Boise y tenía cabañas en el lago de Truly.

La máquina de monedas cesó de contar y Mick puso los paquetes en fundas de papel. Vislumbró mentalmente la imagen de la mujer de cabellos oscuros y labios rojos. No le sorprendió haberse percatado de la presencia de Maddie Dupree a los pocos segundos de ponerse detrás de la barra. Lo que le habría sorprendido era lo contrario. Con aquella hermosa piel perfecta y aquellos seductores ojos castaños, era justo el tipo de mujer que le llamaba la atención. Ese pequeño lunar en la comisura de los carnosos labios le recordó el tiempo que hacía que no besaba una boca como la suya y luego continuaba descendiendo, por la barbilla y el cuello hasta todos los tiernos y dulces rincones.

Desde que había regresado a Truly hacía dos años, su vida sexual había sufrido más de lo que habría querido, lo cual era una mierda. Truly era una pequeña ciudad donde la gente iba a la iglesia los domingos y se casaba joven. Solían permanecer casados y si no, se esmeraban por volver a casarse muy deprisa. Mick nunca se liaba con mujeres casadas ni con aquellas que pensaran en el matrimonio. Ni se lo planteaba.

Y no es que en Truly no abundaran las solteras. Al tener dos bares en la ciudad, conocía a un montón de mujeres disponibles. Un buen porcentaje de ellas le hacían saber que estaban interesadas en algo más que en su carta de cócteles. Algunas conocían su vida y milagros, sabían las historias y los rumores, y creían conocerlo, pero no era así, o de otro modo habrían sabido que él prefería pasar el rato con mujeres que no lo conocieran ni conocieran su pasado, que ignoraran los sórdidos detalles de la vida de sus padres.

Mick metió el dinero y los recibos en bolsas de seguridad y las cerró con cremallera. El reloj de la pared de encima de su escritorio señalaba las dos y cinco. La última fotografía que le habían hecho a Travis en el colegio estaba sobre la mesa de roble barnizada; un niño con las mejillas y la nariz salpicadas de pecas. El sobrino de Mick tenía siete años, pero parecía que tuviera el doble y tenía demasiado de los Hennessy para su bien. La sonrisa inocente no engañaba a Mick ni por un segundo. Travis tenía el cabello negro, los ojos azules de sus antepasados y modales de salvaje. Si se le dejase campar a sus anchas, heredaría su querencia por las broncas, la bebida y las mujeres. Cada uno de esos rasgos por si solo no era necesariamente malo con moderación, pero la moderación le había importado un pepino a generaciones de Hennessy, y la combinación a veces había demostrado ser mortal.

Cruzó la oficina y dejó el dinero en el estante superior de la caja de seguridad, junto al listado de las operaciones de aquella noche. Cerró la pesada puerta, bajó el tirador de acero y giró la rueda. El ruido de la cerradura rompió el silencio de la pequeña oficina de la trastienda del bar de Mort.

Travis se las estaba haciendo pasar canutas a Meg, de eso no cabía duda, y la hermana de Mick no comprendía demasiado a los niños. No comprendía por qué los niños tiraban piedras, convertían en un arma todo lo que tocaban y se liaban a puñetazos sin motivo aparente. A Mick le tocaba hacer de mediador en la vida de Travis y ayudar a Meg a criarlo, con el fin de que el niño tuviera a alguien con quien hablar y que le enseñara a convertirse en un hombre bueno. No es que Mick fuera un experto ni un modelo ejemplar de lo que era un hombre bueno, pero tenía conocimiento de primera mano y alguna experiencia de lo que era ser un gilipollas.

Cogió unas llaves de encima de la mesa y salió de la oficina. Los talones de las botas contra el suelo de madera resonaron desmesuradamente fuerte en el bar vacío.

Cuando era niño, nunca tuvo a nadie con quien poder hablar y que le enseñara a ser un hombre. Le habían criado su abuela y su hermana, y lo tuvo que aprender solo. Con frecuencia de la manera más dura. No quería que a Travis le pasara lo mismo.

Mick apagó las luces y salió por la puerta de atrás. El aire fresco de la madrugada le acarició la cara y el cuello cuando metió la llave para cerrar el candado. En cuanto había acabado la secundaría, había salido de Truly para asistir a la Universidad Estatal de Boise en la capital. Pero después de tres años de actividades infructuosas y una actitud deplorable, se alistó en el ejército. En esa época, ver el mundo desde el interior de un carro de combate le pareció un plan muy inteligente.

Subió a la camioneta Dodge Ram que estaba aparcada junto al contenedor. Ciertamente había visto mundo. A veces más del que le gustaría recordar, aunque no desde el interior de un carro de combate. Lo había visto desde el aire, a miles de metros de altura, en la cabina de un helicóptero Apache. Había pilotado helicópteros para el gobierno de Estados Unidos antes de dejar el ejército y trasladarse a Truly. El ejército le había dado algo más que una buena carrera y la oportunidad de llevar una buena vida. Le había enseñado a ser un hombre de un modo que jamás habría aprendido viviendo en una casa con dos mujeres. Había aprendido cuándo tenía que ponerse firme y cuándo cerrar el pico. Cuándo luchar y cuándo salir corriendo. A distinguir lo importante de lo que no merecía que perdiera el tiempo.

Mick encendió el motor de la camioneta y esperó unos segundos a que el vehículo se calentara. Era el propietario de dos bares, y consideraba muy buena cosa haber aprendido a tratar con borrachos beligerantes y gilipollas de diversa calaña sin que fuera necesario empezar a repartir puñetazos y romper caras. Aparte de eso, poco más había conseguido. De joven se había metido en una pelea tras otra, y siempre iba de aquí para allí con un ojo morado y un labio hinchado. En aquella época no sabía cómo tratar con los gilipollas de este mundo. En aquella época se había visto obligado a vivir con el escándalo que sus padres habían generado. Había tenido que vivir con los murmullos que se levantaban cuando entraba en una habitación; las miradas de soslayo en la iglesia o en la tienda de comestibles Valley; las burlas de los demás chicos en la escuela o, lo que era peor, las fiestas de cumpleaños a las que no les invitaban ni a él ni a Meg. En aquella época todo lo resolvía con los puños. Meg, sin embargo, se había convertido en una niña retraída.

Encendió las luces de la camioneta y dio marcha atrás. Las luces traseras de la Ram iluminaron el callejón mientras miraba por encima del hombro y salía del aparcamiento. En una ciudad más grande, las promiscuas vidas de Loch y Rose Hennessy se habrían olvidado en pocos días. Habrían sido noticia de portada durante un día o dos y luego se habrían visto eclipsadas por algo más chocante, algo más importante de lo que hablar durante el café de la mañana. Pero en una ciudad del tamaño de Truly, donde el escándalo más jugoso solía tener que ver con actos tan infames como robar una bicicleta o con Sid Grimes, que cazaba furtivamente fuera de temporada, las licenciosas conductas de Rose y Loch Hennessy podían lograr que la ciudad hablara de ellos durante años. Especular y recrear cada detalle trágico se había convertido en uno de los pasatiempos favoritos de los lugareños, por ejemplo, durante los desfiles de las fiestas, el concurso de esculturas de hielo, y en la recaudación de fondos para las diversas causas de la ciudad. Pero, a diferencia de las carrozas emperifolladas y los programas de «simplemente di no a las drogas» a la salida del instituto, lo que todo el mundo parecía olvidar, o tal vez le importaba muy poco, era que entre los restos del naufragio del matrimonio de Rose y Loch se encontraban dos niños inocentes que intentaban sobrevivir.