– ¡Oh, mierda! -exclamé tambaleándome hacia atrás, cubriéndome la cara.
– Ev! -gritó Neil.
Pero no permití que me alcanzara. Agarré de nuevo la puerta, con una mano en la frente y la otra en el tirador.
Sentí la sangre, caliente y viscosa, descender por la frente y entre los dedos, mientras cruzaba el umbral haciendo eses y me tambaleaba adentrándome en la noche.
Novena parte
1
Cuatro guardias escoltaban la camilla hasta la puerta de la galería de la muerte. Luther Plunkitt dirigía el pelotón. Cuando llegó a la puerta hizo una pausa y una seña de que esperaran. Los guardias permanecieron donde estaban, dos a cada lado de la camilla. Eran hombres fuertes y cada uno de ellos llevaba un escudo antidisturbios de plástico en el brazo así como una porra de goma que pendía del cinturón. Los hombres formaban el llamado equipo de las correas. Estaban allí para vestir a Beachum, acostarlo en la camilla y atarlo; y llevarlo hasta la cámara de la muerte.
El jefe del equipo llevaba un paquete envuelto en papel marrón. En la puerta, Luther ladeó la cabeza y golpeó el pecho del guardia con el nudillo. A continuación, hizo un gesto al guardia que vigilaba en la galería de la muerte y la puerta se abrió. Luther entró y el guardia responsable del paquete le siguió. Los otros tres esperaron fuera junto a la camilla.
Frank Beachum estaba sentado en el borde de la cama, cabizbajo. El reverendo Flowers estaba en la silla junto a él, inclinado hacia él, casi sobre él, murmurando sin cesar en un tono de voz bajo y lúgubre.
– Voy a poner tu mano en la mano de Dios -rezaba el reverendo-. El Señor está contigo, mira a Jesucristo y verás cómo lograrás sobrellevar todo esto. Él andará contigo, andará contigo hacia la gloria…
Murmuraba sin pensar, parloteando desde la angustia alquitranada que le invadía, una letanía estúpida con la que casi logró hipnotizarse a sí mismo.
Beachum se llevaba las manos al rostro para humedecerse los labios secos una y otra vez, lo escondía entre las rodillas y se incorporaba de nuevo. Tenía los ojos clavados en el suelo y meneaba la cabeza.
– Juro por Dios que yo no hice nada, Hallan -repetía sin cesar-. Nada. Lo juro. Tiene que decírselo. ¡Dios! Mi Bonnie. Gail. Mi pequeña. Yo no he hecho nada.
Hacía un buen rato que ambos habían traspasado la frontera de la razón.
La puerta se abrió de repente y Beachum emitió un ruido tímido y aterrorizado. Se puso rígido como si la corriente le hubiese sacudido el cuerpo. Cuando Luther Plunkitt entró, lanzó una mirada fugaz y llena de pánico a la puerta y al reloj, al reloj y a la puerta. Las once, sólo las once. Todavía no era la hora, pensó furiosamente. Faltaba una hora, un hora entera.
Tras hacer un pequeño ademán con la cabeza a Benson, Luther se acercó a la celda. Su paso era firme y su expresión imperturbable, con aquella sonrisa sin sentido tan propia de él. Estaba decidido, conocía sus obligaciones, y su mente había entrado en una zona en la que sólo había acción. Sabía que podía contar con ello en momentos como ésos: en una batalla, bajo presión, en un ataque. Durante la próxima hora, se transformaría en las cosas que debía decir y hacer. Se convertiría en un trabajo y cumpliría con su cometido.
Se acercó a los barrotes. Vio cómo Beachum se ponía en pie y el reverendo junto a él. Pronunció las palabras que tenía que pronunciar en el tono de necesidad compasiva que él consideraba la voz del estado de Missouri.
– Frank. Voy a pedirle al reverendo que salga un momento para que puedas cambiarte de ropa y ocuparte de algunas cosas. Luego podrá volver a entrar.
