Con la mano agarrando el papel marrón, notó como si hubiera hecho un pacto entre sí mismo y esa etapa, sólo con esa etapa, el cambio de ropa. Aceptaba cambiarse de ropa, pero eso no lo comprometía con la etapa siguiente, con el siguiente paso. Sabía, aunque no quería ser consciente de ello, que así sería hasta el finaclass="underline" el juego no consistía en aceptar el proceso en su conjunto sino sólo una de las etapas, cada paso, paso a paso, con la esperanza de que el siguiente trajera consigo la rebelión o el rescate pese a que, de hecho, las decisiones ya estaban tomadas. Y así hasta el final.
Cogió el paquete, con la mirada clavada en Plunkitt.
– Bien -oyó decir al alcaide.
Era lo mejor que Luther Plunkitt podía hacer; lo mínimo y lo máximo que podía hacer. El protocolo oficial exigía que los cuatro guardias del equipo de las correas entraran en la celda, rodearan al prisionero y se aseguraran de que pensaba ponerse las ropas limpias y los pañales higiénicos. Se suponía que el mensaje debía ser claro y contundente: o te vistes o te vestimos. Pero a Luther no le gustaba hacerlo de aquella manera. Un hombre necesitaba cierta dignidad, aunque ello conllevara un riesgo para la seguridad. Debemos dejar que un hombre tome sus propias decisiones siempre que sea posible. Luther había tomado la decisión profesional de que Beachum, al final, se comportaría como un hombre y haría lo que tenía que hacer.
Luther empezó a hablar de nuevo, no maquinalmente, sino con fluidez, sin apenas tener que pensar en las palabras, simplemente diciendo lo que tenía que decir.
– Me parece que sería oportuno, Frank, que aprovecharas la oportunidad para ir al baño. Por tu propia comodidad, ya que tal vez no puedas hacerlo más tarde.
Frank, sosteniendo el paquete, mirando al vacío, asintió.
Luther hizo una seña al guardia del equipo de las correas. Éste salió de la celda y la puerta de barrotes se cerró.
– Esperaré fuera -indicó Luther-. El guardia me avisará cuando hayas terminado.
Frank Beachum se sentó en el váter de acero en un rincón de la celda. Se dejó los pantalones puestos, bajados hasta los tobillos: si se los hubiera quitado se habría sentido demasiado desnudo e indefenso. Tampoco quería verse a sí mismo. Aun entonces, sentado como estaba, cuando se miró el pene, se sintió mal. Lo tenía arrugado, del tamaño de una falange del pulgar, y el escroto tan tenso que sus testículos eran prácticamente invisibles. Aquella imagen hizo que se odiara a sí mismo.
Corrían todo tipo de historias en Osage, en las celdas, en el patio, sobre cómo te dejaban follar con tu mujer en la celda de la muerte. Al menos te dejan echar un buen polvo antes de irte, decían los prisioneros. Frank no sabía si aquello era cierto o no. Ni cuando Bonnie había estado allí, nunca había tenido menos ganas de hacer el amor en toda su vida. Y ahora la necesidad había desaparecido por completo, hielo gris donde antaño había habido una ascua firme e incandescente. Podía recordar con lucidez, como si le hubiera sucedido a otro hombre, su propio pasado, rostros de mujeres empapados por el sudor, los pliegues grises y blanquecinos de las sábanas, las formas de las cabeceras de las camas, los colores de las paredes. Se recordaba a sí mismo penetrando a una vaquera de Kansas con placer eufórico, o follándose a una zorra de las Badlands como un torbellino de furia desenfrenada, o inclinado sobre Bonnie como un cielo sólido, como si nada pudiera llover a través de él y herirla: parecía que todo había sido bueno, una buena vida. Pero ya no quedaba nada, todo lo palpable se había esfumado. La imagen de su verga arrugada hizo que se odiara a sí mismo por no tener nada, por ser un trozo de carne débil, fláccida y castrada obligada a arrastrarse por las distintas etapas de su propia muerte. Incluso su imaginación había perdido el poder visceral. La capacidad de pensar en el olor, en el sabor de un coño, uno de los placeres de su tiempo libre, era superior a él. Le daba asco, le hacía enfermar de fiebre, como una náusea de impotencia. La forma en que la orina caía, gota a gota con esfuerzo -para describirlo de algún modo-, le martilleaba la mente y hacía que se sintiera aún más repugnante.
