– Pero el ensayo fue bien -inquirió Luther, pensando en voz alta.
– ¡Oh, sí! -Arnold volvió a hacer uno de sus guiños característicos-. Le prometí a Allen que le haríamos un entierro cristiano.
La sonrisa de Luther se hizo más amplia. Arnold movió las nalgas a un lado y a otro del sofá procurando aliviar la comezón que sentía en el trasero.
– ¿Qué pasa con la ceremonia? -preguntó Luther al cabo de un momento-. ¿Han conseguido organizarlo todo?
Arnold sacó una hoja de su carpeta de papel manila y la deslizó encima de la mesa.
– La lista de invitados está completa. Los pases de seguridad hechos. Whelan pidió que le liberaran de la lista de oficiales de guardia, ¿te lo había dicho?
– Sí.
– Dice que a su mujer no le gusta.
Arnold se sonrió satisfecho, pero Luther, mirando la lista de invitados, agregó:
– Me parece bien. A Daisy tampoco le entusiasma.
– Bajarán los pases de autorización a las nueve en punto -prosiguió Arnold-. Ya tenemos la lista de testigos. ¿Qué más? Hemos puesto barreras. Habrán algunos manifestantes, tanto en favor como en contra, pero sólo lo normal.
Luther dejó caer la hoja encima del secafirmas y levantó los ojos.
– ¿Se ha tomado alguna decisión respecto al camino de la mina?
– Sí -contestó Arnold-. Tenías razón. Se ve al ampliar el perímetro. Ahora ya está seguro.
Permanecieron sentados y en silencio durante unos momentos. La montaña McCardle se ensanchó al respirar a fondo de manera contemplativa, mirando la carpeta que sostenía medio abierta con una mano.
– Creo que lo tenemos todo controlado, señor P -dijo finalmente-. Incluso tenemos Debbie Does Dallas para la tropa -concluyó cerrando la carpeta de golpe.
Luther soltó un bufido. ¡Debbie Does Dallas! El procedimiento operativo estándar en las noches de ejecución consistía en poner una película porno suave en las celdas. Dar a los presos algo en qué pensar, evitar que se volvieran locos. La película en cuestión no era Debbie Does Dallas, pero a Arnold le gustaba decirlo. Creía que el título sonaba bien. Decía que era para partirse de risa.
– ¿Y qué pasa con los teléfonos? -preguntó entonces Luther.
Lo dijo secamente y no escuchó la respuesta. Su mente había vuelto al prisionero. Se lo imaginaba, en lugar de Allen, atado a la camilla. Se figuraba la cara afligida y nudosa de Beachum.
Arnold todavía hablaba de las comprobaciones telefónicas cuando Luther lo interrumpió:
– ¿Tenemos el reconocimiento médico y todo lo demás? Me refiero al del prisionero.
– ¡Oh, sí! Lo hicimos anoche. Doc dice que está como un roble.
– Y las visitas controladas.
– Esposa, hija y sacerdote. Y tu novieta del periódico también; vendrá a las cuatro.
Luther levantó ligeramente la barbilla y la comisura de los labios.
– Mea culpa -reconoció, no por primera vez a ese respecto-. No sé qué me ocurrió.
Dio media vuelta en su silla de respaldo alto hasta que alcanzó con la mirada una foto de su hijo Fred, en la vitrina detrás de él. Sonriendo bonachón, con un corte de pelo al rape y delgado como un palo. Parecía brillar con su uniforme, con su traje blanco de gala.
– Debe de haber sido el amor -agregó Arnold.
– Fue muy persuasiva. Me miraba como si conociera mi secreto más íntimo y fuera a revelarlo a todo el mundo si no aceptaba.
Arnold comentó algo, pero Luther no le escuchó. Lo de los visitantes es triste, pensó. Además no suelen reconfortar demasiado al hombre que va a morir. De hecho, llegado el momento, las visitas finales son la parte más difícil de soportar para el prisionero. Una vez, no hacía ni dos años, Luther vio a un hombre, William Wade, Billy el Niño Wade, ponerse de rodillas y sollozar al irse su madre después de hacerle la última visita. Cayó de rodillas y tendió las manos hacia ella como un niño en su primer día de escuela. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras gritaba:
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Cinco horas más tarde, cuando entraron la camilla, volvía a ser el vaquero de siempre, volvía a ser Billy el Niño. Le dio la mano a todo el mundo, le dio la mano a Luther e incluso chasqueó con la lengua. Subió de un salto a la mesa para que le ataran como un hombre saltaría una valla. Lo peor no era la muerte, pensó Luther. Al final, cuando cualquier esperanza es vana, la muerte era algo que un hombre podía aceptar. La muerte no era ni la mitad de dura que el hecho de decir adiós.
