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– Jódase! -espetó Robertson, apuntándome con el dedo desde la puerta. Su imagen desapareció al interponerse el enorme policía.

– De acuerdo, de acuerdo -asentí-. Ya me voy.

Agazapado y dispuesto, con la mano en la porra, el policía seguía avanzando hacia mí.

– He dicho que ya me voy, pero es inocente.

– ¡Largo de aquí! -gritó Robertson.

Les di la espalda a los dos y eché a correr por el césped. Delante de mí, el grupo de periodistas. Pasmados, mirándome, con los ojos de par en par. Una cámara sobrevoló sus cabezas. Un flash se disparó en la noche. Faros azules giraban en espiral en mi campo de visión mientras yo seguía hacia delante.

Oí que el poli me llamaba -no gritó en ningún momento-, sin alzar el tono de voz frío y seguro.

– Y deje el vehículo, señor -advirtió-. Si conduce ese coche en estado ebrio tendrá a todas las unidades de St. Louis pegadas a su trasero.

Giré sobre los talones temerariamente, gritando:

– ¿Acaso son aviones a reacción? Porque si no lo son, colega, no van a pillarme.

Y me di la vuelta de nuevo, a ciegas en un primer momento, pero fijando mi trayectoria en el puñado de periodistas, abriéndome paso a través de ellos, en dirección a mi coche.

– Pero, qué le pasa, ¿está loco? -oí decir al policía-. Si lleva un Tempo de mierda.

Eché la cabeza hacia atrás y me puse a reír como un loco.

3

Nunca supe los nombres de los verdugos. Por razones de seguridad, nunca se daban a conocer. Eran dos hombres que trabajaban en el departamento de instituciones penitenciarias. Voluntarios, formados para manejar el equipo de inyección letal. Uno de ellos, llamémosle Frick, era un oficinista de algún tipo: encorvado, con el pelo cortado al rape y ojos de microbio; un demente insensato pero intelectual. Me enteré de que impartía unos cursos algo pedantes sobre la pena de muerte: la historia, los métodos y los efectos biológicos de los distintos instrumentos; y que animaba dichos cursos con un fervor jadeante que aparentemente no podía disimular. Los otros dos hombres del equipo de ejecución parecían detestarle, aunque lo peor que me dijeron de él era que se trataba de «una buena pieza». Así era Frick.

Por otra parte, el verdugo Frack respondía más al gusto general. Yo diría que era un antiguo guardia. Un hombre grande y divertido de unos cincuenta y tantos años que solía ponerse a hablar de béisbol con los demás antes de apretar el botón. «No siento escrúpulos al respecto», era su única observación cuando le preguntaban. «Es como borrar un error.»

Los dos habían recibido la formación sobre la máquina de la mano de Reuben Skycok, a quien había enseñado el propio fabricante del aparato. Su trabajo consistía básicamente en apretar un botón, pero la cosa no era tan sencilla como pudiese parecer. La máquina tenía dos botones en el panel de control. Llegada la hora, cada hombre ponía el pulgar en uno de los botones. Cuando Luther asentía con la cabeza, el verdugo Frack podía contar en voz alta hasta tres. A la de tres, ambos hombres debían pulsar los botones simultáneamente. Cuando los botones emitían un clic, tenían que retirar lentamente los pulgares hasta que los botones volvían a su posición inicial. De hecho, sólo uno de los botones era operativo. Sólo uno de ellos iniciaba la secuencia automática y calculada en función de la cual los émbolos de acero inoxidable en el módulo de salida descendían hasta los contenedores de los productos químicos, empujando los fluidos por los tubos hasta la vena de Frank Beachum: pentotal sódico en primer lugar, bromuro de pancuronio un minuto después y cloruro de potasio un largo minuto más tarde. Un ordenador integrado en el módulo cifraba aleatoriamente los circuitos, de modo que ninguno de los dos verdugos sabía realmente cuál de los dos botones había desencadenado el proceso.

