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La parte más dura del libro no había sido revivir la muerte de su madre momento a momento, como siempre había pensado. Aquello había sido duro, sin duda, pero la parte más difícil había sido escribir el final y despedirse. Al escribir el libro se percató de que nunca se había despedido de su madre. Nunca había existido ningún tipo de cierre. Ahora lo había hecho, y se sentía como si una parte de su vida se hubiera acabado.

Concluyó el libro a mediados de octubre y acabó física y emocionalmente exhausta. Se derrumbó en la cama y durmió casi veinte horas. Cuando se despertó, sintió como si le hubieran quitado una espina del pecho. Una espina que ni siquiera sabía que la tuviera enterrada allí. Se había liberado del pasado cuando ni siquiera sabía que necesitaba liberarse.

Maddie dio de comer a Bola de nieve, luego se metió en la ducha. La gata aún tenía que dormir en la cama que Maddie le había comprado para ella. Le gustó el vídeo, pero el transportín nada en absoluto. Maddie había desistido de imponerle cualquier tipo de reglas. Bola de nieve parecía pasarse la mayor parte del tiempo durmiendo en el alféizar de la ventana o en el regazo de Maddie.

Se lavó el pelo, se frotó el cuerpo con un exfoliante que olía a melón y se preguntó qué iba hacer con su vida. Lo cual era una pregunta rara de verdad, si se paraba a pensarlo. Hasta que no había terminado el libro no se había dado cuenta de lo mucho que su vida había estado envuelta en el pasado. Había dictado su futuro sin que ni siquiera fuera consciente.

Tal vez se tomaría unas vacaciones en algún lugar cálido, solo se llevaría un bañador y unas chanclas y aterrizaría en una bonita playa. Tal vez Adele necesitara un descanso de su ciclo de citas fatídicas.

Mientras Maddie se secaba, pensó en Mick. Ella tenía treinta y cuatro años y era su primer amor verdadero. Siempre le amaría, aunque él no pudiera amarla, pero quizá había algo que podía hacer por él, podía hacerle el mismo regalo que se había hecho a ella.

Mick levantó la mirada de la botella que tenía en la mano hacia la mujer que entraba por la puerta principal. Dejó la Corona sobre la barra y la observó mientras avanzaba entre las mesas. El bar estaba bastante vacío, incluso para un lunes por la noche.

El pelo se le rizaba sobre los hombros como la primera vez que la vio, y llevaba un suéter negro holgado que ocultaba las maravillas de su cuerpo. Llevaba una caja debajo del brazo. No la había visto desde el día de los Fundadores, cuando le dijo que él no podía asumir la verdad sobre ella. Tenía razón. No podía, pero eso no significaba que no la echara de menos cada puto día. No significaba que no se la comiera con la mirada. Intentar olvidar no había funcionado. Nada había funcionado.

– Hola, Mick -dijo ella, por encima de Trace Adkins en la gramola. Su voz llegó hasta él como coñac caliente.

– Maddie.

– ¿Puedo hablar contigo en privado?

Mick se preguntó si había ido a despedirse y cómo se sentiría al respecto. Asintió y los dos fueron a su oficina. El hombro de Maddie le rozó, añadiendo urgencia a la cálida mezcla que empezaba a propagarse por su carne. Deseaba a Maddie Jones. La deseaba con locura, quería saltar sobre ella y comérsela. Maddie cerró la puerta y las ganas aumentaron. Se colocó detrás de la mesa, lo más alejado de ella posible.

– Tal vez tendrías que dejar la…

– Por favor, déjame hablar -le interrumpió levantando la mano-. Tengo algo que decirte y luego me iré. -Tragó saliva con dificultad y le miró directamente a los ojos-. La primera vez que recuerdo haber tenido miedo fue a los cinco años. No voy a hablarte del miedo que se tiene a Halloween o al coco. Estoy hablando de un miedo mortal.

»Un ayudante del sheriff me despertó para decirme que mi tía abuela venía a buscarme y que mi madre había muerto. No entendí lo que había pasado. No entendí por qué mi madre se había ido, pero supe que nunca volvería. Lloré tanto que vomité en el asiento trasero del Cadillac de mi tía abuela Martha.

Él también recordaba aquella noche. Recordaba el asiento trasero del coche de policía y a Meg sollozando a su lado. ¿Qué sentido tenía recordarlo?

