Выбрать главу

A pesar de ello, Shillerman prosiguió como si hubiera respondido a la pregunta en sentido afirmativo.

– Eso está bien -dijo-. Eso está muy bien, Frank. La lectura de la Biblia te será muy útil hoy… y para siempre. Pero ¿sabes Frank? -Se apoyó sobre los talones, preparándose para el gran sermón, mientras adoptaba una expresión contemplativa-. No basta con leer la Biblia. No puede ser suficiente. Lo sabes tan bien como yo. Un hombre no puede volver a su Creador con sus pecados o con su alma sin haberse arrepentido, con el daño que haya podido hacer a sus semejantes… ya sabes… sin remordimientos.

Sentado ahí, odiándole, luchando por contener la rabia y el pánico, Frank se percataba de todo. El cálculo atento en el fondo de los ojos del capellán. Sus cejas, seguro que se las depilaba para mantenerlas tan arregladas. La manera en que utilizaba tres palabras cuando una bastaba y la forma en que pretendía sonar importante y bíblico sin conseguir de hecho pronunciar palabras eruditas.

Shillerman dio un paso hacia los barrotes.

– Nadie puede culparte por defender tu inocencia. Aquí estás luchando por tu propia vida. Es natural y lo entiendo, todo el mundo lo hace. Pero no necesito decirte que el tiempo se está terminando. Y hay mucha gente ahí afuera que se sentiría mucho mejor si supiera que estabas… lleno de remordimientos por el dolor que les causaste. Podrías hacer mucho bien con sólo unas palabras, Frank. Lo estoy diciendo por ti, por tu bien. Te lo estoy pidiendo porque no quiero que vayas con Dios sin hacer bien las cosas que se pueden hacer bien.

Frank dirigió su ojo interior al Dios que siempre le estaba mirando. Saca a este payaso de aquí, por favor, pensó.

Shillerman levantó la mano y apuntó al reloj.

– Mira la hora, Frank, y aléjate del diablo -prosiguió-. Eso es lo que dice el Libro.

– Gracias -La voz de Frank era como un susurro ronco-. No tengo nada que decirle.

– Frank…

– Quiero que me deje en paz -espetó Frank.

La sonrisa en los labios de Shillerman no se desvaneció en ningún momento. Sin embargo, un sutil ensombrecimiento de su expresión -y Frank se percató de todo- revelaba el verdadero grado de desprecio del predicador. Desprecio hacia Frank, desprecio hacia todos los prisioneros a los que pisoteaba con su inmensidad moral. Debía de saber hasta qué punto se reían de él a sus espaldas. Debía de saber cómo le llamaban. Orgulloso como estaba de su walkie-talkie y de sus pantalones tejanos, el hecho de no ser un verdadero guardia debía de inquietarle. No tenía poder real para hacer que los internos cumplieran con la disciplina, y todos se reían de él. Tal vez en su parroquia de St. Charles los hombres le hablaran como si fuera una mujer, pero al menos lo hacían como si de una dama se tratara. Frank se imaginó al reverendo Shillerman narrando sus historias sobre la galería de la muerte a sus amigos llenos de admiración y pensó que esos cuentos necesitarían una buena dosis de adornos para que pudieran dar la talla.

– Mira… hijo -dijo Shillerman moviendo la cabeza con pesar-. Hijo, no hace falta que te diga que llegará un día, y ese día no está muy lejos, en el que quizá desees haber tomado una decisión diferente, pero entonces será demasiado tarde. No te pido que lo cuentes todo, pero no tiene sentido andarse con remilgos. Soy tu capellán y no quiero que te eches a la muerte con este crimen terrible en la conciencia.

La indignación corroía a Frank, dejándole un gusto ácido. Dios santo, si perdiera el control. Cuando llegara Bonnie, cuando Gail…

– Soy tu capellán, ya lo sabes, y cualquier cosa que puedas decir…

– Benson -le interrumpió Frank en voz baja antes de proseguir con un tono más subido-. ¡Ey! Benson.

La silla del oficial de guardia rayó el suelo al levantarse con impaciencia.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Frank?

Los ojos de Frank se cruzaron con los del reverendo Stanley. Se aclaró la garganta y midió el volumen de su voz antes de volver a hablar. Luego, en voz baja y tensa, dijo:

– Puedes sacar a este jodido hijo puta de aquí.

Frank levantó el cigarrillo de nuevo y su mano le temblaba tanto que la ceniza cayó por su propio peso.