Al igual que un hombre ardiendo de fiebre, débilmente, se levantó y se subió los pantalones. Se sacó la camisa por encima de la cabeza y desdobló la camiseta blanca y planchada del paquete que yacía sobre la mesa. Se la puso y se quitó los pantalones. Tuvo que tragarse un halo de repugnancia y humillación al ponerse los calzoncillos de plástico. El último artículo, unos pantalones verdes anchos, se los puso tan rápida y torpemente que casi se cayó. En cualquier caso, y con los pantalones puestos, podía sentir el plástico en contacto con su piel, recordatorio de cuán indefenso, desvalido y desamparado estaba, y de su virilidad perdida.
Cuando terminó de vestirse, se quedó de pie con los hombros hundidos, la barbilla baja, la boca entreabierta y los ojos mirando el suelo con brillo apagado. La puerta se abrió, y el alcaide entró. Se acercó a los barrotes de la celda y asintió mirando al prisionero.
– Bien -repitió.
A las once y cuarto, más o menos, Luther salió de la celda y anunció a Flowers que podía volver a entrar. Flowers estaba en el vestíbulo detrás de la camilla, intentando no mirarla pero sin poder evitarlo de vez en cuando, y estremeciéndose con una sensación odiosa y macabra. Rodeó la camilla para llegar a la puerta, y él y Luther se cruzaron justo en el umbral. El reverendo, alto, de rostro negro e impresionante, gravedad monumental y ojos tristes y amarillentos, miró al hombre bajito de cabello canoso, rostro de masilla y ojos pequeños y marmóreos. El alcaide se giró. En ese momento, Flowers se sintió más próximo a Plunkitt que a Beachum, que a cualquier otra persona. Reconoció a un compañero en la desgracia, descubrió en la mirada del alcaide un sentimiento que él amagaba en su propio corazón: gracias, Señor, porque todo estaba a punto de terminar. Ya casi había terminado.
Flowers había sacado la Biblia del bolsillo de la americana y se había sentado en la cama de Beachum para leerle unos párrafos.
– El Señor es mi pastor -rezó con voz profunda de barítono-. Nada me falta. / Me hace recostar en verdes pastos / y me lleva a frescas aguas. / Recrea mi alma…
Le sorprendió, como solía suceder, el gran consuelo que ese salmo le producía. A veces pensaba que ello se debía únicamente a su ritmo o al sonido de las palabras tanto como a su significado. Al leerlo, su mente se bañaba en él como en agua caliente, y la agitación de su estómago se suavizaba. Lo leía con emoción sincera.
– Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, / no temo mal alguno, / porque tú estás conmigo…
Procuró modular la voz para transmitir el consuelo por el espacio existente entre sus labios y el oído del convicto. Ese pequeño espacio infinito.
A Beachum las palabras le alegraron, el sonido de una voz humana, aunque toda la concentración de su alma estaba en el cigarrillo. El semblante cansado y ojeroso inclinado hacia aquel cigarrillo y el mechón de cabello suspendido sobre la frente. Dio una profunda calada con un silbido, inspirando el humo como si de vino dulce se tratara. Cuando llegó a la colilla, encendió otro cigarrillo con ella y lo fumó de la misma forma, con la misma intensidad. No quería que esos últimos instantes se perdieran sin darse ese placer.
Y entretanto seguía mirando el reloj, alzando la cabeza a intervalos cada vez más cortos, deseando que el cambio no fuera demasiado grande desde la última mirada, temeroso de que le cogieran desprevenido, pero asqueado por la imagen del movimiento incesante del minutero.
Cuando miró a otra parte, se perdió durante unos instantes soñando despierto en el pasado: el olor del césped recién cortado, el calor del verano en la piel, el bebé en la caja de arena, su mujer a la puerta con la botella vacía de salsa A-1. Pero no por demasiado tiempo. El reloj avanzaba con más rapidez cuando no le prestaba atención, así que lo miró de nuevo y dio otra calada al cigarrillo. Y pensó que él no había hecho nada, que había de encontrar la forma de hacérselo comprender, y entonces empezó de nuevo a soñar despierto mientras el salmo lo arrullaba.