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Sobre las 7.05 de la mañana se había desahogado y se sentía mejor. Intentando sobreponerse, lanzó el vaso de café al asiento trasero del coche, al vertedero trasero de vasos de café vacíos, embalajes de comida rápida y periódicos sensacionalistas y bloques de notas y crónicas de prensa. Con un suspiro de alivio se estremeció y arrancó el motor del coche. Había tomado una decisión, se había dicho a sí misma. Sabía qué iba a hacer. El coche chirrió al entrar en la carretera, serpenteando con violencia.

Probablemente, alguien habría debido detenerla. Dios sabe que la policía está saturada de trabajo; no pueden estar en todas partes. Aun así, alguien habría podido hacerla volcar la noche anterior, con la borrachera que llevaba. Y esta mañana no estaba mucho mejor. Sentía la cabeza febril y pesada. La nariz taponada. El estómago era como un volcán vuelto al revés. La vista cansada y borrosa, y con todo el alcohol y la droga que llevaba en la sangre, y el hartón de llorar que se había pegado. Ella sabía que estaba pensando con el engranaje oxidado, pensando lentamente, reaccionando lentamente. Pero ¡qué diablos! Ya había vuelto a casa en ese estado antes. Lo había hecho un montón de veces. Y nunca había sufrido accidente alguno. Imaginó que esa vez no sería una excepción.

Todo iba bien, al principio, por el ancho bulevar que conducía al otro extremo de la ciudad. El tráfico del lunes por la mañana era rápido, pero poco denso. Michelle pegó sus ojos a las luces rojas traseras del coche que estaba justo delante, dejó que la arrastraran como si se tratara de la mirada fija de un vampiro, corrió tras ellas como si estuviera en trance. Pensaba en su decisión. Se asentía a sí misma, con los labios apretados con fuerza. Pensó que se quedaría en el periódico. Para eso había nacido; lo sabía y no iba a permitir que nadie la obligara a renunciar. Ella era mucho más inteligente que ellos -Alan, Bob, yo mismo-, era más lista que todos nosotros e iba a ser mucho mejor que todos nosotros. No era preciso que les gustara, se dijo a sí misma, bastaba con que publicaran sus crónicas.

Hizo una mueca al sentir su vientre sulfurado. Necesitaba con urgencia ir al lavabo, pero no quería detenerse. Deseaba llegar a casa y ducharse para sacarse de encima toda esa idiotez, empezar de nuevo, hacer las cosas bien y hacer que Alan Mann se tragara todas y cada una de sus palabras. Luego se dirigiría a Everett, pensó. Everett le enseñaría. Él era el mejor de todos ellos, por bastardo que fuera, y ella conseguiría que le enseñara todo lo que sabía. Entonces el haría una de sus bromas estúpidas, pero ella acabaría ganando. Pisó el acelerador. Pasó colinas, la llanura, gasolineras, pequeños cafés pintorescos. Todo pasó como un torbellino confuso, como una embrollada lejanía. Los grandes ojos de Michelle brillaron con determinación. Sus labios se perfilaron hacia arriba, en una sonrisa decidida. , pensó.

Y entonces entró en la Curva del Muerto.

Así la denominaba la gente del lugar. los periódicos, a veces, también. No era un nombre original, supongo, pero sí suficientemente preciso. Aquí, en el extremo de la ciudad, la carretera daba un giro a la izquierda, en un arco largo, repentino y amplio. El trafico acelerado giraba por él, en un viraje sin fin hacia la gran vía flanqueada de árboles, sin nada más que un área de servicio a la derecha, donde la curva alcanzaba su ápice. Muchos coches habían perdido el control en este punto. En los últimos dieciocho meses había habido dos accidentes mortales. Michelle entró en la curva con el gas a fondo y su mente ausente. Tenía los ojos casi cerrados y una sola mano al volante, mientras con la otra se acariciaba el estómago con un suave masaje.

