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– Dijo que soy un malhablado.

Mick se levantó y los pies se le hundieron en una gruesa alfombra beige mientras cruzaba la habitación hacia la cómoda. Casi no se atrevía a preguntar.

– ¿Por qué?

– Bueno… volvió a hacer pastel de carne. Sabe que odio el pastel de carne.

No le podía echar la culpa al niño. Las mujeres de la familia Hennessy eran famosas por cocinar un pastel de carne asqueroso.

– ¿Y? -respondió tras abrir el segundo cajón de la cómoda.

– Le dije que sabía a mierda. Le dije que tú pensabas lo mismo.

Mick se detuvo en el acto de sacar una camiseta blanca y miró su reflejo encima de la cómoda.

– ¿Dijiste eso con todas las letras?

– Aja, y mamá dijo que me quedaría sin petardos, pero tú siempre dices esa maldita palabra.

Aquello era cierto. Se colgó la camiseta al hombro y se inclinó hacia delante para mirarse los ojos enrojecidos.

– Ya estuvimos hablando sobre qué palabras puedo decir yo y qué palabras puedes decir tú.

– Lo sé, pero se me escapó.

– Pues cuidado con lo que se te escapa.

Travis suspiró.

– Lo sé. Dije que lo sentía, aunque no era verdad. Como tú dices que debo decir a las niñas, incluso a las estúpidas. Aunque yo tenga razón y ellas estén equivocadas.

Aquello no era exactamente lo que él había dicho.

– No le contarías a Meg que yo había dicho eso. -Sacó unos tejanos del cajón y añadió-: ¿Verdad?

– Sí.

Mick no podía contradecir la orden de su hermana, pero al mismo tiempo no se podía castigar a un niño por decir la verdad.

– No puedo comprarte petardos si tu madre dice que no, pero veremos si podemos hacer algo.

Al cabo de una hora, Mick arrojaba una bolsa de petardos sobre el asiento trasero de la camioneta. Había comprado un pequeño paquete variado y también unas pocas bengalas y correcaminos del puesto Safe and Sane del aparcamiento de la ferretería Handy Man. No los había comprado para Travis, los había comprado para llevar a la barbacoa del Cuatro de Julio de Louie Allegrezza. Si alguien le preguntaba, ese era el cuento, pero dudaba que alguien le creyera. Como el resto de los residentes de la ciudad obsesionada por la pirotecnia, tenía una gran caja de fuegos artificiales ilegales esperando para ser encendidos sobre el lago. Los adultos no compraban en Safe and Sane a menos que tuvieran niños. Los fuegos artificiales legales era una especie de iniciación.

Pete, el hijo de Louie Allegrezza, y Travis eran compañeros de clase y, días atrás, Meg le había dado permiso para ir a la barbacoa con Mick si se portaba bien. La barbacoa era al día siguiente y Mick creía que Travis sería capaz de controlar su comportamiento un día más. Mick cerró la puerta de la camioneta y él y Travis cruzaron el aparcamiento hacia la ferretería.

– Si te portas bien, tal vez te deje prender una bengala.

– Tío… -Travis lloriqueó-. Las bengalas son para los niños pequeños.

– Con tu historial, tendrás suerte si no acabas en la cama antes de que se haga de noche. -La luz del sol centelleó en el corto cabello negro de su sobrino y en los hombros de su camiseta roja de Spiderman-. Últimamente parece que te cuesta mucho controlarte.

Abrió la puerta y saludó al propietario, que estaba detrás del contador.

– Meg aún está bastante enfadada con nosotros, pero tengo un plan.

Meg llevaba meses quejándose de que la tubería de debajo del fregadero de la cocina, goteaba. Si él y Travis le arreglaban el desagüe para que no tuviera que vaciar el agua con cacerolas, estaría de un humor más propenso a perdonarles, aunque con Meg, nunca se sabía… No siempre era la persona más dada al perdón.

Las suelas de las zapatillas deportivas de Travis dejaron marcas en el suelo al lado de las botas de Mick mientras caminaban por la sección de fontanería. La tienda estaba en silencio, salvo por una pareja que miraba mangueras de jardín y la señora Vaughn, su profesora de primer grado, que hurgaba en una caja de pomos de cajón. Siempre le sorprendía ver a Laverne Vaughn aún vivita y coleando. Debía de ser más vieja que Matusalén.

