Meg dejó la cafetera y apoyó una cadera en la encimera de la cocina.
– Puedo decirme eso a mí misma, pero no hará que me sienta mejor.
Steve colocó una mano en la mesa de la cocina y se levantó despacio.
– Sí lo hará, créeme.
– Tú no lo entiendes, es tan humillante…
– ¡Oh, entiendo mucho de humillaciones! Cuando volví de Irak, mi esposa estaba embarazada y todo el mundo sabía que el niño no era mío. -Steve se acercó a ella con una cojera apenas apreciable-. No solo tuve que afrontar la pérdida de una pierna y de mi esposa, sino que también tuve que aceptar que me había sido infiel con un colega mío del ejército.
– ¡Oh, Dios mío, lo siento, Steve!
– No lo sientas. Mi vida fue un infierno durante un tiempo, pero ahora está bien. A veces tienes que probar la hiel para apreciar el azúcar.
Meg se preguntó si aquello era algún tipo de refrán del ejército.
Steve le cogió la mano.
– Pero no puedes apreciar el azúcar hasta que sueltas toda la hiel. -Le acarició la cara interna de la muñeca con el pulgar y a Meg se le erizó el vello del brazo-. Lo que hicieron tus padres no tiene nada que ver contigo. Tú eras una niña. Lo mismo que el hecho de que mi esposa se acostara con mi colega no tiene nada que ver conmigo. En realidad, no. Si ella era infeliz porque me había ido, existían maneras más honestas de resolver la situación. Si tu madre era infeliz porque tu padre tenía líos amorosos, también había otras maneras de resolver eso. Lo que hizo mi esposa no fue culpa mía. Igual que lo que hizo tu madre no fue culpa tuya. No sé tú, Meg, pero yo no pienso pagar los torpes errores de los demás durante el resto de mi vida.
– Yo tampoco quiero.
Le apretó la mano y de algún modo Meg sintió ese apretón en el corazón.
– Entonces no lo hagas. -La atrajo hacia él y le puso la mano en el cuello-. De una cosa estoy seguro: de que no puedes controlar lo que los demás dicen y hacen.
– Pareces Mick. Él cree que no puedo superar el pasado porque habito en él. -Meg volvió la cara hacia la palma de la mano de Steve.
– Tal vez necesitas algo en tu vida que te aparte la mente del pasado.
Cuando estuvo casada con el padre de Travis, no dejaba que el pasado la importunara tanto como le molestaba aquellos días.
– Tal vez necesites a alguien.
– Tengo a Travis.
– Además de tu hijo. -Bajó la cara y habló muy cerca de los labios de ella-. Eres una mujer muy hermosa, Meg. Debería haber un hombre en tu vida.
Ella abrió la boca para hablar, pero no pudo recordar lo que iba a decir. Hacía bastante tiempo que un hombre no le decía que era hermosa. Mucho tiempo que no besaba a nadie más que a su hijo. Apretó la boca contra la de Steve y él la besó. Un beso cálido y delicado que pareció durar eternamente bañado por la luz del sol que se derramaba dentro de la cocina.
– Hace mucho tiempo que quería hacer esto -dijo Steve cuando acabó, cogiéndole la cara entre las rudas manos.
Meg se lamió el labio superior y sonrió. La hacía sentir hermosa y deseada. Algo más que una simple camarera, una madre y una mujer que rozaba los cuarenta.
– ¿Cuántos años tienes, Steve?
– Treinta y cuatro.
– Soy seis años mayor que tú.
– ¿Y eso es un problema?
Meg negó con la cabeza.
– Para mí no, pero podía serlo para ti.
– La edad no es un problema. -Deslizó las manos por la espalda de Meg y la atrajo hacia su pecho-. El problema será pensar en el modo de decirle a Mick que quiero a su hermana.
Meg sonrió y le abrazó. Sabía que había un montón de cosas que Mick se guardaba para sí. La más reciente: su relación con Maddie Jones.
– Deja que lo adivine solo.
Capítulo 17
Maddie estaba acurrucada en la cama. No tenía energía para levantarse. Se sentía agotada y vacía de todo salvo de la bola de arrepentimiento que se le había formado en el estómago. Se arrepentía de no habérselo dicho a Mick antes. Si le hubiera contado quién era en realidad la primera noche que entró en Mort, nunca habría aparecido en su puerta con trampas para ratones ni juguetes para gatos. Nunca le habría acariciado ni besado, y nunca se habría enamorado de él.
