Era una buena reportera, o iba a serlo algún día. Tenía autoridad y la gente hablaba con ella; creo que le daba miedo no hacerlo. Es más, una visión social amplia e intransigente de su enorme cerebro borraba cualquier escrúpulo que hubiera podido tener sobre sus métodos. Estaba dispuesta a ligar, mentir, chantajear, aterrorizar y robar para hacerse con la información. Cualquier tipo de información: cuando iba detrás de una historia, recababa cualquier detalle, cualquier documento, cualquier comentario de cada una de las personas implicadas que pudiera encontrar, a pesar de que en la mayoría de los casos no hiciera referencia posterior alguna a esa información sino que la guardaba en cajas de cartón apiladas en el excéntrico desván donde vivía. No sabía escribir muy bien, y sus ideologías universitarias eran tan íntimas y apasionadas sobre el papel que los editores que tenían que volverlas a redactar habían apodado sus historias con el nombre de «El ascendente fuego Michelle». Pero dejando al margen todo esto (y afortunadamente los editores solían hacerlo), Michelle siempre conocía los hechos, absolutamente siempre.
Le habían asignado el caso Beachum unos seis meses antes: una muestra del respeto de Bob Findley hacia su talento. Tenía un pase de prensa para presenciar la ejecución y, de algún modo, se las había agenciado con algún truco para lograr una entrevista de última hora cara a cara con el convicto. Esa entrevista, debo confesarlo, inspiró todo mi respeto. Violaba el protocolo de la prisión, que limitaba cualquier contacto de la prensa con el prisionero, incluso telefónico, pasadas las cuatro de la tarde del último día. Yo había tratado con el alcaide de Osage, Luther Plunkitt, y me había parecido tan flexible respecto a ese tipo de normas como un muro de ladrillos. Michelle debía haberse quedado en cueros delante de él para conseguir la autorización de tal entrevista -lo que sin duda hubiera hecho, pues no tenía escrúpulo alguno. Y a mí eso me gusta.
La noche anterior a la de su visita a la prisión, el domingo por la noche, Michelle se acercó a grandes zancadas a mi despacho para hablar profesionalmente de algunos aspectos del caso. Golpeó con su elegante puño la superficie de mi mesa y sonrió con ese tipo de furia irónica que amedrentaba a cualquier gran editor.
– Que se jodan -dijo humorísticamente.
Yo suspiré aliviado. Había sido un fin de semana muy largo (la gente se mataba sin parar) y deseaba vivamente tomarme el día siguiente libre. Me había quedado apoyado contra el respaldo de la silla para violar una última vez la política antitabaco del periódico, antes de irme a casa con mi mujercita. Me bajé las gafas y me pellizqué el puente de la nariz. No me quedaban energías para mantener una discusión periodística seria.
– Se acabó -prosiguió Michelle-. Hablo en serio -comentó mientras se paseaba con aire preocupado, una y otra vez, detrás mío-. Voy a volver a la universidad para obtener mi doctorado en filosofía. Estoy harta de tanta mierda. Voy a escribir sobre cosas importantes.
– Michelle -dije-. Odio decirte esto, pero tienes veintitrés años: no tienes ni idea de lo que es importante.
De nuevo esa sonrisa llena de ironía, pero se rió a pesar suyo.
– Jódete tú también, Ev -respondió.
Yo también me reí a pesar suyo. Michelle me gustaba de verdad.
– De acuerdo -asentí-. ¿Qué han hecho?
– Él. Alan. Mann. -Tres palabras para un mismo tipo. Estaba fuera de sí-. El Gran Macho Blanco del Universo. Se ha cargado mi crónica del caso Beachum. He trabajado en esa crónica durante dos semanas. Ha pasado de Bob. Simplemente, ha pasado de él. Era lo mejor de la historia.
Intenté mostrarme comprensivo, pero no era fácil. Había echado una ojeada a su crónica en el ordenador. Un típico y fanático texto de Fuego Michelle. El enfoque era que sólo estábamos cubriendo la ejecución de Beachum porque el era blanco, así que estábamos dejando de lado a la larga serie de hombres negros en la fila de la muerte, al tiempo que deificábamos a la víctima embarazada de Beachum a fin de enmascarar la cultura patriarcal que había dado lugar a la violencia que la había matado. No me miren, ese era el enfoque. Personalmente, pensé que Alan se había reprimido al anularlo sin más. Personalmente, yo primero lo hubiera torturado.
