– Por el amor de Dios, Everett -suspiró Neil Gordon-. Vete a tu casa de una puta vez ¿quieres?
Me eché a reír amargamente, levantando la cabeza, que me pesaba como un muerto.
No tengo casa, Neil-O -expliqué-. Neil-o-rama. No tengo mierda casa. -Con cierta dificultad conseguí llegar al bolsillo de la camisa y sacar la alianza de Barbara. La cogí entre los dedos, sosteniéndola contra la tenue luz del bar-. ¿Lo ves? Y mi hijo’mpoco. No tiene padre. Mi niño, mi pequeño, mi bebé… ¿Qué diablos va a hacer? Destrozar su vida. Su destino, de eso estoy hablando. No sh culpa suya, sólo…
Sorbí por las narices lamentablemente. Neil frunció los labios como si oliera algo horrible. Le enseñé el anillo.
– ¿Vesh shto? -pregunté-. ¿Qui ntro? Shu nomre. Nustro nomre. Barbara Everett. Tnía kser na milia. Tnía kser… ntos. Ehos sh, esha sh la clave d’todo. Un nomre. Ella canvia shu nomre a uno. Ntos.Una mmilia.
Sostener la alianza empezaba a resultarme demasiado pesado y, como si se tratara de una especie de dispositivo mecánico en el que todas las partes están conectadas, mi otra mano se alzó, acercándome el vaso a los labios. El whisky me hizo jadear. Me quedé mirando con ojos de miope la camisa floreada de Neil. No creí que pudiera aguantar las lágrimas mucho más tiempo.
– Hice grabar ese nombre en el anillo… -farfullé con la voz entrecortada-. Para que estuviera allí… para que estuviera allí.
Y así permanecí sentado, con los labios fruncidos, embobado, los ojos llenos de lágrimas, parpadeando estúpidamente frente a la serie vertiginosa de flores estampadas. Y una vez más, al sentarme, parecía tener lugar un levantamiento del velo mortal o, en todo caso, una desviación ebria del mismo, para revelar, de forma borrosa, imprecisa, alejándose y acercándose a mí, la cadena oculta del sentido que se esconde tras los acontecimientos. Abrí la boca todavía más. La lengua se me trababa al intentar formular palabras y expresar mi revelación.
– Duuuuuuuuhhh… -proferí.
Neil meneó la cabeza, echando un vistazo al televisor otra vez. -Medallón -logré decir al fin.
– ¿Qué? -preguntó Neil poco interesado, si lo estaba en alguna medida.
– Duuuuuuuuhhh… -murmuré-. El medallón. Ese medallón. Y con esa observación me levanté del taburete, incorporándome con la ayuda de los codos y permaneciendo así unos instantes, con la barbilla ligeramente por encima del nivel de la madera, antes de arañar la barra con las manos y escalar las alturas hasta conseguir una posición erguida. La caída me refrescó la memoria, la iluminó de alguna forma durante unos pocos segundos. Lancé una mirada a las estanterías repletas de botellas brillantes, más allá de los uniformes rojos que se movían en el campo televisado, y de nuevo a los fríos ojos marrones escondidos detrás de las gafas de Neil, intentando desesperadamente concentrarme en mis propias lentes.
– ¿No l’vesh? -le pregunté-. Todavía lleva el puto medallón.
– ¿De quién estás hablando? ¿De quién estamos hablando?
– Dla señora Russel. La abuela de Russel. ¿Es posible? ¿Tengo razón?
Me pasé la mano por el rostro, frotándome los ojos con fuerza. Pero la idea no se evaporó. Me quedé mirando a Neil con ojos fijos y apoyé la mano firmemente en su hombro.
– El medallón, Neil-o. ¡Dios! ¡Dios!
– Tranquilízate, Ev.
– Tengo que irme, tengo que irme. ¿Dónde estoy?
– Espera, espera, estás borracho.
– ¡Mierda! ¡Ya sé que estoy borracho! Pero, yo qué soy, ¿gilipollas? Estoy como una puta cuba. Por eso la mató, ¿entiendes?
– ¿A la abuela de Warren?
– ¡A Amy Wilson!
– ¿Qué?
