– Sí, parece ser que tiene fracturas por todas partes. Los médicos no creen que salga de ésta.
– ¡Dios santo! ¡Es terrible! Pero si era una niña…
– Mmmh, sí -murmuré, leyendo la copia-. Es horrible.
Fiscal: Señora Larson, ¿pudo ver si el acusado llevaba algo en la mano?
Testigo: Sí, llevaba algo. Algo en la mano.
Fiscal: ¿Y podría decir qué era?
Testigo: No, no pude ver exactamente qué era.
– Pareces muy triste -prosiguió Barbara.
– ¿Qué? -Levanté la cabeza un momento. ¿Triste por qué? ¿De qué demonios estábamos hablando? Intentaba concentrarme en la conversación. Los disparos, pensé-. Bueno, ya sabes, me gustaba esa chica -dije-. En fin, me gusta. Era como una niña… es una niña. Era una buena chica.
– ¿Qué quieren que hagas? ¿Que cubras algún reportaje en su lugar?
Di una calada profunda al cigarrillo y entonces recordé que no habría debido encenderlo. Pero era demasiado tarde, me estaba sentando de maravilla: ese humo balsámico dentro de mí mientras se me secaba el sudor de la espalda. Exhalé agradecido. A través de la nube de humo vi a Bob sentado inmóvil en el despacho de redacción. Me estaba mirando. Permanecí clavado en mi silla y desvié la mirada.
– Sí, exacto -respondí-. Tenía una autorización para la ejecución de Osage esta noche.
Tras el comentario hubo otra pausa. Una pausa más enojada que si yo fuera el juez. ¿Cómo podía ser que no hubiera oído los disparos?, reflexioné. Estaba en el aparcamiento justo al lado de la tienda. Volví a dirigir la vista hacia la copia. Arranqué de un tirón otra hoja y la dejé sobre la mesa.
– Bueno, al fin y al cabo eso es lo que te gusta, ¿no? dijo Barbara secamente. Era una mujer muy seca también, mi esposa-. Supongo que pensarás que es demasiado divertido como para perdértelo.
– ¿Qué? -pregunté, buscando el testimonio de Larson.
– Bueno, quiero decir que podrían llamar a otra persona, Steve. Tú has estado trabajando todo el fin de semana.
– Mira, no se…
Esto no iba bien. Así me resultaba imposible concentrarme. Necesitaba tiempo para leer el trasunto con detalle.
– Oye proseguí, te diré lo que vamos a hacer. No tengo que ir a la penitenciaría hasta las cuatro y de hecho ya tengo toda la información que necesito. Podría venir y recoger a Davy ahora para llevarlo al zoológico y volver a casa sobre las tres, ¿de acuerdo?
– ¿Y qué pasa con su siesta?
– ¿Qué?
– Se supone que tiene que dormir un poco justo después de comer.
Me llevé la mano que sostenía el cigarrillo hasta la frente y me froté la cara intentando pensar. Mis ojos se habían desviado una vez más hacia el documento.
– Su siesta -repliqué.
Fiscal: Señora Larson, antes de que Frank Beachum se pusiera detrás de su coche, ¿se apercibió de algo que le pareciera poco común?
Testigo: No, de nada.
Ya está, pensé, el fiscal le hará la pregunta directamente para cargarse el argumento de la defensa.
– Se pone muy nervioso por la tarde si no echa una siestecilla -comentó Barbara.
– Sí, ya, bueno. ¿No puede tomar un poco de café o algo?
– Steve, tiene dos años, recuerda.
– Sí, sí, era una broma.
– Ah -Barbara no tenía ningún sentido del humor. Suspiró. Era la típica madre pesada y obsesionada-. De acuerdo, mira…
Fiscal: ¿No oyó ningún disparo, ningún grito?, leí.
Miré hacia arriba mientras mantenía el dedo marcando el punto. El cigarrillo, pintado ahora entre mis labios, envió una línea de humo directa hacia arriba que me obligó a entornar los ojos.