Bola de nieve subió a la cama y se acercó con mucho cuidado a la cara de Maddie.
– ¿Qué estás haciendo? -Le preguntó a la gata con la voz ronca de la emoción que la había consumido toda la noche-. Ya sabes que no me gusta el pelo de gato. Esto va completamente contra las reglas.
Bola de nieve avanzó muy despacio por debajo de las mantas, luego sacó la cabeza justo debajo de la barbilla de Maddie. Su pelo fino le hizo cosquillas en el cuello.
– Miau.
– Tienes razón. ¡A la mierda las reglas!
Acarició el pelo de la gata mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Había llorado tanto la noche anterior que le sorprendía que le quedara algo de agua en el cuerpo, que no estuviera deshidratada por completo y arrugada como una pasa.
Maddie se tumbó boca arriba y miró las sombras que se formaban en el techo. Podía haber vivido toda la vida siendo perfectamente feliz si nunca se hubiera enamorado. Habría sido feliz sin conocer jamás el torrente de dopamina, la angustia desgarradora y la desesperación de haber amado y haberlo perdido. Lord Tennyson se equivocaba; era mejor no haber amado. Maddie habría preferido no haberle amado, que amar a Mick y luego perderlo.
«No estoy herido -había dicho él-, estoy asqueado.» Podía aceptar el enfado e incluso el odio que vio en sus ojos, pero ¿el asco? Eso le dolió en lo más hondo. El hombre al que amaba, el hombre que no solo le acariciaba el cuerpo sino el corazón, estaba asqueado de ella. Saber cómo se sentía Mick le hacía querer acurrucarse y taparse la cabeza hasta que dejara de dolerle.
A eso de las doce empezó a dolerle la espalda, así que cogió a la gatita y una colcha y salió de la cama. Se tumbó con Bola de nieve en el sofá y se quedó viendo la televisión con la mente ausente todo el día e incluso por la noche. Hasta vio Kate y Leopold, una película que odiaba porque nunca había comprendido por qué una mujer en su sano juicio saltaría de un puente por un hombre.
Sin embargo, esta vez el hecho de que no le gustara la película no impidió que llorase como una Magdalena. Después de Kate y Leopold, vio reposiciones de Meerkat Manor y Project Runway. Cuando no lloraba por Leopold, los pobres Meerkat o los abominables pantalones de rockero de Jeffrey, pensaba en Mick. En lo que había dicho, la cara que había puesto al decirlo y en lo que le dijo de que su padre pensaba dejar a su madre por Alice. Alice estaba en lo cierto sobre los sentimientos de Loch. ¿Quién lo habría pensado? Maddie no, ni tampoco es que pensara en ello, pero dado el historial de Alice con los hombres, sobre todo con los hombres casados, y el historial de Loch con las mujeres, Maddie había descartado esa posibilidad.
El razonamiento de Rose sobre lo que había hecho era un caso típico de pérdida de control y de sensación de pérdida del yo. El típico mecanismo de «si yo no puedo tenerte, nadie más te tendrá» que tanto se había analizado, estudiado y repetido a través de la historia.
Era muy sencillo y lo había tenido delante de las narices todo el tiempo. Saber la verdad haría que le resultara más fácil escribir el libro, pero en el terreno personal, en realidad no cambiaba nada. Su madre seguía habiendo tomado una mala decisión que había acabado con su vida. Tres personas habían muerto y tres niños se habían quedado desconsolados. El motivo en realidad no importaba nada.
A eso de la medianoche se quedó dormida y se despertó a la mañana siguiente sintiéndose peor que nunca. Jamás había sido una quejica ni una llorona. Porque había aprendido a una tierna edad que quejarse y llorar y sentir lástima por uno mismo no llevaba a ninguna parte. Aunque continuara sintiéndose como un animal muerto en la carretera, desde el punto de vista emocional, se dio una ducha y se dirigió a su despacho. Quedarse allí tumbada sintiéndose fatal no le ayudaría a acabar el trabajo. Aquel era el inconveniente de escribir libros; ella era la única que podía hacerlo.