El humo, el reverendo, el sueño, el reloj.
A las once y media entraron con la camilla.
Luther, por supuesto, comprendía la importancia de la camilla. Era lo más importante. En las reuniones de protocolo, él fue el primero en sugerir que se atara al prisionero en la misma celda y que fuera conducido de esta forma hasta la cámara de ejecución, en lugar de ir andando hasta la cámara y atar en ella al convicto. El momento más difícil para los prisioneros era la primera vez que veían la larga mesa con las gruesas correas de cuero. Era el momento en que las probabilidades de que se asustaran y cayeran en el pánico eran mayores. En cierto modo, los prisioneros no se consideraban a sí mismos completamente indefensos. Simplemente era algo que no podían imaginar. Podían tener fantasías sobre una posible huida o imaginarse resistiéndose y «cogiendo a un rehén». Pero la imagen de la camilla con las correas, la estructura metálica y las ruedas gruesas les devolvían de golpe el sentido de la realidad. Una vez atado a ella, un convicto sabía que no quedaban más alternativas. Nadie le pediría por favor que se vistiera o fuera aquí o allí. Sencillamente lo transportarían de un lugar a otro, lo llevarían por los pasillos hasta la cámara final, tan fácilmente como quien lleva un carro de la compra. Ni tan sólo podría alejar el brazo cuando le clavaran la aguja.
Luther sabía que era preciso pasar por ese trance lo más rápidamente posible. Tenía que suceder en un espacio restringido pero con una presencia importante de guardias.
Cuando el prisionero estaba atado a la camilla, lo peor del procedimiento había pasado.
Así que esto sucedió con la mayor diligencia y sigilo.
En el momento en que la camilla entró en la galería, la puerta de barrotes se abrió. Beachum apenas tuvo tiempo de ponerse de pie, de mirar aterrorizado el reloj cuando la cosa ya estaba en la celda a su lado, entre él y Flowers, acorralándole. Y los guardias le rodeaban, empujándole hacia la mesa.
Y, sin embargo, en el tiempo condensado de los sueños, hubo un instante interminable, antes de que el grupo de guardias se ciñera en torno a él, antes de que la primera mano poderosa le rozara el brazo, en el que Frank aún imaginó un amplio abanico de situaciones posibles: la huida hacia la libertad, el asesinato del guardia, la huida planeada desde tiempo atrás y retrasada hasta ese momento inesperado, o simplemente despertar en su propia cama con el olor fresco del rocío de las hojas de verano llevado por el aire hasta la ventana de la habitación.
Y de nuevo, antes de decidir qué camino tomar, antes de consentir en el proceso, antes de decidir que les acompañaría, accedió, girando su cuerpo para que les fuera más fácil subirle a la mesa, levantándose con el tierno apoyo de la mano de un guardia, acostándose sobre la sábana áspera, mirando los fluorescentes e incluso pensando: sólo es esto, sólo es la camilla, no es la cosa, no es la cosa en sí misma; mientras las correas de cuero le cruzaban el cuerpo con toda rapidez, con mano experta, y luego las ajustaban con fuerza, hasta que quedó bien atado.
2
– Venga ya, maldito trozo de hojalata -chillaba yo mientras tanto-. Montón de mierda asada, ¡venga!
Pero no era culpa del pobre Tempo. Pese al carburador amordazado por años de suciedad, el aceite inerte tan negro como un remordimiento y las bujías marcándose un ritmo peor que el coro de un cabaret de cuarta categoría, el coche aún conseguía avanzar como un cohete por el corazón tranquilo de la noche y hacer chirriar los neumáticos. Pero la maldita carretera… La maldita carretera seguía serpenteando delante mío, desvaneciéndose, desparramándose y desdibujándose detrás de los bamboleos ondulantes de la neblina del whisky. A veces, todo aquello desaparecía cuando la cabeza se me caía hacia delante y los párpados se me cerraban lentamente. Y cuando conseguía abrir bien los ojos, cuando me erguía en el asiento, el Tempo se desplazaba para coger las curvas y chirriar por la presión de los neumáticos o incluso llegaba a rozar la hierba que bordeaba la carretera hasta que lo enderezaba y volvía al asfalto, chirriando, jurando como un condenado, corrigiendo el exceso de velocidad durante un rato, hasta que volvía a desmoronarme.
