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– Las cosas se están poniendo feas, ¿eh, Frank? -observó.

– Feas. Sí, feas, muy feas.

Y entonces, Beachum se levantó de un salto, avanzó rápidamente hacia los barrotes y dio marcha atrás. En ese corto trayecto, dio muestra de toda una serie de tics nerviosos: se pasó la mano por el pelo, se frotó las palmas, se llevó la mano a los labios y miró varias veces el reloj. Al acercarse de nuevo a la cama, se detuvo de repente y se quedó mirando a Flowers con esos ojos brillantes, como si acabara de darse cuenta de que el reverendo estaba allí.

– Quiero decir que… bueno, yo no hice nada -profirió-. Lo juro por Dios, Hallan. Yo no… Se volvió hacia los barrotes, se acercó a ellos y los agarró débilmente, cabizbajo, con ambas manos-. Lo siento -se excusó-. Lo siento, no lo estoy llevando demasiado bien.

Flowers avanzó hacia Frank y le puso la mano en el hombro.

– Es horrible tener que enfrentarse a ello.

– Dígamelo a mí, reverendo -espetó Beachum-. Usted no tiene que enfrentarse a ello.

En un primer momento, Flowers no respondió. En conversaciones como aquella, solía seguir su instinto. Intentaba no pensar demasiado y esperaba que Dios pusiera en su boca las palabras adecuadas. Y, de hecho, Dios parecía acudir en su ayuda, porque iba a decir: «Al final, todos tenemos que enfrentarnos ello, Frank», pero no lo hizo, las palabras murieron en su garganta. Aparentemente, a Dios no le pareció el momento oportuno para ser falso y sentencioso. Tanto Flowers como Frank sabían qué pajarillo de la rama eran y ambos sabían que Flowers no podía sino alegrarse por ello.

– No repuso Flowers al fin-. Yo no tengo que enfrentarme a ello.

Frank se dio con la cabeza contra los barrotes. Silenciosamente, pero hizo que Flowers se amedrentara.

– Lo siento -repitió-. Lo siento, lo siento.

Flowers le tiró del hombro con suavidad. Débilmente, con los brazos caídos, el convicto se alejó de los barrotes. Avanzó arrastrando los pies hasta la cama y se sentó. Flowers cogió la silla y se sentó frente a él, con el cuerpo inclinado, buscando sus ojos alicaídos. Esperó que Beachum hablara de nuevo. La situación era difíciclass="underline" viendo en silencio cómo el terror inundaba el cuerpo del otro hombre sin tregua, arrimándose a sí mismo, a su seguridad relativa. Además de pena y tristeza, había muchos más elementos que entraban en juego en aquellos momentos, muchos sentimientos que calaban hondo. No sólo el gozo irreprimible de la existencia, sino también el orgullo de hacer las cosas bien, la satisfacción personal, la emoción de presenciar un drama, como si estuviera viendo un programa de televisión y no el dolor de un semejante. Además de la pena, de la que fue consciente en casi todo momento, Flowers había vivido los últimos cinco años -y tal vez más- afligido por otro sentimiento, más secreto para sí mismo, que se revelaba únicamente en oleadas amargas que le hacía desear alejarse de la imagen de su propia alma: sentía que había algo putrefacto dentro de él, algo podrido y bajo. Algo indigno.

– El ser humano es malo -soltó Frank moviendo la cabeza y mirando al suelo-. El hombre…

– Has sido muy fuerte ante Bonnie -respondió Flowers.

– Sí, lo sé. Por Bonnie y por Gail.

– Y ahora se han ido.

– Sí. Ido -Frank volvió a menear la cabeza y empezó a frotarse las manos, una contra otra. Tenía las palmas de las manos rojas, como en carne viva.

– No cabe duda de que se han ido todos. Nos hemos quedado más solos que la una -añadió con otra risa espantosa.

Flowers se acercó al convicto y le apretó el brazo con fuerza.

– ¿Y qué me dices de Dios, Frank? ¿También te resulta difícil comunicarte con Dios?

– ¡Le he perdido! -gritó Beachum como un niño, con un grito ahogado. Se pasó las manos por la cabeza en un ademán de frustración-. Le tenía. Le tenía, pero…

Flowers se inclinó hacia delante, hablando sin pensar, siguiendo su instinto.

– Dios no te ha perdido, Frank. No te ha olvidado.

Con un ruido enojado y colérico, Beachum se puso en pie otra vez, se acercó a los barrotes y echó otra ojeada fugaz al reloj. Se abrazó así mismo. Esta vez, sin embargo, al envolverse con los brazos, permaneció inmóvil. Miró al techo, la lámpara fluorescente y cerró los ojos.

