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– ¡Ach! -dijo.

Abrió los ojos, molesto, amagando toda la pasión en una esquina. Sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, se lo llevó a los labios y encendió una cerilla con rabia. Se sentó a la mesa detrásde los barrotes de su celda con la cara triste y larga completamente inmóvil. El humo del cigarrillo entre los dedos iba subiendo. Sin expresión alguna en su rostro, esperó la llegada de su mujer su hija.

Esto, al fin y al cabo, se dijo, es lo que hace un hombre.

6

En mi juventud era corredor de coches, un dragster, quiero decir. El terror adolescente de las carreteras comarcales de Long Island. Lo había visto en las películas y era una forma de rebelión tan buena como cualquier otra. Mis padres, mis padres adoptivos, eran fiscales reflexivos, educados y sin sentido del humor. Mi padre trabajaba para una firma de activistas medioambientales y mi madre para un grupo que luchaba por conseguir viviendas para los pobres. No se me ocurría mejor manera de irritarles que patearme estúpidamente las calles y carreteras de Guylando con el motor a fondo y los pistones al límite. De hecho, creo que funcionó, porque ya hace tiempo que mis padres y yo apenas nos hablamos.

Lo menciono únicamente porque la costumbre permaneció. En esos días conducía un Tempo escacharrado. Un coche azul absolutamente destartalado que podía pasar de cero a cincuenta en una generación, si tenías tiempo para esperar. Y aun así, había conseguido sacarle el mayor partido. Había alcanzado velocidades imposibles, haciendo chirriar los neumáticos en las curvas, haciendo frivolités por el tráfico como si fuera la aguja de un sastre. Nunca tenía tiempo de afinar la pobre máquina, ni siquiera de lavarla. Estaba negra de suciedad. En sus esfuerzos, el coche crepitaba, crujía y emitía todo tipo de ruidos, pero yo no me apiadaba de él en absoluto y lo hacía funcionar.

Lo saqué del aparcamiento del News, lo sumergí en el tráfico del mediodía y me apunté a la carrera que iba por el bulevar. Todavía quedaban veinte minutos para las doce. Había prometido a mi mujer que llegaría a la hora en punto, y eso no iba a ser ningún problema teniendo en cuenta mi forma de conducir. Llegar a casa puntualmente me pareció una buena idea. Sabía que el día no se acabaría sin que mi última indiscreción llegara a oídos de Barbara, y ella había jurado que me abandonaría si la engañaba otra vez. Por mi parte, estaba bastante seguro de que lo había dicho en serio. Aun así, la primera vez que le supliqué descaradamente funcionó, así que esa táctica también podría funcionar otra vez. En definitiva, quería que estuviera del mejor humor posible.

Llegar a casa a la hora en punto y llevar a Davy al zoológico: esa era la buena estrategia. Girar a la derecha en Skinker-De Baliviere, eso habría sido lo propio de un plan inteligente. Lo que habría sido estúpido, por otra parte (lo que se podría llamar la estrategia del zoquete), habría sido dar la vuelta al parque y salir en Dogtown para echar una ojeada a la tienda de ultramarinos de Pocum. Para echar un vistazo a la escena del crimen, quiero decir. Inspirarse un poco en la coreografía del asesinato, si se quiere. En una historia como ésta, la de la crónica de interés humano sobre un tipo condenado a muerte, habría sido innecesario e incluso obsesivo. Me atrevería a decir cruel, si se piensa en Barbara, esperando, martirizada, y en todo lo que le esperaba en el día de hoy. Era una pena que hubiese dejado su empleo porque iríamos a St. Louis y empezaríamos tranquilamente de nuevo. Como digo, Barbara era una mujer austera y le había costado Dios sabe cuánto educarse para volver a confiar en mí. Cuando se enterara de lo de Patricia, todo su sacrificio, su confianza, se volvería contra ella y le daría un bofetón estilo vodevil en plena cara. En definitiva, tomar Skinker-De Baliviere, llevar a Davy al zoológico eterno y maravilloso, dar a mi mujer la sensación de estar ahí, luchando en el frente conyugal, he ahí los primeros pasos en el camino de mi salvación, suponiendo que la posibilidad de la salvación existiera. Con el cuentarrevoluciones al máximo y marchas cortas, incrementé la velocidad de mi destartalado Tempo. Pasando de un carril a otro, sorteando los coches. Dibujando una estela como una onda sonora en la carretera. Delante, el centro de la ciudad emergía ante la tierra baldía del bulevar sur. Los rascacielos estrechos sobresalían por entre la mezcla de ladrillo rojo y piedra gótica. Por un instante entreví el viejo edificio de los juzgados, su reflejo, reluciente, verdoso, en las ventanas de espejo del edificio Equitable. El gran arco, a la izquierda, en dirección al Mississipi, relucía destellando en la superficie del cielo blanco y caluroso.

Al cabo de un momento, todo quedó detrás de mí y con el Tempo pidiendo clemencia, me encontré en la autopista ladeando el río inmenso.

Era un mediodía de verano y la ciudad parecía un horno. El aire acondicionado del Tempo no era más que una pieza del salpicadero. Me encontraba pasando el reloj de la torre de la Union Station, y el viento que entraba por la ventana abierta me hinchaba las mangas de la camisa y me refrescaba el rostro. El Tempo tosía como un hombre viejo, pero aguantaba el tipo como un número uno. De esa forma lo podía hacer volar. Yo era una bala, un colibrí. Chicos maravillados en sus Jaguares inhalaban los gases de mi tubo de escape como si fuera cocaína. En pocos minutos (que me parecieron segundos) salí disparado por la rampa de salida y me catapulté en el centro de Dogtown. Una pasada rápida por la tienda de Pocum, pensé, y todavía podré llegar a casa más o menos a tiempo.

Bueno, confieso que la sangre se me espesó con el sentimiento de culpa. Mientras avanzaba por la avenida ruinosa, pasé por las tiendas rancias de color marrón oscuro en dirección a la vieja glorieta que yacía aburrida en el paseo y me sentí absurdo y deprimido. ¿Qué importa ya, llegado este punto?, me pregunté. Sin embargo, deseé no haberlo hecho. Deseé haber ido directamente a casa. Cuando la calle torcía, a media distancia, vislumbré la señal oval con el nombre Amoco que indicaba la gasolinera en la que Frank Beachum trabajaba. El lugar en el que el asesino había trabajado, en el que había trabajado el convicto, y me emocioné. A mí me encantan las escenas del crimen, así que me dije a mí mismo: ¡Ey! Aquí estoy, y me perdí explorando el terreno de lo que yo ya consideraba «mi asesinato, mi ejecución».

Y luego vi Pocum’s, justo a mi derecha.

La tienda de ultramarinos era una nave de ladrillo rojo con un toldo del mismo color en un tono más oscuro que sobresalía por encima de la acera. Era el último de una serie de pequeños comercios, una tienda de electrodomésticos, una peluquería, una tienda de animales, y todas tenían un aspecto similar. El aparcamiento estaba en el extremo, en la esquina con Art Hill. Giré ahí y reduje la velocidad del Tempo.

El coche chisporroteó cuando me encontraba cruzando el aparcamiento. Esto es, pensé. Me sentía como si ya conociera el lugar. Por ahí, a mi derecha, Frank Beachum salió disparado por la puerta. Había cruzado corriendo el extremo del aparcamiento, justo detrás de mí, en dirección a su coche. Allí, contra el costado del edificio, una pared sucia de ladrillo con ventanas ennegrecidas, se encontraba la máquina de refrescos que Nancy Larson había utilizado. Me acerqué con el Tempo y me paré Aquí está.