– ¿No lo ves? Yo le vi. A su padre. En televisión. Le vi. Dijo, dijo que el asesino le arrancó el medallón. El que él le regaló a los dieciséis años. Lo dijo. -Atónito, la fuerza con la que me aferraba al hombro del barman se fue debilitando. Le solté, y me senté de nuevo en el taburete-. Eso es lo que ocurrió -proseguí-. Ella ya le había dado el dinero a Russel, pero él quería el medallón, y por eso le disparó en la garganta. Todo encaja. Tienen que darse cuenta. ¿Qué hora es? ¿Qué coño hago aquí?
– Espera un momento, te haré un café.
– ¡No, no, no! -grité, agitando enérgicamente la mano frente a él-. Neil, ¡Dios! ¡Escucha! ¡Escucha! Todo es cierto.
– Seguro que sí, muchacho. Todo es cierto. Todo depende del punto de vista.
– Sí, pero esto no. Esto es así, es así.
Ni siquiera yo podía creer lo que estaba diciendo. Intentaba razonar, asegurarme de que no se trataba de una fantasía producto de la desesperación. Pero resultaba muy difícil pensar con claridad. El bar se movía arriba y abajo, y mi estómago con él.
– Él estaba atracando la tienda, ¿de acuerdo? Y ella le dio el dinero -expliqué sin dirigirme a nadie en concreto-. Pero cuando reparó en el medallón, lo quiso por las iniciales que llevaba grabadas. Para su abuela. Porque eran sus iniciales, las mismas iniciales. Angela Russel. Y Amy dijo: «¡No, por favor, eso no!». El medallón no. Porterhouse la oyó. Y Russel le disparó en la garganta porque apuntaba al medallón con la pistola. -De nuevo me puse en pie-. Y ella todavía lleva el puto medallón. La abuela. Por él. Por Warren. Para acordarse de él. ¡Dios Santo! ¿Qué hora es?
– Las once menos cinco.
– ¡Dios Santo! ¡Méteme en mi coche!
Di un paso hacia delante y tropecé con algo, una bolsa de aire muy espesa, probablemente, y un segundo más tarde yacía en el suelo, apoyado sobre las manos y las rodillas, con las gafas de lado cruzándome el rostro y el estómago borbotando como si el contenido fuera lava. Neil estaba junto a mí, arrodillado a mi lado. El otro tipo también estaba allí, el tipo que había estado mirando la televisión. Ambos me agarraron por los hombros y me ayudaron a incorporarme.
– Era su nombre de soltera -farfullé, babeando por el extremo de la boca-. Su padre se lo regaló cuando cumplió los dieciséis años. El señor Robertson. Era su nombre de soltera. AR. Y Russel lo quería para su abuela.
Me aferré a Neil con ambas manos en el momento en que los dos hombres me pusieron de pie.
– Podría conseguirlo con el medallón, Neil -inquirí-. Podría demostrárselo a Lowenstein. Si pudiera probar que era el medallón de Amy, podría demostrar que Warren se lo dio a su abuela. Así lo lograría. Con eso bastaría.
– De acuerdo, compañero, de acuerdo, pero ahora tendrás que sentarte.
Neil me tenía cogido por un brazo y el otro tipo por el otro. El suelo debajo de los pies me parecía una alcantarilla abierta en el fondo de la cual se encontraba el bar girando confusamente.
Aun así, logré soltarme. Hice un movimiento violento que les cogió desprevenidos y mis músculos de gimnasio lograron deshacerse de ellos. Avancé dando traspiés y me volví para mirarlos de frente. Los dos hombres se acercaron, dispuestos a abalanzarse sobre mí, pero me alejé en dirección a la puerta y me enderecé las gafas.
– Es cierto -espeté casi sin aliento.
– No puedes conducir así -repuso Neil.
– He de intentarlo -respondí.
– Te matarás.
– Inocente. Ese tipo es inocente. Van a matarlo, Neil-o… Tengo, tengo que…
– Ev, escucha… -profirió Neil. Avanzó hacia mí. El otro tipo intentó cogerme el brazo, pero yo se lo impedí rápidamente.
– Si no, no soy nadie -farfullé-. No soy nadie.
Les di la espalda y llegué a la puerta en dos zancadas. Agarré el tirador y la abrí. El extremo de la puerta me dio de lleno en la frente.