Y lo que más la deprimía, lo que de verdad la ponía enferma mientras permanecía reclinada sobre la cama, era que se había empezado a dar cuenta (o, al menos, había empezado a sospechar) que ésa era la razón por la que había aceptado el trabajo en el News. Había comenzado a confesarse a sí misma que amaba esas cajas, con sus trozos de papel arrugado, sus hechos insignificantes y disparatados -esas historias- mucho más de lo que había amado al Departamento de Estudios para la Mujer en su querida universidad de la bruja y el eunuco.
Permaneció echada en la cama del desván durante unas tres horas, meditando tristemente y fumando hasta que sintió la frente inmensa y el cerebro flotando por su interior. Entonces, no menos nerviosa que antes, se levantó y salió hacia la puerta en dirección a los territorios urbanos vacíos del domingo por la noche.
Condujo su pequeño Datsun rojo hacia Laclede’s Landing bordeando el río, esperando encontrar actividad y movimiento. Durante la media hora siguiente, más o menos, anduvo por las avenidas empedradas entre los edificios de ladrillo rojo, vagando por las calles, yendo de una farola anticuada a otra, mirando altanera y con desdén las sombras de los turistas y de sus hijos que pasaban a su lado: el Gran Americano Ignorante que no conocía todo lo que ella conocía. Al final se detuvo en un club de jazz que permanecía abierto justo para ese oficio degradado. Se sentó sola junto a una pequeña mesa redonda y empezó a beber whisky diluido con una cierta dosis de melancolía. En la entrada de la sala, un trío de viejos blancos parecía tocar St. LouisBlues una y otra vez. Les miró con un movimiento negativo de la cabeza, con sobrada superioridad, y siguió bebiendo.
No estuvo mucho rato sola. Un joven la reconoció, un médico interno que había estado de caza toda la noche. Se apoyó en la barra del bar, con un whisky en la mano, y se la quedó mirando. Michelle se había desabrochado el escote de la blusa. Su falda marinera terminaba en la parte superior de sus muslos. El interno conocía bien su trabajo e intentó ver de qué humor estaba. Abandonó el pasamanos de metal de la barra del bar y se lanzó hacia donde ella estaba cruzando la sala casi vacía.
Su nombre era Clarence Hagen. Era bastante atractivo, con una abundante cabellera bien peinada y una sonrisa elegante que decía: «Seguro que no valgo nada, ¿pero a que soy un encanto?». Se sentó a la mesa junto a Michelle, pidió una copa y empezó a menospreciar la clientela de cara fláccida hasta que Michelle empezó a relajarse. Entonces, con mucha habilidad, empezó a escuchar y alternativamente fruncía el ceño con interés y se apoyaba en su silla impresionado por la claridad de sus ideas. Animada y bebida, ella liberó toda su sabiduría, le explicó la cultura de un continente con el parloteo seguro, impaciente y ambicioso propio de sus viejos días de universidad. Por supuesto, Michelle sabía que era un hijo de puta. Era lo bastante inteligente para darse cuenta de ello. Pero pensó que saberlo ponía las cartas de su lado. Se sentía cínica, sofisticada e indiferente, poderosa en su libertad mientras jugaba con aquel hombre. Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido desde que Alan se había cargado su crónica, eso seguro.
Ella y Hagen salieron juntos del bar, el brazo de él sobre los hombros de ella, la cadera de ella rozando cómodamente el muslo de él. Tomaron coches distintos y partieron hacia la Ciudad Universitaria donde vivía Hagen. Michelle seguía despacio detrás del Trans Am en su propio Datsun. Tenía que luchar para mantener el volante recto y los ojos abiertos mientras conducía. Después de unos veinte minutos aparcaron frente a un edificio de tres plantas estilo Tudor de pacotilla que el interno compartía con otros dos médicos. El joven Clarence escoltó a Michelle adentro.
Y allí, se la folló, como si de un pistón se tratara, rápidamente, en una habitación del piso de abajo. Para entonces, Michelle estaba tan bebida que empezó a desvanecerse cuando él todavía estaba en plena actuación. Se dejó llevar hacia el océano de su propia mente y se quedó ahí con algún otro hombre, en algún día futuro, cuando la vida fuera más sencilla y alguien la amara. Al cabo de un rato, se percató de que Clarence, que ya se había corrido, estaba roncando encima suyo. Salió como pudo de debajo de su cuerpo y se acurrucó en la parte superior de la cama, tan lejos de él como pudo. Se dijo a sí misma que se sentía cínica, sofisticada e indiferente y que Alan Mann se podía ir al infierno y pudrirse allí. Se dijo a sí misma que así era la Vida y perdió el conocimiento.
Y así fue cómo la reportera del St. Louis News pasó la noche anterior a la entrevista en la galería de la muerte con Frank Beachum.
Sobre las seis y media de la mañana siguiente -justo cuando Beachum se despertaba de su sueño- Michelle forzó sus párpados pegados y deseó, al igual que Beachum, estar en otro lugar. Se apartó de Hagen, que dormía, como si fuera una babosa, y avanzó dando traspiés hacia el cuarto de baño, para mear y lavarse la cara. Permaneció recostada sobre el lavabo durante unos instantes creyendo que iba a vomitar. Al ver que no, se levantó y empezó a temblar violentamente. No era una llorona, pero ahora tenía que contenerse para no llorar.
Hagen se despertó mientras ella se vestía. Se sentó en la cama, con la cabeza entre las manos. Michelle se abrochó rápidamente. No podía imaginar algo que él pudiera decir y que no le diera ganas de asesinarle.
¿Te apetece tomar un café? -murmulló.
– Cierra la boca -respondió.
– ¡Ey! -replicó-. ¿Qué he hecho? -Mientras se iba, él masculló algún insulto y un gesto de ahí te pudras. Luego se echó de nuevo sobre la cama con los brazos extendidos y la lengua fuera.
Michelle salió por la cocina, donde los compañeros de piso de Clarence la saludaron con un par de miradas impúdicas y soñolientas que la sacaron de madre.
Dio un portazo y echó a andar tambaleándose hasta el coche.
Condujo hasta encontrar un McDonald’s cercano. Pidió un café y se lo tomó en el aparcamiento, paseándose de extremo a extremo del Datsun. Maldijo a Hagen y a su sexo, pero no sirvió de nada. ¡Estúpida! Se dijo finalmente a sí misma. ¿Cómo puedes ser tan inteligente y tan estúpida a la vez? Un camionero que pasaba ruidosamente por la carretera le soltó un grito obsceno, algo sobre poner la cabeza debajo de su minifalda. Se sintió sucia y horrible y se escondió detrás del volante de su coche.
Allí, finalmente, empezó a llorar. Su cara se deshizo como la de un niño y, al igual que un niño, se desesperó. Lloró a mares gimió en voz alta, con la garganta contraída hasta que se sintió ahogada en sus propias lágrimas. Se cogió la cabeza con las manos, agitándola y moviéndola adelante y atrás, azotando su cara con la cabellera. Desaliento, desesperación. Sola, tan terriblemente sola. Ningún novio desde el instituto. Sin amigos desde los tiempos de la universidad. Y ya entonces sin amigos verdaderos, pues estaba demasiado por encima de ellos. Su vida social estaba colmada de errores de criterio. Su carrera, en la que confiaba para respetarse a sí misma, estaba en un pozo. Lo sabía todo sobre todo y nada sobre nada y no tenía la menor idea de cómo debía vivir su vida. Al menos en eso creía, en su sabiduría.
– Mi vida es una mierda -escupió con rabia, hiriéndose así misma, llorando-. Mi vida es realmente una mierda.