Michelle estaba ahí, de pie, mirándome, esperando una respuesta, con su puño de nuevo apoyado firmemente sobre mi mesa. Finalmente, para animarla, dije:
– Bueno, al menos todavía podrás presenciar la ejecución. Suele ser bastante emocionante.
Enrojeció de repente. Cerro los ojos y abrió la boca: señal inequívoca de que había sobrepasado los límites del entendimiento humano.
– Estoy hablando en serio insistí-. Una vez vi una en Jersey. Son emocionantes. Además, qué diablos, considerando el tipo de personas a quienes se ejecuta, bueno, es divertido.
Su boca permanecía cerrada, sus nudillos aferrados a mi mesa.
– No sé por qué. No se por qué sigo hablando contigo -replico como si hubiera tomado la resolución de contener ese placer-. No sé por que narices continuo esta conversación.
Acto seguido, respirando profundamente para contener su ira, se fue moviéndose en zigzag por las mesas de la gran sala.
Puse los pies sobre la mesa continué fumando. A decir verdad, yo tampoco sabía por qué continuaba hablando conmigo. Pero lo hacia. Supongo que es otro de los muchos misterios de la vida.
Esa noche. Michelle se fue a casa en lo que debía ser unir de sus peores estados de ánimo. Se echó en la cama de su desván durante tres horas, meditando tristemente mientras caía la noche de ese día de verano. Al cabo de un rato, se fumo un porro para relajar sus nervios agarrotados.
Su desván, como explicaba, era un lugar excéntrico, enorme, sombrío, amueblado como su habitación de la universidad, con cajas y bolas de polvo, pilas de periódicos viejos y libros y tratados a medio leer. Estaba situado en el tercer piso de un almacén de ladrillo blanco que había sido sede del Globe-Democrat antes de que quebrara. El letrero del período con su logotipo todavía colgaba de la puerta exterior. Sólo había otro desván ocupado, y la calle en la que se encontraba el edificio era un pasillo industriaclass="underline" gasolineras, zonas de aparcamiento y restaurantes baratos de cocina rápida que se multiplicaban en los barrios bajos del norte de la ciudad. Pero Michelle amaba ese desván intensamente, lo sentía muy suyo: por el logotipo del globo y porque se encontraba a una manzana del Post-Dispatch y a una y media del mismo News. Porque para ella el hedor era fragancia, brillaba con el aura de los periódicos. Periódicos, el gran romance de su época universitaria. Agentes para el cambio social, historia en el instante, campos de batalla de las crónicas de opinión. Ella se había creído toda esa tontería. Amaba los periódicos. Incluso ahora. A pesar de todo, los amaba.
Hoy, sin embargo, el lugar no hacía más que acrecentar su depresión. A medida que las franjas amarillas del sol cansado se retiraban por las hendiduras de las persianas y se desdibujaban. Dio una calada al porro y miró a través del humo las cajas esparcidas por todas partes. Cajas llenas de papeles sueltos, bloques de notas y documentos arrugados. Rebosantes de detalles, historias, explicaciones minuciosas y olvidadas de las historias en las que había trabajado. Pedazos de información que había recabado con el instinto inútil de una ardilla otoñal. La tenían enterrada en todo aquello, se dijo a sí misma. Alan Mann, Bob Findley. La tenían ahogada en detalles insignificantes y hechos de poca monta. Cuando pensaba en las cosas que había escrito en la universidad… Grandes cosas sobre temas realmente importantes. Teorías que la habían convertido en la estrella del Departamento de Estudios para la Mujer en Wellesley. La universidad de la bruja y el eunuco, solía llamarla yo cuando quería que perdiera los estribos. Allí se había sentido alguien brillante. Diseccionando el racismo y el patriarcado; poniendo de manifiesto el carácter opresivo de la cultura europea; comentando Foucault (¡el dulce Foucault!), y la tiranía interna de las sociedades libres. En esos días pasados, había sentido esa oleada intelectual de comprensión conocida sólo por los adolescentes, los psicópatas y los profesores de universidad. Y ahora estaba agobiada, atascada y ahogada entre esas cajas, pedazos de información y detalles insignificantes e inútiles.