Tenía la cronología colgada en la pared y ya estaba todo listo. Se sentó y empezó a escribir:
A las tres de la tarde del nueve de julio, Alice Jones se puso una blusa blanca y una falda negra y se roció de perfume barato las muñecas; era el primer día de su nuevo trabajo en Hennessy y quería causar buena impresión. Hennessy había sido construido en 1925, durante la ley seca, y la familia había prosperado vendiendo alcohol etílico en la trastienda…
A eso de las doce, Maddie se levantó para preparar el almuerzo, dio de comer a Bola de nieve y cogió una Coca-Cola light. Estuvo escribiendo hasta la media noche, luego cayó rendida en la cama y se despertó a la mañana siguiente con Bola de nieve bajo las mantas y acurrucada bajo su barbilla.
– Esto es una mala costumbre -le dijo a su gata. Bola de nieve ronroneó, fue un sostenido parloteo amoroso, y Maddie no tuvo valor para echar a la gata de la cama.
Durante las semanas siguientes, Bola de nieve desarrolló otras malas costumbres. Insistió en dormir en el regazo de Maddie mientras ella escribía o pasearse por la mesa y jugar con los clips, bolígrafos y blocs de notas adhesivas.
Maddie se mantuvo ocupada, escribiendo diez horas al día, descansando de vez en cuando en la terraza trasera para notar el sol en la cara antes de volver al trabajo, hasta que caía rendida de cansancio en la cama. Durante aquellos momentos en los que no pensaba en su trabajo, su mente siempre volvía a Mick. Se preguntaba qué estaría haciendo, a quién estaría viendo. Él había dicho que no iba a pensar en ella, y le creía. Si había conseguido no pensar en el pasado, no pensar en ella le resultaría aún más fácil.
En las ocasiones en que su mente no estaba ocupada por el trabajo, recordaba las conversaciones que habían mantenido, la comida en Redfish y las noches que había pasado en su cama.
Le habría gustado poder odiar a Mick, e incluso que le desagradase. De haber podido, le habría resultado mucho más fácil. Intentaba recordar todas las cosas feas y malas que había dicho la noche en que le contó quién era ella, pero no podía odiar a Mick. Lo amaba y estaba bastante segura de que lo amaría siempre.
En el aniversario de la muerte de su madre, se preguntó si Mick estaría solo, recordando la noche que había cambiado sus vidas, si se sentiría triste y solo igual que ella. Cuando el reloj dio un minuto después de la medianoche, su corazón se hundió al darse cuenta de que había estado agarrándose a la minúscula brizna de esperanza de que apareciera en su porche. Pero no apareció y se vio obligada a aceptar otra vez que el hombre al que amaba no la correspondía.
El último día de agosto, se puso unos pantalones cortos caqui y una camiseta sin mangas y se llevó a Bola de nieve a su cita con el veterinario. Dejar a la gatita en las grandes manazas del doctor Tannasee le resultaba más traumático de lo que Maddie estaba dispuesta a admitir. No quiso hacer caso a la sensación de aprehensión que sintió al salir de la consulta sin la enloquecida, dentona y tramposa bola de pelo blanco y se vio obligada a afrontar un hecho impensable. De algún modo, Maddie se había convertido en una persona amante de los gatos.
Cuando regresó, la casa le pareció intolerablemente silenciosa y vacía, y se obligó a trabajar unas cuantas horas antes de salir a la terraza para hacer una pausa al aire libre y tomar el sol. Se sentó en un sillón Adirondack y orientó la cabeza hacia el sol. Los vecinos de al lado, los Allegrezza, estaban en su terraza, riendo, hablando y preparando una barbacoa.
– Maddie, ven a ver a las gemelas -le gritó Lisa.
Maddie se levantó e hizo inventario rápidamente, pero no vio ni rastro de un Hennessy. Las chancletas negras le azotaban los pies mientras cruzaba la corta distancia que le separaba de la casa de los vecinos.
Envueltas como burritos, las dos en el mismo cochecito de bebés, a la sombra de un gran pino ponderosa, Isabel y Lilly Allegrezza dormían, ajenas al barullo que las rodeaba. Las niñas tenían el cabello negro brillante, como su padre, y las caras más delicadas que Maddie había visto en su vida.