– Todo el mundo quiere algo de mí -murmuró. Y el tono de su voz continuó subiendo-: Incluso ahora. ¡Dios! ¡Dios! ¿Qué estoy haciendo aquí? Me estoy muriendo, me estoy jodidamente muriendo, y todo el mundo quiere algo, una parte de mí.

Las fosas nasales de Flowers se dilataron al aspirar con fuerza. Había comprendido lo que Frank quería decir y lo sentía, sentía la verdad de sus sentimientos, otra carga contra sí mismo.

– Gail -prosiguió Frank con la voz empañada por la emoción-. Tengo que sonreír por Gail. ¿Cree que no me doy cuenta de lo que le está ocurriendo? Y yo tengo que sonreír y decir: «Es un dibujo precioso, Gail. Papá te quiere, cariño». Al menos le queda algún pedazo de algo. Ella no es una jodida caja de cartón, aunque seguramente lo acabará siendo, Harlan. ¡Dios! Y Bonnie. Oh, sí, sé fuerte por Bonnie, que no se dé cuenta de lo mal que lo estás pasando. Porque no podría soportarlo, vaya infierno, vaya infierno negro y abismal. ¡Dios, Dios!

Se volvió para mirar al reverendo, sin dejar de abrazarse, con la boca contorsionada y los ojos ardiendo. Flowers sintió el calor de aquellos ojos y sintió una de esas gotas ácidas de malestar consigo mismo.

– El alcaide viene hasta aquí -continuó Frank. El alcaide, lo juro por Dios, entra aquí y yo me lo quedo mirando. Y sé perfectamente lo que quiere oír. «Yo le perdono alcaide, usted se limita a cumplir con su trabajo, alcaide. No le guardo rencor, alcaide.» No le guardo rencor. Y el reportero quiere su maldita historia…

Frank volvió la cabeza para poder secarse la boca con la mano sin soltar su cuerpo. Permaneció con los labios apretados, apoyados contra su mano, hablando a su propia carne.

– Y ahora usted ha entrado aquí, Harlan. Lo siento, pero ha entrado. Y también voy a tener que darle algo de mí.

Flowers sabía desde el comienzo que Frank diría algo parecido, pero aun así le dolió.

– No -repuso. Y supo que era una mentira.

– Sí, sí. Usted también quiere algo de mí. Tengo que decir: «Oh, sí, Harlan, claro que sí, reverendo, sí que creo». ¿O no? «Creo en el Señor Jesucristo y voy a ir al cielo, todos vamos al cielo» -Frank apretó el rostro con fuerza contra la mano, manteniendo los ojos cerrados-. Y así usted no tendrá nada que temer. He ahí el porqué. Tengo que decirlo para que usted no se preocupe. Van a sujetarme con correas y me van a llevar a la sala de la aguja mientras canto himnos y rezo a Dios para que usted no tenga que oírme en su cama por la noche, en su corazón, diciéndole: «Aquí no hay nada, viejo. Toda mi familia está destrozada. Han arruinado mi vida. Y yo me la pasé viviendo decentemente, yo no hice nada. ¡Dios! Y aquí no hay una puta mierda».

Flowers se esforzó por mantener los rasgos graves de su rostro, aquellos rasgos que las ancianas de su congregación tanto admiraban, inexpresivos e inmóviles. Se sentó con las manos apoyadas en las rodillas, los dedos quietos, entrelazados y los ojos graves fijos en Beachum. No mostró ningún indicio -procuró no mostrar ningún indicio- del estremecimiento que le conmovía todo el cuerpo a medida que el convicto proseguía su elocución. Porque él también vivía, al igual que Beachum, con el ojo observador de Dios. Apenas recordaba cuándo empezó a sentir la presencia de ese ojo constante e imperecedero, cuando era un niño. Como un público invisible, un segundo juicio en todos y cada uno de sus pensamientos y acciones. Y ¿qué ocurriría si se desvanecía -pensó-, como le había ocurrido a Frank? ¿Qué sucedería si de repente quedaba abandonado en la tierra seca y marchita con todo su dolor y sin nadie que le observara? Tal vez liberaría el peso de la culpabilidad, acallaría la voz de la conciencia, le haría sentirse en forma, como solía estar, o como pensaba que solía estar. Pero cerrar un pacto de esas características, entregarlo todo, a cambio de nada más que la soledad y la risa cósmica… Frank tenía razón: el pensamiento le sorprendió como algo desolador, aunque no podía imaginar la situación con claridad. Así que seguramente Frank tenía razón al decir que él estaba allí para ver la confirmación de la fe en los ojos de un hombre muerto.