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Puso una marcha y salió del callejón a una calle poco iluminada. Buena parte de sus recuerdos de infancia estaban ya viejos, desdibujados y, por suerte, olvidados. Otros eran tan vividos que podía recordar hasta el más mínimo detalle, como la noche en que a Meg y a él les despertó el sheriff del condado, les dijo que cogieran sus pocas pertenencias y se los llevó a casa de su abuela Loraine. Recordaba estar sentado en el asiento trasero del coche patrulla en camiseta, calzoncillos y zapatillas deportivas, aferrado a su camión Tonka, mientras Meg, que se hallaba a su lado, lloraba como si el mundo hubiera llegado a su fin. Y así era. Recordaba el ruido y las voces cargadas de adrenalina de la radio de la policía, y recordaba algo sobre que alguien tenía que comprobar lo de la otra niñita.

Dejando atrás las pocas luces de la ciudad, Mick condujo a través de la oscuridad durante tres kilómetros antes de entrar en una carretera sin asfaltar. Dejó atrás la casa donde él y Meg se habían criado tras la muerte de sus padres. Su abuela, Loraine Hennessy, había sido cariñosa y afectuosa a su modo. Velaba porque Meg y él tuvieran cosas como botas de invierno y guantes y siempre les atiborraba de comida casera, pero se olvidaba por completo de lo que realmente necesitaban: una vida lo más normal posible.

Su abuela se negó a vender la vieja granja donde él y Meg habían vivido con sus padres. Durante años estuvo abandonada en las afueras de la ciudad y se convirtió en un nido de ratones y un constante recordatorio de la familia que una vez la habitó. Nadie podía entrar en la ciudad sin verla, sin verla invadida por la maleza, sin ver la descascarillada pintura blanca y el tendedero combado.

Y de lunes a viernes, durante nueve meses al año, Mick y Meg se habían visto obligados a pasar por delante para ir al colegio. Mientras los demás niños del autobús charlaban sobre el último episodio de The Dukes of Hazzard o comprobaban el contenido de sus meriendas, él y Meg apartaban la cabeza de la ventanilla. Notaban un peso en el estómago y contenían la respiración pidiéndole a Dios que nadie se fijara en su vieja casa. Dios no siempre les complacía y en el autobús circulaba el último rumor que los niños habían oído sobre los padres de Mick.

El viaje en autobús al colegio había sido un infierno diario. Una tortura rutinaria, hasta una fría noche de octubre de 1986 cuando la granja ardió en una enorme bola de fuego anaranjada y se quemó por completo hasta los cimientos. Determinaron que el incendio había sido provocado y realizaron una investigación a fondo. Interrogaron a casi todos los habitantes de la ciudad, pero nunca pillaron a la persona responsable de rociar la casa con queroseno. Todo el mundo allí creía saber quién lo había hecho, pero nadie estaba seguro.

Tres años más tarde, después de la muerte de Loraine, Mick vendió la propiedad a los chicos Allegrezza y estuvo a punto de venderles también el bar de la familia, pero al final decidió volver y dirigirlo él mismo. Meg lo necesitaba. Travis lo necesitaba y, para su sorpresa, cuando volvió a Truly nadie hablaba ya del escándalo. Ya no le seguían las murmuraciones o, si lo hacían, él ya no las oía.

Aminoró la marcha y viró a la izquierda para entrar en el largo camino de casa y subir una colina asentada en la base del monte Shaw. Se había comprado una casa de dos plantas poco después de volver a Truly. Tenía unas fantásticas vistas de la ciudad y de las escarpadas montañas que rodeaban el lago. Aparcó en el garaje junto a su lancha de seis metros y medio y entró en la casa por el lavadero. La luz del despacho se había quedado encendida y la apagó al pasar. Atravesó el salón a oscuras y subió los escalones de dos en dos.