– Reverendo Gilipollas -murmuró.

El capellán le oyó. Sí, por supuesto, sabía perfectamente que ese era su apodo declarado en toda la prisión. Claro que sí. Y Frank habría apostado cualquier cosa a que el reverendo omitía ese pequeño detalle en sus tertulias con sus amigos. De hecho, estaba convencido de que el apodo le sacaba de quicio. Por supuesto. Le estaba sacando de quicio en ese momento. Frank podía verlo, con cierta satisfacción poco cristiana, al ver cómo la boca de Shillerman se torcía y su garganta empezaba a trabajar para poder tragarse el insulto.

Cuando el guardia se puso detrás suyo el capellán consiguió continuar con ese típico tono lento, suave y pesado del tipo Dios te bendiga.

– Bien Frank, yo estoy siendo sincero contigo. A mí no me gustaría nada que me ataran esta noche a esa camilla sin haber hablado y haberme arrepentido de…

– Venga reverendo, vamos -dijo Benson colocando la mano en el hombro del predicador.

– Porque cuando te claven esa aguja en el brazo…

– ¡Dios! ¡Reverendo! -volvió a interrumpir Benson. Su ojos se dirigieron a Frank y de nuevo al capellán-. Le estoy diciendo que ya basta.

Sin oponer resistencia, pero sin moverse, con las manos todavía entrelazadas delante de el, el reverendo Stanlev B. Shillerman miró al oficial Benson de arriba abajo con gran aire de superioridad.

– Puede resultar molesto, pero tengo que cumplir con mi trabajo.

– Sí, bueno, pero… ya conoce las normas. El consejo espiritual depende exclusivamente del consentimiento del prisionero.

– Que se largue de aquí espetó Frank.

– Lo siento por ti respondió Shillerman.

– Yo también lo siento -dijo Frank con voz apagada-. Créame.

– Vamos, reverendo prosiguió Benson, muy nervioso al oír el tono de voz de Frank-. Estoy hablando en serio. No quiero ningún problema.

Benson incluso le tiró ligeramente la manga.

– De acuerdo, de acuerdo -contestó Shillerman. Levantó ambas manos como si fuera a dar una bendición e impartió su gracia altanera sobre todos ellos.

Benson mantuvo el brazo extendido detrás del capellán mientras avanzaban hacia la puerta, como si temiera que Shillerman se girara de repente y se acercara de nuevo al calabozo. Sin embargo, éste sólo se permitió una última mirada de pena y lamento hacia el prisionero. Luego, el guardia de la puerta la abrió a petición de Benson y Shillerman se fue.

Benson se pasó los dedos por el cabello negro al volver a su mesa.

– Vamos, olvídalo, Frankie -gritó hacia la celda-. Ese tipo es un cabronazo.

Movió la cabeza y se sentó.

– Aquí todo el mundo quiere meterse en el ajo, ya lo sabes -murmuró.

Frank asintió. El pulso le latía intensamente mientras intentaba tranquilizarse. Aplastó el cigarrillo con fuerza para liberar la energía de su mano temblorosa. Se frotó los labios con el puño para secarlos y al hacerlo dirigió la mirada hacia el reloj. Eran las doce y media y sólo faltaban treinta minutos para la hora de las visitas. Se sentía agobiado, tal como había temido. Ahora que su rabia empezaba a atenuarse, sentía la imperiosa necesidad de liberar hasta los últimos remanentes, todo. Una gran presión de angustia le oprimía, y sentía deseos de desgarrarse la piel para liberarla. Deseaba levantarse y aullar, llorar y gritar al cielo, golpear los barrotes, el aire. Todo aquello no estaba bien. El no lo había hecho. No era justo. Y una perniciosa voz interior le susurró: nadie podría culparte. Es lo que cualquiera haría.

Frank cerró los ojos. Sus labios se movían lentamente, apelando a su Dios omnipresente. Evocó la cara de Bonnie y de Gail. Si entraran ahora, si le vieran, luchando desesperadamente contra su destino, llorando desconsolado por la injusticia de todo aquello. ¡Dios! Aquello las torturaría, en su cama, por las noches. Así le verían para siempre, su marido y padre respectivamente, sollozando impotente. Su amargura y su dolor las acompañaría durante toda la vida. Cerró el puño y golpeó ligeramente la mesa repitiendo una y otra vez en su mente: si me dieras la fuerza, si pudiera aparentar tener la fuerza, para que ellas me recordaran así, con la imagen de la fuerza…