Parecía que el caso había sido cubierto ampliamente por los medios de comunicación. A la gente del barrio le gustaba Amy. Era atractiva, educada e inteligente. Todas las historias sobre su asesinato adoptaban un tono de indignación moral. A los periodistas les encantan los escándalos morales. Creen que indignándose demuestran su moralidad, y los políticos igual. Wally Cartwright, el ayudante de la fiscal que llevó el caso, había puesto en evidencia su indignación anunciando que pediría la pena de muerte. Hizo el anuncio con su jefe, Cecilia Nussbaum, delante de los viejos juzgados donde empezó el caso Dred Scot. Cartwright y Nussbaum querían demostrar que la pena de muerte era válida para todo el mundo, blancos o negros. No hacía mucho tiempo que el Tribunal Supremo había destacado la existencia de un predominio de negros condenados a la pena capital. Los votantes de raza negra también insistían en ello. De un modo u otro, los fiscales se las agenciaron para mostrarse vilipendiados por él caso Frank Beachum y el caso Dred Scot al mismo tiempo.
Eso era todo, todo lo que necesitaba saber. Diez minutos después de encender mi ordenador, cerré el archivo Beachkil y me recliné en la silla. Pensé en Amy Wilson. Atractiva, inteligente y educada, recordé. No eran palabras muy interesantes. No evocaban realmente a la niña pequeña educada por sus padres o el tipo de mujer que se acurrucaba junto a su marido por la noche. Muerta con un disparo por cincuenta pavos. ¡No, por favor! ¡Eso no! Pensé en Michelle y en sus frágiles huesos y en el parabrisas y en cómo el electrocardiógrafo mostraría una línea plana mientras las enfermeras luchaban en vano para mantenerla con vida. Me pregunté lo que escribiríamos sobre ella. Pequeña universitaria pesada. Sonreí pensando en su forma de ser y mi mirada se fijó ociosamente en el punto contra el que había golpeado el puño la noche anterior. Bob Findley había puesto el trasunto sobre el juicio de Beachum en una caja justo por aquí, al lado del teclado del ordenador. Vagamente, estiré un dedo, cogí la caja por el extremo y me la puse sobre las rodillas. ¿Cómo pudo ser que aquella mujer, Larson, no oyera los disparos?, pensé.
– ¿Quieres un café, Ev? Vuelve a estar de moda como reconstituyente matinal.
Bridget Rossiter, la redactora de sociedad, pasó justo detrás de mí. Era un torbellino compacto de energía, con una maraña de pelo rojizo que rodeaba su cara pecosa. Los pantalones de vestir y el jersey que llevaba ponían en evidencia su figura: tenía los pechos lo suficientemente grandes como para inspirar toda una serie de comentarios en la sala de redacción. Avanzaba en dirección al vestíbulo.
– Dios te bendiga, Bridge -respondí-. Que sea grande.
– Ahora las mujeres podemos ir a buscar café en la oficina porque la mejora en las oportunidades laborales nos ha dado confianza en nosotras mismas -replicó.
– Maravilloso -observé-. Bien cargado, por favor.
El trabajo de Bridget la había vuelto loca.
Estaba a punto de empezar a mirar el trasunto sobre el juicio cuando me percaté de la hora que marcaba el reloj de la sala de redacción. «¡Cielos! -murmuré. Eran casi las 11.30 horas-. ¡Mi mujer! ¡Mi mujer!» Ella pensaba que estaba en el gimnasio. Seguro que ya se estaba preguntando dónde estaría a estas horas.
Cogí el auricular del teléfono, marqué el número de mi casa y encajé el teléfono debajo de mi oído. Con una mano atrapé la copia de la caja, apilando las hojas bruscamente por grupos sobre la mesa. El voir dire, los argumentos iniciales… Con la otra mano, sin pensar, como cuando uno habla por teléfono, saqué el paquete de cigarrillos del bolsillo y me puse uno en la boca. Empecé a buscar el encendedor cuando me acordé de Bob y cuando la línea empezó a sonar todavía tenía el cigarrillo entre los labios.