Hizo una seña al reverendo sin dejar de esbozar su sonrisa blanda. Sin embargo, en alguna parte remota de su cerebro, tomó nota de los ojos brillantes y aterrorizados del prisionero y de su boca, inquieta como la de un insecto: el semblante misteriosamente dócil, pálido y asustado de todos y cada uno de los muertos que había visto. Y era confusamente consciente del lento hervor de terror que borbotaba en lo más hondo de su ser. Pero lo ignoró, pues sabía muy bien cómo hacerlo.
Los barrotes de la celda se deslizaron hacia atrás. Flowers puso la mano en el hombro de Beachum.
– Estaré fuera, Frank. Volveré en cuanto pueda.
Las palabras sonaron tranquilizadoras, pero Frank apenas las comprendió.
Beachum se tornó hacia él, como un invidente, se giró siguiendo el sonido de su voz. Los ojos del convicto estaban tan brillantes, tan llenos de súplicas desesperadas que parecían retener a Flowers con la simple fuerza de la mirada. Flowers estaba impaciente por salir de allí, sólo un minuto, sólo para respirar. Se odiaba a sí mismo por ello, pero se alegraba de la necesidad de alejarse de la mirada de Beachum y salir de la celda.
Avanzó rápidamente hacia la puerta y tuvo que obligarse a detenerse un instante y volverse a mirar hacia atrás con una sonrisa tranquilizadora. Luego, la puerta se abrió y él siguió su camino.
Salir de la celda fue como despertar de su propia tumba: el alivio fue inmenso. Y, sin embargo, en el mismo momento en el que entró en el vestíbulo, vio la camilla, con las gruesas correas de cuero, su presencia sofocante, y el equipo de las correas, los tres guardias relajados, profesionales e implacables. No pudo permitirse flaquear o dar ningún grito sofocado al aire del vestíbulo. El reverendo Flowers intentó pasar por delante de aquellos hombres con toda la dignidad de la que fue capaz.
Siguió andando por el pasillo hasta el punto de control, donde le permitieron pasar a la sección médica. Preguntó por el aseo de caballeros, y una enfermera le indicó el camino.
Hasta que no estuvo en el urinario no pudo liberar la tensión que guardaba dentro de él. Apoyó la cabeza contra la pared de hormigón, se cogió el pene con los dedos y se puso a orinar. Cerró los ojos y respiró con la boca abierta.
– ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! -susurró-. ¿Por qué permites que nos hagamos esto los unos a los otros?
En la celda, el guardia del equipo de las correas dejé el paquete sobre la mesa. A Beachum le pareció que al caer había provocado un estruendo: ¡pam!, y se alejó del paquete en una especie de horror místico, mirando el suave papel marrón como si se tratara de un paquete bomba.
El alcaide le estaba hablando, pero para Frank sólo era un sonido, un murmullo inexorable, como el tictac del reloj, empujándole suavemente a la siguiente etapa de los procedimientos. Él no había hecho nada, pero eso no iba a cambiar las cosas.
– Frank -explicó el alcaide-, te hemos traído una muda, tal como te había explicado. Te voy a pedir que te pongas esta ropa, sin olvidar los calzoncillos especiales que se facilitan por motivos higiénicos. Es preciso que te los pongas y debo preguntarte si piensas oponerte a ello.
El sentido de las palabras parecía llegar a Frank momentos después de haber sido pronunciadas, como una traducción a través de auriculares. Cuando comprendió el significado de las mismas, se le ocurrieron tantas respuestas y reacciones posibles que le parecía imposible que un único segundo pudiera contenerlas todas: era el tiempo condensado de los sueños. Se imaginó rebelándose, gritando, abalanzándose sobre el guardia, quizá matándole, tal vez forzando a los guardias a atarle desnudo por pura fuerza, tal vez saltando sobre ellos, corriendo en la noche para encontrarse con Bonnie y huyendo con ella, cogidos de la mano… Y al mismo tiempo, como en un sueño, se sentía demasiado débil para moverse, incluso para hablar, con los músculos lánguidos por el miedo, con la voluntad marchita y cobarde. Y, pese a todo, en ese instante, antes de haber decidido lo que iba a hacer, antes de notar que tenía fuerza suficiente, dio un paso hacia delante y cogió el paquete. Sólo era una muda, eso era todo; todavía no era la cosa, la cosa en sí.