Durante la mayor parte del tiempo, Mick no pensaba en el pasado que tanto le había atormentado en su infancia. Truly ya no hablaba de ello, lo cual tenía maldita la gracia porque en aquellos días le importaba una mierda lo que la gente dijera o pensara de él. Entró en el dormitorio, que estaba en el otro extremo del pasillo, y caminó iluminado solo por la luz de la luna que se filtraba a través de las tablillas de las persianas de madera. Franjas de sombra y luz amortiguada le acariciaron la cara y el pecho mientras metía la mano en el bolsillo de atrás. Arrojó la cartera sobre el tocador y se quitó la camiseta, pero que a él el pasado le importara una mierda no quería decir que Meg lo hubiera superado. Tenía días buenos y días malos. Desde la muerte de su abuela los días malos abundaban y aquello no era vida para Travis.

La luz de la luna y las sombras se derramaban por la colcha verde y los macizos postes de roble de la cama de Mick. Dejó caer la camiseta a los pies, y luego cruzó la habitación. A veces le parecía que había sido un error volver a Truly. Se sentía como si estuviera varado en aquel lugar, incapaz de avanzar y no sabía por qué. Había comprado otro bar y estaba pensando en montar un servicio de helicóptero con su amigo Steve. Tenía dinero y éxito y se sentía de Truly junto con su familia, la única familia que había tenido. La única familia que probablemente tendría, pero a veces… a veces no podía librarse de la sensación de estar esperando algo.

El colchón se hundió cuando se sentó en el borde para quitarse las botas y los calcetines. Meg creía que lo que Mick necesitaba era una mujer agradable que se convirtiera en una buena esposa, pero él no se veía casado. Ahora no. Había tenido pocas relaciones buenas en su vida. Eran buenas hasta el momento en que dejaban de serlo. Ninguna había durado más de un año o dos. En parte porque él pasaba mucho tiempo fuera, pero sobre todo porque no quería comprar un anillo y dirigirse al altar.

Se levantó y se quitó los calzoncillos. Meg creía que a Mick le daba miedo el matrimonio porque el de sus padres había sido tan desastroso, pero no era cierto. Lo cierto era que no se acordaba tanto de sus padres. Tenía apenas unos pocos y vagos recuerdos de las excursiones familiares al lago y de sus padres haciéndose arrumacos en el sofá, de su madre llorando sentada a la mesa de la cocina, y de un viejo y pesado teléfono arrojado contra la pantalla del televisor.

No, el problema no eran los recuerdos de la jodida relación de sus padres. Nunca había amado lo bastante a una mujer para querer pasar el resto de su vida con ella. Lo cual no consideraba que constituyera ningún problema.

Retiró la colcha y se tumbó sobre las frías sábanas. Por segunda vez en aquella noche, pensó en Maddie Dupree, y se rió en la oscuridad. Se había comportado como una listilla, pero él nunca tenía en cuenta esto a una mujer. De hecho, le encantaban las mujeres capaces de plantar cara a un hombre, de dar lo mejor de sí mismas, sin necesitar un hombre que las cuidara, que no fueran dependientes, ni fueran lloronas, ni unas locas del carajo, las mujeres cuyo humor no oscilase como un péndulo.

Mick se volvió de costado y miró el reloj de la mesita de noche. Puso el despertador a las diez de la mañana y se preparó para disfrutar de sus buenas siete horas de sueño. Pero por desgracia, no lo consiguió.

A la mañana siguiente, el teléfono lo despertó de un sueño profundo. Abrió los ojos y los entornó contra el sol matutino que se derramaba sobre su cama. Miró en la pantallita quién era y cogió el teléfono inalámbrico.

– Espero que sea realmente importante -dijo, y apartó las sábanas de su cuerpo desnudo-. Te dije que no me llamaras antes de las diez a menos que fuera una emergencia.

– Mamá está trabajando y necesito unos petardos -le informó su sobrino.

– ¿A las ocho y media de la mañana? -Se sentó y se mesó el cabello-. ¿Está la canguro contigo?

– Sí. Mañana es Cuatro de Julio y no tengo ningún petardo.

– ¿Y ahora te das cuenta? -Pero aquel no era el fin de la historia; con Travis la historia nunca acababa ahí-. ¿Por qué no habéis ido a comprar petardos con tu madre? -Hubo una larga pausa y Mick añadió-: Puedes contarme la verdad porque se la voy a preguntar a Meg de todos modos.