En plena curva, las ruedas traseras del Datsun perdieron el agarre al asfalto. Michelle sintió cómo la parte posterior de su coche se desprendía del suelo. Recibió una sacudida y, asustada, giró el volante en sentido opuesto, justo lo contrario de lo que debería haber hecho. El coche empezó a zigzaguear violentamente y, a pesar del ángulo de la curva, el Datsun salió disparado en línea recta. Omitió el viraje y pasó rosando la acera hasta incrustarse en el aparcamiento. El tramo de asfalto resbalaba por la grasa del combustible. El Datsun empezó a dar vueltas. Parecía ganar velocidad. Michelle luchaba desesperadamente con el volante, pero sin éxito. El coche dio varias vueltas de campana y la pared blanca del garaje de la gasolinera se crecía desde el otro lado del parabrisas.

Michelle profirió un grito quebrado:

– ¡Socorro!

El coche chocó de frente contra la pared.

Michelle salió despedida de su asiento como un cohete. Dio de lleno contra el parabrisas y el cristal explotó. Su carne se desgarró con el impacto, sus huesos se quebraron como leña, sus tripas y su vejiga se vaciaron, y perdió el conocimiento. El cuerpo cayó con un ruido sordo sobre el capó plegado como si de una bolsa de ropa sucia se tratara. La blusa azul se tiñó rápidamente de rojo.

Y allí permaneció, inmóvil, mientras el humo y el vapor silbaban a su alrededor.

3

Eran casi las diez de la mañana cuando Bob Findley recibió la llamada en el departamento de información local. Colgó el teléfono y permaneció sentado unos instantes, mirando la sala tranquila. Era un extenso laberinto de mesas de oficina marrones con terminales de ordenador color canela. La sala estaba iluminada con una luz suave y vaga procedente de los fluorescentes escondidos tras los paneles de plástico del techo.

Bob respiró profundamente, recomponiendo su yo interior. Al principio, no estaba seguro de cómo quería reaccionar. Findley tenía la reputación de poseer un gran autocontrol y esa reputación era muy importante para él. Era joven y responsable del lugar, y quería que el personal lo considerara capaz de mantener la calma hasta el final. Nunca alzaba la voz, ni hablaba más rápido de lo que era capaz de razonar, especialmente en caso de emergencia y pasado un plazo límite. Le gustaba hacer observaciones serenas e irónicas en medio del caos, para que cualquier persona en estado frenético sintiera que la situación estaba bajo control. Y la mayoría de las veces, estaba bajo control. Era un buen redactor encargado de las noticias locales. Inteligente, erudito. Un poco inexperto, pero dispuesto a escuchar un consejo. Si algo negativo tenía, supongo, era que todos considerábamos que se contenía demasiado. Tenía una cara redonda, rosada y juvenil, y se sonrojaba violentamente cuando se enfadaba, a pesar de continuar hablando en tono sosegado. A veces, algunos de nosotros nos preguntábamos si un día el rostro no le saldría disparado del cuello como un balón pinchado.

Pero además de su aspecto tranquilo, a Bob también le importaba ser amable, atento, decía él. Era muy atento; de hecho, se esmeraba en serlo. E incluso se las agenciaba para tener un aspecto atento, delgado, indefinido, con facciones suaves bajo una bola de pelo castaño. Siempre con la camisa planchada, de color azul u otra más formal de color rosa: con una corbata alegre, sin americana y con pantalones de vestir. informal pero serio, considerado, solícito. Atento. Su postura en el periódico, al igual que sus opiniones, se encontraba siempre del lado humano y liberal de cualquier tema. Pensaba que todo el mundo sería humano y liberal si se tomara tiempo suficiente para pensarlo a fondo. Así era nuestro Bob.

Así que ahora, al colgar el teléfono, le resultaba un poco complicado encontrar la reacción adecuada. Si se mostraba demasiado sereno, no estaría siendo atento. Si se mostraba demasiado atento, no estaría sereno. Al cabo de un momento, se llevó la mano pensativamente a la barbilla.

– ¡Vaya una! -murmuró enarcando las cejas.

La ayudante de redacción, Jane March, alzó rápidamente la mirada de su terminal. Conociendo a Bob, oyendo un comentario como ése, imaginó que un avión se había estrellado contra el Busch Stadium o algo parecido.

– ¿Ha llegado Alan? -le preguntó en voz baja.

Llena de curiosidad, giró la cabeza hacia el vestíbulo.