Barbara no me miró. Los rasgos majestuosos de su rostro estaban tristes pero firmes. Movía la mano izquierda hacia delante y hacia atrás entre los dedos de la derecha. Lentamente, de ese modo, tiró de su alianza hasta el nudillo y se la quitó.
Dejó el anillo encima de la mesa, incorporándose para dejarlo tan lejos de ella como pudo, tan cerca de mí como pudo. Se sentó de nuevo y se llevó la taza vacía a los labios para que yo no pudiera verlos temblar y se sentó, nerviosa, haciendo que el plato pequeño de la taza tintineara.
Mirando el anillo de boda hizo un ademán con la cabeza.
– Si fuera una bala, estarías muerto -ironizó.
Creo que fue el único chiste espontáneo que le oí nunca.
Permanecí sentado un buen rato, sin pronunciar palabra. Me escocían los ojos. Observaba cómo el aro de oro se enfocaba y se desenfocaba, se prolongaba en forma de rayos al mirar el reflejo de la luz y desaparecía. ¿Y eso es todo?, pensé, dejando de tamborilear con los dedos. ¿De eso había tenido tanto miedo durante ese día eterno? Miedo de perderla, simplemente. A ella, a quien no amaba. Y separarme de Davy, a quien apenas veía. ¿Esa era toda la motivación oculta tras la fantasía Beachum? Esa larga y alucinante táctica dilatoria, ¿no quería sino evitar aquello?
Los dos nos quedamos un rato mirando la alianza, Barbara también. Cuando la miré, ella seguía concentrada en el anillo. Con la espalda erguida y la cabeza alzada, una de sus expresiones más altaneras y aristocráticas. Lo de la alianza era algo que se tomaba muy a pecho, eso de desprenderse de la alianza. Aunque, pensándolo bien, se lo tomaba todo muy a pecho. Siempre lo había hecho.
– Bien -solté al fin, con la mano reposando inmóvil en el extremo de la mesa. Déjame adivinar… ¿te ha llamado Bob?
– ¿Y qué más da quién me haya llamado? -preguntó con un bufido de enojo.
Moví la cabeza.
– Ella me llamó, si tanto te interesa. Tu Patricia.
– Bien -asentí-. Bien, bien, bien.
Al igual que la confesión de Frank Beachum, aquello me cuadró al instante. Patricia había llamado. Ella había querido que la hiciera sufrir y ahora se vengaba por haber accedido a sus deseos. Y la verdad es que lo merecía, lo cual era, probablemente, lo más extraño de todo.
– Intentó enviarte un mensaje al busca -añadió Barbara.
– Ya -repuse.
Me había olvidado de sacarlo de la guantera al salir de la prisión.
– Estaba llorando. Quería que supieras que todo se había acabado y que sentía que Bob forzara tu despido.
– Muy amable de su parte dejar un mensaje -me reí.
Barbara me miró despectiva desde su altitud moral.
– ¿Realmente pensabas que yo no lo sabía?
– Esa loca de Patricia… -murmuré.
Lo cierto es que creía que la había engañado por completo, pero decidí no confesarlo.
– Le dije que no se preocupara -prosiguió Barbara-. Le dije que era propio de ti. Que forma parte de tu personalidad.
– Sí, claro.
– Aunque, que me maten si me equivoco, pero no parece que te satisfaga mucho.
Me encogí de hombros. La satisfacción también era otro de los temas importantes para Barbara.
Tras un momento de silencio, me levanté y cogí el anillo. Lo cogí entre el pulgar y el corazón, girándolo de un lado a otro, mirando cómo se reflejaba en él la luz de la pequeña araña de luces que pendía del techo. En la cara interior había una inscripción. Sólo su nombre: Barbara Everett. En aquel momento era su nuevo nombre y parecía muy romántico.
Cerré el puño en torno al anillo.
– … duro para el niño -comenté. Me aclaré la garganta-. ¿No crees que será bastante duro para el niño?
Enarcó las cejas.
– Buena hora para pensar en eso, Ev.