Luther bebió un sorbo de café, mientras contemplaba la foto de su hijo. Esperaba con todas sus fuerzas que Fred obtuviera permiso el mes de noviembre. Brenda y los niños vendrían. ¡Celebrar juntos el día de Acción de Gracias! Hacer una excursión a los bosques, Fred y él, a cazar algún ciervo. Luther era el hombre más feliz del mundo cuando podía salir a cazar o a pescar con su hijo.
– Déjame preguntarte algo, Arnold -se oyó decir de repente antes de poder contenerse. Se volvió para mirar la cara del hombre gordo del sofá-. ¿Qué opinas de ese tipo, Beachum?
Arnold se echó hacia atrás, casi con un gesto cómico. Su cara gorda parecía replegarse como una de esas máscaras de goma cuando se chafan. Esa pregunta era tan impropia de Luther… pero Arnold se consideraba un hombre de mundo y pensó: «¡Qué diablos! Todos tenemos momentos más emotivos en ese trabajo, incluso tú, Luther. No podías ser tan duro y llevar siempre la procesión por dentro. Te habría dado un maldito ataque al corazón.»
Así que, frunciendo el ceño con actitud sensata, el hombre consideró la respuesta durante un momento.
– Yo no pienso en Frank Beachum en absoluto, Plunk. A veces pienso en la chica embarazada a la que disparó por unos cincuenta dólares. Pero, sobre todo, pienso en cumplir con mi trabajo.
Por primera vez esa mañana, Luther sonrió con suficiente satisfacción como para mostrar algunos dientes. Sí, pensó. Evidentemente. Eso es.
Siempre podías contar con Arnold para que te tranquilizara.
2
Durante un buen rato después de que se marchara el alcaide, frank permaneció sentado frente a su mesa, con las hojas en blanco delante de él. Le temblaba la mano ligeramente cuando consiguió sostener el bolígrafo. Las palabras de Plunkitt (tus restos… el procedimiento… tu funeral…) martillaban su cabeza. El reloj en la pared encima del oficial Benson seguía avanzando, y Frank lo sentía avanzar. Desperdiciando los minutos como pan comido. Resultaba difícil concentrarse, resultaba difícil pensar.
Pero tenía que hacerlo. Pronto llegarían. Su mujer y su hija. Ya casi eran las once y ellas estaría allí a la una. Tenía que hacer esto y tenía que hacerlo antes de que llegaran. Acercó la punta del bolígrafo al papel, como ya lo había hecho otras veces en la mañana. Y como las otras veces, permaneció inmóvil. Había escrito esa carta en su mente una y otra vez, la había estado componiendo durante seis años. Pero no era sencillo plasmarla en el papel. Era demasiado importante para él. Las palabras reales no podían surtir el efecto que él deseaba. En su mente las frases eran elocuentes, incluso sabias. Sobre el papel eran como ceniza. Lo mismo habría dado quemar la hoja y dejarla así a su hija pequeña.
Alzó la mirada, con el estomago contraído y la mente presa del miedo por el paso del tiempo. Benson le miró con optimismo. Frank sabía que el guardia se había sentido contrariado porque el no quería ver el video como la mayoría de los presos convictos. Pero las películas empeoraban la situación. Los actores simulaban tener problemas o estar enamorados, pero el era demasiado consciente de la cámara que les observaba. Independientemente de lo que dijeran o hicieran, él era demasiado consciente de los actores sólo simulaban, hacían su trabajo, el trabajo que les gustaba, esperando para llegar a casa para encontrarse con sus esposas o sus maridos, sus casa y sus jardines. Le hacían sentirse mal. Le hacían recordar la otra cámara, la que le estaba mirando, el ojo de Dios. Al mirar una película, podía verse a sí mismo a través de ese otro ojo, en su cama, contemplando la televisión a medida que los segundos se escapaban. Frank giró de nuevo la vista hacia el papel. Finalmente, empezó a escribir.