– Cuando te conocí -prosiguió ella-, no esperaba que me gustases, pero me gustaste. En realidad no esperaba que me gustaras tanto que acabara en la cama contigo, pero lo hice. No esperaba enamorarte de ti, pero me enamoré. Sabía desde el principio que tenía que habértelo dicho en cien ocasiones distintas. Sabía que era lo que debía hacer, pero también sabía que te perdería si te lo contaba. Sabía que cuando te lo contara, tú me dejarías y nunca volverías. Y eso es lo que sucedió.

Maddie dejó una caja de papel Xerox encima de su mesa.

– Quería que tuvieras esto. Para escribir este libro me trasladé a Truly, y quiero que lo leas. Por favor. -Miró la caja-. El disco está dentro, y lo he borrado de mi ordenador. Es la única copia. Haz lo que quieras con las dos cosas. Tíralos, aplástalos con tu furgoneta o quémalos en una hoguera. De ti depende.

Volvió a mirarlo con sus ojos castaños firmes y serenos.

– Espero que algún día puedas perdonarme. No porque personalmente necesite tu perdón, que no lo necesito, sino porque he aprendido algo en los últimos meses, y es que solo porque te niegues a reconocer algo, te niegues a mirarlo o a pensar en ello, no significa que no esté allí, que no te afecte ni afecte a las elecciones que haces en tu vida.

Se humedeció los labios.

– Yo he perdonado a tu madre. No porque la Biblia me diga que debo perdonar. Supongo que no soy una buena cristiana, porque no soy tan magnánima. La perdono porque, al perdonarla, me libero de la rabia y la amargura del pasado, y eso es lo que quiero para ti.

»He pensado en lo que he hecho desde que me trasladé a Truly, y lamento haberte hecho daño, Mick, pero no lamento haberte conocido, ni haberme enamorado de ti. Amarte me ha roto el corazón y me ha causado dolor, pero me ha convertido en mejor persona. Te quiero, Mick, y espero que algún día encuentres a alguien a quien puedas amar. Te mereces más que una vida con una serie de mujeres que te importan muy poco y a las que tampoco importas demasiado. Amarte me ha enseñado eso. Me enseñó cómo es amar a un hombre, y espero que algún día pueda encontrar a alguien que me ame de esa manera que tú no puedes, porque me merezco más que una serie de hombres a los que en realidad les importo muy poco. -Repasó el rostro de Mick con la mirada y volvió a mirarle a los ojos-. He venido esta noche a darte el libro y porque quería decirte adiós.

– ¿Te vas? -Supo cómo se sentiría al decirle adiós.

– Sí. Tengo que irme.

Era mejor que se fuera, daba lo mismo que se sintiera como si volviera a arrancarle el corazón del pecho.

– ¿Cuándo?

Maddie se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta.

– No lo sé. Pronto. -Miró por encima del hombro una última vez y dijo-: Adiós, Mick. ¡Que tengas una buena vida!

Se marchó y lo dejó con el olor de su piel en el aire y un gran vacío en el corazón. La chaqueta roja que llevaba la noche en que entró en su oficina con un vestido sin espalda aún colgaba de una percha detrás de la puerta. Sabía que aún olía a fresas.

Se sentó en la silla e inclinó la cabeza hacia atrás. Pensó en el viejo borracho de Reuben Sawyer, que llevaba tres décadas sentado en un taburete de bar, triste, patético e incapaz de superar el dolor por la pérdida de su esposa. Mick no era tan patético, pero comprendía al viejo Reuben como no lo había comprendido antes de amar a Maddie Jones. El aún no empinaba el codo. Tenía dos bares y sabía adónde llevaba ese camino, pero se había metido en alguna que otra pelea. Pocos días antes de ver a Maddie en el parque, había sacado de Mort a los chicos Finley de una patada en el culo. Normalmente llamaba a la poli para que se ocupara de ese surtido de gilipollas y lerdos pirados, pero aquella noche se encargó él mismo de Scoot y de Wes. Nadie había acusado nunca a los Finley de ser listos, pero eran pendencieros y el camarero tuvo que ayudar a Mick a echarlos a empellones al callejón, donde prosiguió una demoledora batalla campal. De esas de las que Mick no disfrutaba desde secundaria.