– ¿Dígame? -La voz de Barbara era suave y profunda. Siempre parecía ajetreada cuando contestaba el teléfono. Sonaba molesta, como si la hubieran interrumpido. Podía oír la voz de nuestro hijo, Davy, al fondo. Estaba cantando una canción que había aprendido en Barrio Sésamo sobre cómo todos los miembros de la familia tenían que trabajar juntos.
– Soy yo, cariño -respondí.
– ¿Steve? ¿Dónde estás?
Solté un suspiro, la típica espiración de hombre trabajador y cansado.
– Estoy en el periódico. Me han enredado.
– ¡Oh, no! ¿Cómo te encontraron? Llamaron aquí, pero yo no supe decirles dónde estabas.
¿Cómo había descubierto Bob dónde estaba?, pensé.
– Me detuve a recoger algo al volver del gimnasio -dije-. Me atraparon.
La facilidad que tenía para inventar mentiras era increíble. Ya ni tan sólo tenía que pensarlas, parecían el lenguaje natural de la conversación conyugal.
Hubo una pausa. Podía imaginármela, a ella, a mi mujer, con la mano en la cadera y la cabeza ladeada hacia el auricular. No sospechaba, simplemente estaba molesta porque había vuelto al trabajo después de haberme pasado todo el fin de semana en el periódico.
Durante la pausa, desvié la mirada hacia la copia que tenía sobrelas rodillas. Me quité el cigarrillo de los labios con un movimiento brusco y empecé a pasar las páginas, hojeándolas, buscando algo sobre la testigo del aparcamiento.
– Bien -continuó Barbara al fin-. Deja que te diga algo. Prometiste a Davy que le llevarías al zoológico.
– ¡Cielos! El zoológico. Lo olvidé -lamenté con una mueca de dolor.
– Ha estado hablando de ello toda la mañana.
No hice ningún comentario. Mi atención estaba dividida entre el amargo baño de culpabilidad que acababa de sentir y las palabras que mis ojos habían captado:
Testigo: Me iba del aparcamiento. Sólo había entrado en él para comprar un refresco en la máquina. Hay una máquina expendedora.
Tiene que ser ella, pensé.
– ¿Steve? ¿Me has oído? Te está esperando. Ha estado hablando de ello toda la mañana.
– ¿Qué? -pregunté-. Ah, sí, sí, lo sé. Cielos, lo siento de verdad.
– Además has estado trabajando todo el fin de semana. Hace días que no te ve.
– Lo sé, lo sé…
Fiscal: ¿Yen aquel momento vio al acusado, señora Larson?
Testigo: Sí, casi lo atropello cuando iba marcha atrás.
– Sí, ya sé que es tu trabajo, pero me parece una idea pésima que le dejes plantado otra vez -replicó Barbara.
– De acuerdo, de acuerdo, tienes razón.
Mis ojos seguían avanzando por la página. Automáticamente, mi mano cogió el encendedor de plástico de mi bolsillo y, sin pensar, acerqué la llama al cigarrillo mientras seguía leyendo.
Testigo: De repente se encontraba allí, justo detrás mío. Supongo que debió de salir de la tienda.
Defensa: Protesto.
Juez: Se acepta. Por favor, no suponga señora Larson. Díganos simplemente lo que sabe.
– Verás, ha habido un accidente -creo que dije-. ¿Te acuerdas de Michelle Ziegler? La conociste en Navidades.
– Oh, sí… aquella universitaria que te seguía a todas partes.
– Sí. Bueno, se estrelló con el coche contra una pared cerca de la curva del hombre muerto.
Fiscal: ¿Pudo darse cuenta de si el acusado iba corriendo en ese momento?
Testigo: Sí, sí. Iba corriendo.
Fiscal: ¿Y siguió corriendo después de que casi le atropellara? Testigo: Sí. Le llamé, pero apenas se detuvo. Ni tan sólo se giró.
– ¡Oh, no! -exclamó Barbara con un tono como si lo sintiera de verdad. Sabía que se lo tomaría así; Barbara es una mujer muy compasiva-. ¿Está herida?