Mientras Mick cogía una tubería de PVC y unas arandelas de plástico, su sobrino cogió una pistola de silicona y apuntó hacia un comedero de pájaros, que estaba al final del pasillo, como si fuera una Magnum 45.

– No necesitamos eso -le dijo Mick mientras cogía cinta de teflón.

Travis disparó unas cuantas balas y dejó el arma en la estantería.

– Voy a mirar el ciervo -dijo, y desapareció por la esquina del pasillo.

Handy Man tenía una gran selección de animales de plástico para que la gente los pusiera en su jardín. Aunque a Mick se le escapaba por qué iba alguien a querer poner un animal de plástico cuando lo más probable era que uno de verdad se paseara por él.

Con la tubería bajo el brazo fue en busca de su sobrino, que no solía buscar líos, pero que, como la mayoría de los niños de siete años, parecía encontrarlos de todos modos. Paseó por la tienda echando un vistazo a cada estante abarrotado y se detuvo junto a un expositor de fregonas.

Una sonrisa de admiración masculina le curvó las comisuras de los labios. Maddie Dupree estaba en el pasillo seis con una caja de color amarillo fosforescente en las manos. Tenía el cabello castaño recogido con una de esas pinzas y parecía como si alguien le hubiera pegado un plumero en lo alto de la cabeza. Recorrió con la mirada su atractivo perfil, bajó por el cuello y los hombros y se detuvo en seco en su camiseta negra. La noche anterior no había podido echarle un buen vistazo. En aquel momento, la luz fluorescente de la ferretería Handy Man la iluminaba como si fuera una portada central en vivo, que habla y respira, como si fuera una antigua compañera de colegio antes de los desórdenes alimenticios y la silicona. El deseo creció desde lo más hondo de su ser. Ni siquiera la conocía lo bastante para sentir tal cosa. No sabía si estaba casada o soltera, si había un hombre en su vida y diez hijos esperándola en casa, pero no saberlo resultó no tener ninguna importancia porque lo atrajo por el pasillo como un imán.

– Parece que tienes problemas con los ratones -dijo él.

– ¿Qué? -Levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Mick como si la hubiera sorprendido haciendo algo indebido-. ¡Santo Dios! -Abrió los labios y soltó una exclamación, atrayendo la atención de Mick hacia el lunar de la comisura de la boca-. ¡Qué susto!

– Lo siento -dijo, aunque no era cierto. Ella tenía los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. Mick levantó la mirada y señaló con el PVC la caja que Maddie llevaba en la mano-. ¿Problemas con los ratones?

– Esta mañana estaba preparándome un café y ha pasado uno corriendo por encima de mi pie. -Arrugó la nariz-. Se metió por debajo de la puerta de la despensa y desapareció. Lo más probable es que ahora mismo se esté dando un festín con mis barritas de muesli.

– No te preocupes. -Mick rió-. Lo más probable es que no coma mucho.

– No quiero que coma nada de nada. Salvo un poco de veneno.

Ella volvió a dirigir la atención hacia la caja que llevaba en la mano. Unos mechones de finos cabellos oscuros le colgaban por un lado del cuello y Mick pensó que olía a fresas.

Al fondo del pasillo, Travis dobló la esquina y se detuvo en seco. Se quedó algo boquiabierto al mirar a Maddie. Mick conocía esa sensación.

– Aquí dice que se puede tener problemas de olores si los roedores mueren en zonas inaccesibles. No quiero tener que buscar ratones apestosos ni en broma. -Lo miró con el rabillo del ojo-. Me pregunto si no podría usar algo mejor.

– Yo no te recomendaría la cinta. -Señaló una caja de trampas adhesivas-. Los ratones se quedan pegados y chillan mucho. -Otra vez aquel olor a fresas, se preguntó si en Handy habría comederos perfumados para colibríes-. Puedes usar trampas de muelle -le sugirió.

– ¿Tú crees? Esas trampas no son un poco… ¿violentas?