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Y pensé: Fairmount. Oh Dios, borracho, enfermo, borracho. No hay tiempo. Las once. Las once pasadas. Bien pasadas…

Vi la casa. Una casa blanca bien cuidada de dos pisos. Una extensión inclinada de césped. Un Chevrolet en el camino de entrada. Y un enorme policía en la puerta.

Y más gente, allí fuera, en la noche: reporteros con cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos; un pequeño grupo de ellos en la acera más allá del césped. El chirrido de los neumáticos hizo que todos se giraran hacia mí. Los dos reporteros cuchicheando en la calle dieron un salto y subieron al césped. Los demás se apiñaron, mirándome cautelosamente mientras yo avanzaba hacia ellos.

Apretando con fuerza el volante para mantenerme erguido, pisé el freno con fuerza. Las ruedas se bloquearon. El Tempo se deslizó en dirección a los coches aparcados y me vi empujado hacia el volante. Entonces el Tempo se detuvo.

Eructé.

No aparqué el coche sino que lo dejé en medio de la carretera. Salí como pude por una puerta abierta y haciendo un esfuerzo me puse en pie, dando tres pasos hacia un lado antes de seguir hacia delante.

Oí las risitas sofocadas de los periodistas mientras me tambaleaba por el aire sofocante. Vi dientes en las sonrisas y destellos en las lentes de las cámaras y en las gafas.

– Eh, Ev! -gritó un tipo- ¿has shtdo ne carvenson?

Al menos eso es lo que entendí, pero hizo que los demás se echaran a reír. Tropecé con ellos y sentí la presión de sus cuerpos a mi alrededor, contra mí. Olí el perfume de alguna mujer, intenso y nauseabundo al mismo tiempo.

– Tengo que hablar con los Robertson -espeté abriéndome paso.

– No reciben a nadie más -repuso una mujer.

– Van a recibirme a mí -mascullé.

– ¡Eh, Ev!

Avancé dando empujones a través de la pequeña multitud. Noté manos en las mangas y cómo me deshacía de ellas al avanzar hacia el césped.

– Han dicho que harían una declaración cuando todo haya acabado -gritó alguien a mis espaldas.

– Me van a recibir ahora -grité, andando sobre la hierba en dirección a la casa.

Me acerqué al guardia tan firmemente como puede. Su amplia silueta crecía y se oscurecía mientras yo avanzaba. Estaba borracho, sí señor, pero una parte de mi mente intentaba concentrarse con decisión. Su voz era imponente, muy fuerte. Da un paso más, decía, y luego decía, un paso más, eso es todo. Hombre; borracho, le respondía. Menos de una hora. No puedo hacerlo, no puedo hacerlo todo en menos de una hora. Si consigues superar esto, respondía la voz, podrás descansar un rato. Van a matarle, no puedo impedirlo, van a matarle, decía yo. No hay tiempo para descansar, otro paso… Y llegué hasta el guardia y me planté delante de él.

O más bien debajo de él, porque él estaba sobre la acera, era muy alto y me miraba amenazadoramente. Un soldado negro bien fornido con un bigote enorme y la mano apoyada en la porra que pendía de su cinturón.

– Tengo que ver a los Robertson -anuncié.

Hice todo lo que pude para que la voz fuera clara y las palabras inteligibles, pero salió demasiado clara y las palabras demasiado inteligibles, como las de cualquier borracho.

El oficial alzó los brazos en un gesto amistoso.

– Ahora no reciben a nadie.

– Estosh, esto es una emergencia -puntualicé.

Había empezado a tambalearme. Y entonces -de repente hice lo que me pareció una buena idea- me puse a gritar.

– Una emergencia! ¡Emergencia! -Me llevé las manos a la boca, formando bocina, y grité a las ventanas iluminadas de la casa-. ¡Tengo que ver a los Robertson! ¡Es una emergencia!

– ¡Eh! -intervino el guardia, levantando la mano en un gesto ya no tan amistoso-. Vuelva con sus amigos. Los Robertson saldrán a hacer una declaración dentro de un rato.