– ¿A que parecen muñequitas de porcelana? -preguntó Lisa.
Maddie asintió.
– Son tan pequeñinas…
– Ahora las dos pesan algo más de dos kilos trescientos -dijo Delaney-. Son prematuras, pero gozan de perfecta salud. Si hubiera habido la más mínima duda, Nick las habría traído a casa en una burbuja esterilizada. -Miró a su marido, que se estaba ocupando de la parrilla junto con Louie. Bajó la voz y añadió-: Compra todos los chismes habidos y por haber. El libro sobre bebés que he comprado llama a esto «hacer el nido».
Lisa se echó a reír.
– ¿Quién iba a pensar que se pondría a hacer el nido?
– ¿Estáis hablando de mí? -preguntó Nick a su esposa.
Delaney miró hacia la parrilla y sonrió.
– Solo les estaba diciendo lo mucho que te quiero.
– Aja.
– ¿Cuándo vas a volver a trabajar? -le preguntó Lisa a su cuñada.
– Abriré el salón el mes que viene.
Maddie miró a Delaney y su liso cabello rubio cortado recto por encima de los hombros.
– ¿Un salón de peluquería?
– Sí. Tengo el salón de Main. -Delaney miró el cabello de Maddie y añadió-: Si necesitas un corte de pelo antes del mes que viene, dímelo e iré con las tijeras. Hagas lo que hagas, no vayas al Hair Hut de Helen. Te freirá el pelo y hará que parezcas salida de un vídeo malo de rock de los ochenta. Si quieres conservar el pelo, ven a mí.
Lo cual explicaba por qué la mitad de la ciudad llevaba el cabello frito y tan mal cortado.
Se abrió la puerta de atrás y aparecieron Pete y Travis, cada uno con un panecillo para perritos calientes en la mano. Esperaron con paciencia a que Louie les pusiera una salchicha en cada panecillo y Nick les puso un chorro de ketchup. Al ver a Travis, Maddie se acordó de su tío. Se preguntó dónde andaría Mick, y si era probable que apareciera. Si aparecía, ¿llegaría solo o con una mujer del brazo, una de esas que esperaban de Mick más de lo que podía darles? Le había dicho que la amaba, pero no le creía. Como tan dolorosamente había aprendido, el amor no desaparece solo porque no quieras pensar en ello.
– Hola, Travis, ¿cómo estás? -preguntó mientras él se acercaba.
– Bien. ¿Y tu gato?
– Hoy está en el veterinario, por eso mi casa está tan tranquila.
– ¡Ah! -Entornó los ojos para evitar el reflejo del sol al levantar la mirada-. Yo voy a tener un perro.
– ¡Oh! -Recordó lo que Meg había dicho de regalarle un cachorro a Travis-. ¿Cuándo?
– Algún día. -Dio un bocado al perrito caliente y dijo-: Fui a pescar en el barco de mi tío Mick. Nos marcó una mofeta. -Tragó y luego añadió-: Estábamos navegando y te vimos, pero no te saludamos.
Claro que no. Se despidió y se fue a casa. La casa estaba demasiado tranquila y se fue a Value Rite Drug a hacer también ella un poco de nido. Ya era hora de que Bola de nieve tuviera un transportín como era debido y planeaba buscar una cama mejor para la gatita. Era obvio que la caja de Amazon no era la maravilla del diseño.
Pero Maddie no contaba con que la zona estuviera en plena celebración del día de los Fundadores. Recordaba vagamente haber visto algo sobre eso en algún sitio, pero lo había olvidado por completo. Tardó media hora en recorrer el trayecto desde su casa hasta Value Rite Drug, que normalmente era de diez minutos. El aparcamiento estaba lleno de coches de la feria de artes y oficios del día de los Fundadores, que se celebraba en el parque del otro lado de la calle.
Maddie tuvo que dar vueltas en círculo al aparcamiento como un buitre hasta que por fin encontró un lugar vacío. Normalmente no se habría molestado, pero se imaginó que tardaría otra media hora en llegar a casa.