Tan borracho, estaba tan borracho… Eran casi las once de la noche y yo iba tan ciego que apenas podía mantenerme despierto. En mi cabeza, un yunque embrutecido por el alcohol parecía hundirme sin piedad hacia la tierra. Casi las once: la sensación de pánico impotente parecía abandonarme. Y yo estaba como una puta cuba…
Pasaba por Forest Park. Avanzaba con gran estruendo por charcos de luz entremezclándose con cuestas ondulantes de oscuridad que se abrían ante mí. Sintiendo cómo el tiempo pasaba, sintiendo su avance inexorable. A veces, en las profundidades y los márgenes de la neblina del whisky, vislumbraba grupos de chavales negros y veía sus caras, veía cómo sus ojos se abrían de par en par cuando el Tempo se desviaba bruscamente hacia ellos, oía sus risotadas y abucheos cuando retornaba el camino y me alejaba haciendo eses por la carretera. Y las carcajadas parecían seguirme y envolverme mientras mi cabeza se hundía aún más. ¿Por qué era tan tarde? ¿Por qué tenía que estar tan borracho, joder? Impotente, impotente.
Y llegué al puente que atraviesa el sinuoso lago del parque. Para mí fue casi el final, un final lamentable. Aturdido por los rizos brillantes del agua debajo de las luces, tomé el giro demasiado cerrado y casi choqué contra la baranda del puente. Enderecé el volante en el momento crítico y centré la criatura entre las paredes del puente, lo cual, a esa velocidad en ese estado, me pareció algo así como enhebrar una aguja con un avión a reacción.
Pero entonces ya estaba bajando por el otro lado de la cuesta, mientras el agua se alejaba de mí como si tuviera alas y la carretera se restablecía mientras yo empujaba enérgicamente el volante hacia delante, gritando, completamente ebrio: Venga, venga, venga, pedazo de mierda, y la baba se me escapaba de la boca y me resbalaba y se escurría por el rostro.
Mientras, en lo alto de la colina, desde un prado bañado en la luz de los locos, las nobles columnas romanas del museo de arte me miraban pasar con altivez.
Entonces, en un momento dado, vi el tráfico de la autopista, a lo lejos, luces rojas traseras entraban en mi campo visual, y desenfocadas, desaparecían. Con los ojos lacerados, sentí el corte de la frente donde me había golpeado la puerta de la taberna, que me dolía con una intensidad pungente. Cerrando los ojos, apreté los dientes y me lancé hacia las luces de detención en el paso superior, girando la vista a un lado y al otro, aunque mi cabeza seguía columpiándose momentos más tarde. Unas bocinas sonaron por algún lado, alguien gritó, pero yo ya había pasado, atravesando el cruce con un chirrido de neumáticos y dirigiéndome hacia la oscuridad profunda de Dogtown.
– Dios, borracho, tarde, Fairmount -farfullé.
Fairmount. Porque la mujer de Pocum me lo había dicho. Esa misma tarde, cuando había ido a la tienda y había visto el expositor de patatas fritas. La familia había vivido en Fairmount, había especificado; y aún vivían allí. Y yo tenía que verles. A los Robertson. Tenía que ver al padre de Amy Wilson. No sabía si podría conseguir el medallón, no sabía si se lo podría llevar a Lowenstein a tiempo. Pero si lo conseguía, sabía que tendría que probar que era el de Amy. Sólo entonces bastaría. Tal vez. Tal vez bastaría.
Tuve que reducir la velocidad del Tempo. Sólo un poco. Los coches aparcados en las calles estrechas de Dogtown parecían cerrarse ante mí. Aun así, al doblar la esquina, noté cómo el viejo trasto se inclinaba a la derecha. Di un brinco mientras el yunque que tenía anclado en la cabeza se ladeaba de modo peligroso y se hinchaba el corte de la frente. Dios, qué dolor. Qué mareo. No lo conseguiría. Sabía que no lo conseguiría y deseaba llorar y gritar en voz alta de frustración y de rabia.