Lo cierto es que refugiarse en las escrituras no hizo que Flowers se sintiera demasiado bien consigo mismo al evitar los ojos de Frank.
– Jesús también se sintió como tú, Frank -afirmó con mucha más seguridad en el tono de voz de la que realmente sentía-. Se arrodilló y rezó, en el huerto, para que el trance pasara cuando iban a por él, cuando se acercaban para llevárselo a su ejecución al igual que te sucede a ti.
– Sí, bueno, pero él sabía que volvería -murmuró Frank-, es una diferencia significativa, joder.
– Tal vez, pero eso no impidió que exudara sangre. Lo dice la Biblia. Jesús lloró y el sudor le salió por los poros de la piel en forma de sangre, y afirmó que se sintió afligido y pesaroso hasta la muerte. Lo que quiero decir es que Él no sabe más o menos cómo te sientes. Lo sabe con toda exactitud.
Frank permaneció donde estaba, encogido, abrazándose. Flowers veía avanzar el minutero del reloj por el rabillo del ojo, pero no se arriesgó a que Frank le viera mirar la manecilla. Deseó que otro hombre estuviera allí ocupando su lugar, un hombre mejor, más sabio y acertado. ¿Por qué Dios lo había llevado a pronunciar su Palabra, si no era lo bastante bueno para hacerlo?
Como si hubiera perdido todas sus fuerzas, Beachum se soltó los hombros. Su cuerpo se convulsionó como si estuviera riendo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados como si estuviera riendo.
– Eh -anunció-, le diré todo lo que quiera oír. Tengo tanto miedo… Cantaré el Gloria, Aleluya por el ojete si quiere. Le juro a Dios que tengo tanto miedo… -Emitió un ruido, un gruñido, un gemido imposible de describir, y apretó las palmas de las manos contra la frente, haciendo rechinar los dientes-. ¿Qué hay de bueno en todo esto? ¿Qué hay de bueno en todo esto?
Avanzó de nuevo hasta la cama y se sentó en ella, pero Flowers no giró la cabeza, sino que continuó mirando el lugar preciso en el que Frank había estado, los barrotes lejanos y el reloj omnipresente más allá de los mismos. Jesús lloró, pensó. A las once le pedirían que se fuera, más o menos a las once, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cinco minutos. Y Jesús lloró, cómo lo estaba esperando. Era demasiado honesto consigo mismo para no saberlo. Deseaba que fueran a buscarle y le pidieran que se fuera, deseaba que todo aquello se acabara, la ejecución, y las lágrimas de Bonnie y las largas horas de lamentaciones y los sentimientos de culpa de ella y el reconocimiento de la propia insuficiencia de él. Suspiraba por el momento en que llegaría a casa, con su mujer, Lillian, para contarle cuán triste era todo aquello y sentarse con una copa de brandy en la mano, junto a ella en el sofá de la sala de estar y sentirse vivo, escondiendo de nuevo el secreto del disgusto que sentía hacia sí, lejos de aquel convicto y de las acusaciones de su sufrimiento.
Y, por supuesto, ese deseo hacía que se sintiera tanto más fuerte cuanto que era un ser miserable, y un fracaso lamentable como pastor. Y la tristeza de ser tan pequeño, de ver que todos eran tan miserables e insignificantes, era abrumadora.
– No tienes por qué cantar el Gloria, Aleluya por mí, Frank -manifestó, mirando hacia abajo, estudiando las palmas rosadas de sus manos-. Te estoy oyendo.
Beachum gimió de nuevo, frotándose también las palmas rosadas y encendidas como si estuvieran en carne viva.
– Y tienes razón -prosiguió Flowers. Porque crees en lo que sientes, eso es todo. Y tal vez, como dices, yo quiero que tú creas en ello para que me parezca más real… No lo se. Pero no tengo ningún derecho a pedírtelo, eso es cierto.
Flowers respiró profundamente. Se sentía cansado. Los pensamientos que pasaban por su mente eran confusos y embrollados. Ni tan sólo sabía si lo que decía tenía algún sentido, pero pensó que se suponía que tenía que decirle algo a aquel pobre hombre.
– Sin embargo, no creer también es un sentimiento. Lo que estás sintiendo es lo que Jesucristo sintió, lo que cualquier persona sentiría. Porque estás asustado, como dices, porque van a venir a por ti. Si alguien apareciera tras esos barrotes y te dijera: «Vamos Frank, puede salir, eres libre» es probable que me confesaras: «Sabe, reverendo, allí arriba hay un Dios al fin y al cabo. Mire, me ha sacado las castañas del fuego. Debe de estar allí». Pero los hechos siguen siendo los mismos. Te sueltan, algún otro hombre, no tiene por qué ser en América, puede ser en África, en Irán, otro hombre pasando por lo mismo, enfrentándose al paredón por nada, abatido a tiros por nada. Porque deja que te diga una cosa, Frank. La vida es triste. Quieres volver a encontrar a Dios, quieres creer en Dios, pues tendrás que creer en un Dios del mundo triste; el mundo feo, lleno de injusticias y de dolor. Porque eso es lo que hay en todos los corazones que laten, Frank. Injusticia, fealdad, dolor. Eso es lo que hay en todos los corazones y en todas las manos. Y estaba ahí ayer, y está aquí hoy, y estará aquí mañana. Y así hasta la eternidad.
– No quiero morir, Harlan -replicó Frank Beachum.
Y entonces rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y empezó a temblar. Las lágrimas se escurrían por entre sus dedos.
No permita que me maten, ¡no! No he hecho nada. Lo juro por Dios. Lo juro por Dios, no quiero morir.
El reverendo Flowers rodeó con el brazo al hombre sollozante y apoyó la mejilla contra el cabello húmedo de Frank. Cerró los ojos y rogó a Dios que diera a Beachum fuerza, consuelo y paz. Deseaba ser él mismo más fuerte, más capaz de desempeñar la función que le había sido encomendada.
Y deseaba que aquella noche terminara. Se odió a sí mismo por ello, pero Dios sabía la verdad; deseaba que aquella noche terminara.
4
En lo que a mí respecta, me estaba emborrachando. Justo a esa hora, más o menos las diez y veinte. Mi culo estaba plantado sólidamente como el tronco de un árbol en un taburete del Gordon’s y me estaba puliendo una de esas bellezas como si la Prohibición estuviera a punto de instaurarse de nuevo. La verdad es que no tardé mucho en coger un buen punto. Apenas había comido nada en todo el día. Después de haberme bebido la mitad del cuarto whisky doble, empecé a sentir que la taberna se movía bajo mis pies como el péndulo del reloj de pared de un abuelo.
El Gordon’s era un bar-restaurante en una esquina sombreada por árboles en Euclid Avenue. La fachada de ladrillo descolorida bajo el toldo exterior de color verde, el cálido interior de madera iluminado con fanales y una amplia selección de cervezas actuales habían convertido aquel lugar en una guarida de jóvenes ejecutivos y de las mujeres que ellos esperaban amar. Solía estar bastante lleno y algunas veces el trasiego y el hedor de la cacería sexual llegaba a ser un espectáculo distraído para un hombre cuya mente estaba empapada en alcohol. Pero los lunes de verano, el ambiente estaba bastante tranquilo, con un suave murmullo de conversación que emanaba del comedor, y el bar vacío si no fuera por mí y por un tipo que miraba los Cardinals en el televisor colgado de la esquina superior en la pared del fondo.