Intenté responder, pero esa piedra, mi corazón, me lo impidió. Algún bracero en mis malditas entrañas se empeñaba en hacerlo subir hasta la garganta y dejarlo caer de nuevo, ¡bang!, hasta el pecho. Pobre Davy, pensé miserablemente. Pobre chaval. Con Barbara pendiente de él a cada momento, cuidándolo, huraña y decente. ¿Quién le iba a enseñar ahora a hacer el loco? ¿A desobedecer? ¿A tirarse pedos en silencio y hacer que todo el mundo culpe al chaval que esté sentado a su lado? ¿Quién le iba a enseñar que la mejor manera de tratar con un matón es comprender sus incertidumbres y luego lanzarle el codo con toda rapidez al puente de su nariz horrible? ¿O cómo decir que sí a las mujeres cuando te dicen cómo hacer las cosas para poder meterte en sus bragas sin demasiada palabrería?¿Cómo aprendería a negar de vez en cuando la importancia de los débiles y a reírse con disimulo del sufrimiento humano? Pobre cachorro. Barbara, con sus grandes instintos en aras de la compasión y de la moralidad, con su gran alma. ¡Dios! Sin mí, lo enterraría por completo.
– Oye -proferí con voz temblorosa-. ¿Es por las mujeres? ¿Es lo de las mujeres lo que te molesta tanto?
Me miró, perpleja.
– Quiero decir que no tenemos por qué ser un matrimonio como los demás. Puedes ir con otros hombres de vez en cuando -proseguí-. Los mataría, claro está, pero antes podrías acostarte con ellos. Quiero decir que, qué diablos, hace dos mil años que Jesucristo murió, ahora podemos dictar nuestras propias normas.
Una proposición fastuosa.
– Tal vez esa es tu idea del matrimonio, Ev -respondió, tal como habría podido suponer-, pero no es la mía.
– ¿Y por qué no? -espeté desesperadamente-. Al fin y al cabo, no me quieres.
Esa mirada perpleja seguía esculpida en su rostro, pero tenía los ojos vidriosos y los labios le temblaban de nuevo.
– Dios, tú eres imbécil -observó en voz baja-. No sabes nada de nadie que no seas tú. Te inventas a la gente en tu cabeza, decides lo que piensan y, hagan lo que hagan, simplemente los metes en el formato que has decidido para ellos. No entiendes nada.
– ¡Oh! -exclamé.
– Y ahora, lárgate de aquí.
Pero me quedé sentado un poco más. Abrí la mano y jugué con el anillo durante unos minutos. Apreté los labios para evitar que temblaran.
Finalmente, me metí la alianza en el bolsillo de la camisa, me levanté y me fui.
2
Eran aproximadamente las nueve y veinte, creo, cuando salí de casa. Más tarde, Mark Donaldson me dijo que había llamado justo entonces. Imagino que el teléfono sonó cuando yo bajaba por la escalera con aire lóbrego y con pisadas fuertes, pero no lo oí y, si lo hice, no le presté ninguna atención. Barbara tampoco respondió.
Al final, Donaldson colgó. Ya había intentado localizarme mediante el busca, pero todavía yacía olvidado en la guantera del coche. Se reclinó en la silla y suspiró.
Para entonces había pasado todo el día en el periódico y todavía le quedaba una historia por escribir. Era el relato de una mujer enfurecida que había intentado quemar la colección de cómics de su marido y murió en el incendio que se declaró como consecuencia de ello. Donaldson tenía prisa por terminar la historia para poderse ir a casa a hacer el amor con su propia mujer antes de acostarse. No estaba de humor para perseguirme y, de hecho, se preguntó si el intento valía la pena.
El motivo de su llamada era el siguiente:
Estaba sentado ante la mesa, elaborando trabajosamente la historia del cómic cuando recibió una llamada del despacho de redacción. Bob ya se había ido a casa, así que Anna Lee Daniels, la responsable del turno de noche, ocupaba su lugar.
– Mark gritó, desde el otro lado de la sala-, un imbécil borracho por la tres.
– Gracias -respondió Donaldson antes de coger el auricular. Una voz gutural eructó su nombre.
– ¿Sh’ushté Donaldson?
– ¿Sí?
– Sh’trata d’uno de vusstros gilipollas tene razón del negro.