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Había descubierto que dos mujeres con las que su madre había trabajado aún vivían en la ciudad y planeaba empezar por ellas a la mañana siguiente. Ya era hora de hablar con la gente de la ciudad y desenterrar información.

El agua caliente y las burbujas perfumadas se deslizaban por su vientre y los pezones erectos de sus pechos. Al leer aquellos diarios, casi podía oír la voz de su madre por primera vez en veintinueve años. Alice escribía sobre su temor a encontrarse sola y embarazada y su emoción por el nacimiento de Maddie. Leer acerca de las esperanzas y los sueños que albergaba para ella y su bebé había sido una experiencia desgarradora y agridulce, pero además de los descubrimientos desgarradores y agridulces, había aprendido que su madre no era el ángel rubio de ojos azules que había creado en su mente y en su corazón infantil. Alice había sido de ese tipo de mujer que necesita tener un hombre en su vida para no sentir que no vale nada. Había sido una mujer dependiente, ingenua y una eterna optimista. Maddie nunca había sido dependiente, no podía recordar un tiempo en el que hubiera sido ingenua o demasiado optimista sobre nada, ni siquiera de niña. Descubrir que no tenía nada en común con la mujer que le había dado el ser, nada que la uniera a su madre, le había dejado un vacío interior.

Maddie se había formado, a una temprana edad, una dura coraza alrededor de su alma. Aquella pétrea fachada siempre había sido una ventaja para hacer su trabajo, pero aquel día no se sentía tan dura. Se sentía desprotegida y vulnerable. ¿Vulnerable a qué?, no lo sabía, pero odiaba esa sensación. Habría resultado mucho más fácil tirar los diarios y escribir sobre el psicópata llamado Roddy Durban. Justo antes de encontrar los diarios había estado escribiendo sobre el asqueroso bastardo que había asesinado a más de veintitrés prostitutas. Escribir sobre Roddy habría sido jodidamente más fácil que escribir sobre su madre, pero la noche en que Maddie se llevó los diarios a casa y los leyó supo que no había vuelta atrás. Su carrera, aunque no siempre la había planeado minuciosamente, no había sido fruto del azar. Se había convertido en una escritora sobre crímenes reales por un motivo, y mientras se enfrascaba en la lectura de aquella caligrafía tan femenina de su madre, sabía que había llegado el momento de sentarse y escribir sobre cómo había sido asesinada.

Cerró el grifo con el pie y cogió el exfoliante corporal de un lado de la bañera. Se puso un espeso chorro en la mano y el aroma a pastel de chocolate le llenó la nariz. Con él llegó el recuerdo espontáneo de estar de pie sobre una silla al lado de su madre y remover el pudín de chocolate en la cocina. No sabía cuántos años tenía ni dónde vivían. El recuerdo era tan tangible como una voluta de humo, pero bastó para asestarle un puñetazo en ese lugar solitario junto a su corazón.

Cuando se sentó y levantó los pies por encima del borde de la bañera, se le quedaron los pechos llenos de burbujas. Era obvio que no había conseguido encontrar la calma y el consuelo que solía encontrar en el baño, y rápidamente se exfolió los brazos y las piernas. Cuando acabó, salió de la bañera y se secó, luego se untó la piel con la crema del aroma a chocolate.

Arrojó las ropas al cesto y se dirigió al dormitorio. Sus tres mejores amigas vivían en Boise, y echaba en falta quedar con ellas para comer, cenar, o las improvisadas sesiones de comadreo. Sus amigas, Lucy, Clare y Adele eran lo más parecido que tenía a una familia y las únicas personas a las que se plantearía donar un riñón o prestarles dinero. Estaba bastante segura de que le devolverían el favor.

El año anterior, cuando su amiga Ciare descubrió a su novio con otro hombre, las otras tres amigas corrieron a su casa para evitar que hiciera una tontería. De las cuatro mujeres, Clare era la que tenía mejor corazón y la más sensible. También era una escritora de novelas románticas que seguía creyendo en el amor verdadero. Durante algún tiempo, después de la traición de su novio, perdió la fe en los finales felices, hasta que un reportero llamado Sebastian Vaughan entró en su vida y le devolvió la fe. Era su héroe romántico y se casaron en septiembre. Maddie había tenido que ir hasta Boise unos días para preparar el vestido de dama de honor.

Una vez más permitía que una de sus amigas le enfundase un ridículo vestido y la hiciera estar de pie en el altar. El año antes había sido dama de honor en la boda de Lucy. Lucy era una escritora de novelas de misterio y había conocido a su marido, Quinn, cuando lo confundió con un asesino en serie. En resumen, pasó de ser el blanco de sus sospechas a ocupar un lugar en el corazón de Lucy.

De sus cuatro amigas, solo ella y Adele estaban aún solteras. Maddie sacó unas bragas de algodón y tiró la toalla encima de la cama. Adele escribía novelas fantásticas para ganarse la vida, y aunque había tenido sus problemas con los hombres, Maddie imaginó que lo más probable era que Adele se casara antes que ella.

Maddie se colocó las grandes copas del sostén sobre los pechos y se lo abrochó a la espalda. En realidad, no se veía a sí misma casada. Tenía tantas ganas de tener un niño como de tener un gato. El único momento en que le resultaba práctico tener un hombre a mano era cuando necesitaba levantar algo pesado o estar junto a un cuerpo desnudo y cálido, pero poseía una robusta carretilla y al gran Carlos, y cuando necesitaba mover algo pesado o aliviar la tensión sexual acudía a uno de los dos. Hay que admitir que el sucedáneo no era tan bueno como el original, pero la carretilla volvía al garaje cuando ya no la necesitaba, y el gran Carlos, al cajón de la mesita de noche. Ambos estaban a punto siempre y no le daban quebraderos de cabeza, no jugaban con su corazón ni la engañaban. Y las dos partes salían ganando.

Se enfundó unos tejanos y luego metió los brazos por las mangas de su sudadera con capucha más cómoda. Sencillamente no tenía los mismos deseos ardientes, ni los instintos ni el reloj biológico que impulsaba a las demás mujeres al matrimonio y a la maternidad, lo que no quería decir que no se sintiera sola algunas veces.

Se calzó unas chancletas, salió del dormitorio y pasó por el salón de camino hacia la cocina. El alboroto de la fiesta de los vecinos iba en aumento, y metió la mano en la nevera. Las voces se colaban por la ventana abierta mientras sacaba una botella de merlot bajo en hidratos de carbono. Se sentía sola y se compadecía de sí misma, lo cual no era muy propio de ella. Ella nunca sentía lástima de sí misma. Había demasiada gente en el mundo con problemas de verdad.

El agudo chillido de al menos media docena de cohetes silbadores rasgó el aire, y a Maddie casi se le cae el sacacorchos. «Maldita sea», renegó y se llevó la mano libre al corazón. Por las cristaleras que daban a la terraza podía ver las pálidas sombras del anochecer y la superficie oscurecida del lago, que normalmente era de un color verde esmeralda. Se sirvió una copa de vino tinto, la sacó a la terraza y la dejó sobre la barandilla. En la terraza de los vecinos y en la playa de abajo habría una docena de personas. Tres tubos de mortero estaban alineados al borde del agua, enterrados en la arena y apuntando hacia el cielo. Algunos niños sostenían bengalas en las manos, mientras los hombres supervisaban y encendían más cohetes silbadores y algo que destellaba como las luces estroboscópicas. El humo de las bombas de todos los colores teñía la playa y los niños corrían por el tapiz de neblina como geniecillos salidos de una botella.