– ¿Cómo? pregunté.
– Decía que vuelvas a casa tan pronto como puedas. Se acostará más temprano esta noche y ya está.
– Bien, perfecto. Estaré ahí dentro de media hora.
– No sé por qué tenías que ir al periódico en tu día libre.
– Lo siento, ha sido un error estúpido.
– De acuerdo -dijo Barbara severamente-. Dentro de media hora estará listo.
– Magnífico. Allí estaré.
Colgué el auricular del teléfono.
Al fin pude reclinarme tranquilamente en la silla, poniendo los pies encima de la mesa. Me puse a estudiar la copia con los ojos entornados y mordisqueando el cigarrillo.
– ¡Es la hora del café! -gritó Bridget.
Entró como Pedro por su casa con una endeble bandeja de cartón llena de donuts y vasos de plástico. Depositó una taza enorme encima de la mesa justo detrás de mis zapatos.
– ¡Oh! -exclamó, ladeando la cabeza en dirección al cigarrillo-. Cada vez hay más trabajadores en la oficina que insisten en no inhalar humo de segunda mano.
– Sí, bueno, también hay cada vez más escoria a la que le importa un bledo -repliqué-. Gracias por el café, eres un encanto.
– ¿Acoso sexual? ¿Has olvidado las normas? preguntó moviendo el dedo que apuntaba hacia mí.
– Nunca se sabe.
– Odio mi trabajo, Ev.
– Lo sé, cariño.
Con una sonrisa tirante reanudó su camino llevándose la caja del desayuno.
– Pensaba que era tu día libre dijo por encima del hombro.
– Lo era. ¿No ves los pies encima de la mesa?
Eso la hizo reír. Sus mejillas pecosas se sonrojaron de repente pareció diez años más joven, pobrecilla. La mayoría de las veces, su presencia frenética y hostil esparcía tal dolor de estómago a su alrededor que nadie podía soportarla. Incluso a mí me hacía sentir mal algunas veces. Y eso era porque no sabía absolutamente nada de la naturaleza humana. Creía que yo era un sólido hombre de familia y un buen marido y padre. Como estaba soltera creía que la probidad matrimonial era la principal de las virtudes y, si alguien le hubiera dicho que Winston Churchill había echado una cana al aire, hubiese querido devolver Polonia a los nazis. Me iba a saber mal cuando se enterara de lo mío con Patricia.
Finalmente, solté una bocanada de humo y abrí un poquito el cajón del escritorio para rescatar mi cenicero secreto. Mientras aplastaba el cigarrillo con la mano que tenía libre ya estaba leyendo la copia de nuevo.
Fiscal: Señora Larson, antes de que Frank Beachum se pusiera detrás de su coche, ¿se apercibió de algo que le pareciera poco común?
Testigo: No, de nada.
Fiscal: ¿No oyó ningún disparo, ningún grito?
Testigo: No. De todos modos no habría podido oír.
Fiscal: Dice que no habría podido oír pero usted estaba justo al lado, en el aparcamiento. No cabe duda de que habría podido oír si alguien gritaba o el ruido de los disparos, ¿no cree?
Sí, pensé, claro que sí.
Testigo: No. Era un día muy caluroso. Tenía puesto el aire acondicionado y todas las ventanas estaban cerradas. Además llevaba la radio encendida. Hubiera podido oír la bocina de un coche en la calle o algo parecido, pero dudo que hubiera podido oír lo que pasaba dentro de la tienda, fuera lo que fuese.
Fiscal: Gracias, señora Larson.
Sí, pensé, muchas gracias. La silla chirrió estrepitosamente cuando puse de nuevo los pies en el suelo. Volví a dejar el trasunto en la caja y le di una palmadita satisfecha. Miré el reloj, me levanté y alcé la mano en dirección a la sala de redacción.