– Oiga -advertí respirando con dificultad, parpadeando con fuerza para aclararme la vista. Me acerqué a él mientras me miraba, meneando la cabeza-. Sé que desearían hablar conmigo si… -Puse en marcha una estrategia: le hice una finta, subí el peldaño, alcé la mano y apreté el timbre de la puerta con el dedo, gritando-: ¡Emergencia! ¡Una emergencia! ¡Señor Robertson!

El poli me empujó hacia atrás, me forzó el brazo contra el pecho y me obligó a retroceder. Bajé del peldaño rápidamente, con los brazos doloridos. Me tambaleé, intentando mantenerme en pie, y cuando conseguí recuperar el equilibrio, ahí estaba de nuevo el policía. Iba a por mí.

Nos quedamos cara a cara en el borde del césped y me puso el dedo en el pecho.

– Adivina, adivinanza -indicó en voz, baja. Tenía los ojos diáfanos y fijos-. Yo soy un oficial de policía y tú un gilipollas borracho. Si nos peleamos, ¿quién crees tú que perderá?

– ¡Tengo que hablar con los Robertson! -grité, formando de nuevo bocina con las manos.

– ¿Tienes ganas de apostar?

– Oficial… -respondí con voz entrecortada. Seguía tambaleándome, pero la excitación me había despejado un poco el cerebro-. Ya veo que usted es un buen hombre, pero no hay tiempo para…

La puerta de entrada se abrió. El señor Robertson se asomó. Le reconocí por el programa de televisión en el que había participado aquella tarde. Ya no llevaba corbata, y el maquillaje había desaparecido, vestía un polo azul claro que le marcaba la barriga, pero reconocí el ceño fruncido bajo el nacimiento del cabello blanco.

Cuando el poli se giró al oír la puerta, aproveché la oportunidad para fintarle de nuevo. Subí el peldaño con tanta rapidez que Robertson se echó hacia atrás, entrecerrando la puerta, reduciendo el espacio.

Pero llegué antes de que la cerrara. Me quedé justo frente a él.

– Por favor -proferí. Arrugó la nariz al oler la vaharada de alcohol-. Describa el medallón.

– ¿Qué? ¿Qué diablos quiere?

– El medallón de Amy. El que robó el asesino. ¿Un corazón? ¿De oro? ¿Con las iniciales AR rodeadas por una pequeña orla?

Palideció, sorprendido.

– Sí, sí -confirmó automáticamente-. Y las iniciales AW en el interior. Hizo que grabaran las iniciales de casada en el interior.

– Ella…

Me quedé con la boca abierta, pero sin pronunciar una sola palabra. AW en el interior. Había hecho que grabaran las iniciales de casada en el interior. O sea que la señora Russel lo sabía. La abuela de Warren. Tenía que saberlo. Si no lo sabía antes, ahora sí, porque había hablado conmigo.

Una mano fuerte me atrapó por el hombro.

– Lo siento, señor Robertson -oí que decía el guardia detrás de mí mientras me obligaba a retroceder, alejándome de la casa.

– Frank Beachum no mató a su hija, señor Robertson -declaré.

Inmediatamente, el rostro del hombre se ensombreció, casi podía ver la sombra sobre él como un eje cruzado.

– ¿De qué está hablando?

– Él no…

– Bobadas. Sandeces -enjaretó-. ¿Quién es usted? Lárguese de aquí. Saque a este borracho de mi casa.

El poli tiró de mí con más fuerza, pero yo me aferré al marco de la puerta mirándole directamente a los ojos implacables.

– Le estoy diciendo… -aseguré.

Con un movimiento seco y rápido, Robertson me cerró la puerta en las narices pillándome los dedos -pam- y la volvió a abrir de un tirón. Grité. Me llevé la mano al pecho. Retrocedí obligado por el guardia a bajar el peldaño.

Esta vez, me tambaleé y caí. Sentí el golpe retumbar en mi cabeza. Sentí la humedad del césped a través de los pantalones. Me levanté en un segundo, tan deprisa como pude. Apretando la mano contra mi cuerpo. Ahora ya tenía la mente bastante clara. Estaba lo bastante sobrio.