A las once y media exactamente, cuando ataban a la camilla con toda diligencia a Frank Beachum en su celda, el ayudante del alcaide, Zachary Platt, acompañaba a los dos hombres a la cámara de la muerte al final del vestíbulo. El doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien estaban allí, así como los dos guardias que no participaban en el procedimiento de sujeción a la camilla. Los cuatro alzaron la mirada cuando Platt y los verdugos entraron, y los cuatro desviaron la mirada con la misma prontitud hacia los paneles y las luces en las paredes blancas. Platt hizo pasar a Frick y a Frack rápidamente por la sala de suministros donde se encontraba el equipo mortífero.

Arnold McCardle ya estaba allí, junto a la estantería de los teléfonos. El hombre gordo saludó a los demás cuando entraron, pero no sonrió ni les tendió la mano. Reuben Skycock estaba junto al módulo de salida en la caja de acero contigua a la pared. Los verdugos y él se dieron la mano. El verdugo Frick, el inteligente, deslizó la palma húmeda por la mano de Skycock y luego apretó las dos manos húmedas frente a aquel, moviendo la cabeza y sonriendo neciamente sin parar como si intentara pensar en una táctica para iniciar la conversación. El verdugo Frack chocó palmas con Skycock y dijo:

– Eh, Reuben, ¿cómo va todo? ¿Has visto a los Cardinals?

Skycock, cuyo rostro bigotudo se había tornado algo rígido en la última hora, sólo asintió tímidamente. A continuación les dio la espalda a los dos.

Más o menos a esa hora, sobre las once y media, yo estaba doblando la esquina de Knight Street otra vez. El viaje en coche había sido frenético, frenético e intenso. El parachoques delantero devorando el asfalto. Semáforos verdes, semáforos rojos, desvaneciéndose en lo alto. Sin freno bajo el pie, imaginando que los demás coches habían dejado de existir, imaginándome volando en el espacio, concentrando mi atención en la noche más allá del parabrisas y con una voluntad férrea que me protegía de la policía.

Y así lo hice. Doblé la esquina en Knight Street. Mareado. Exhausto. Indispuesto, aturdido y sin fuerzas. Sentía el latido del pulso incesante y doloroso en la cabeza. La mano derecha rígida e inflamada.

Apenas podía mantener la cabeza derecha y los ojos abiertos. La embriaguez se adueñó de mí en oleadas verdosas que me provocaban arcadas. Y, sin embargo, a pesar de todo, ahora era capaz de pensar con mucha más lucidez que antes, mucha más. No hay nada como que te pillen la mano con una puerta para aguzar los sentidos con la mayor prontitud.

Doblé la esquina y aminoré la velocidad. Avancé por la sombra de aquellos barrios bajos. Las farolas no funcionaban, y parecía que la hilera de edificios de ladrillo mugriento se encorvara en la noche desde la autopista. Hojas de papel y latas de refrescos crujían bajo los neumáticos del Tempo al girar.

Apagué el motor. La calle estaba vacía pero resultaba amenazadora de todos modos. Callejuelas y escondrijos oscuros. Música con ritmos machacones inundando la calle desde los pisos superiores. Una imagen observándome en alguna parte, en algún lado, en una ventana encima de mí. Y voces desde un callejón contiguo, voces de jóvenes, riendo duramente, ásperamente, en secreto. Rastros de reuniones de difamación. Y todo el mundo excepto yo era negro en esas calles, y yo estaba asustado.

Eché una ojeada al reloj del tablero de instrumentos. Fue entonces cuando me percaté de que eran las once y media. Lowenstein vivía -relativamente cerca de mi casa- en una mansión situada en Washington Terrace. A unos veinte minutos para cualquier Ford mortal, y a quince, tal vez diez, para mí y para mi Tempo. Con el estómago destrozado y la mente temerosa y desesperada, me dije a mí mismo que podía llamarle por teléfono si realmente tenía que hacerlo. Podía llamar a Alan para que me facilitara el número secreto y luego llamar a Lowenstein para explicarle la situación. Casi me eché a reír al imaginarme la escena: convencerle de mi propósito, de que arriesgara su amistad con el gobernador, hacer que suplicara un aplazamiento de la ejecución… Sabía que era completamente imposible a menos que me presentara a su puerta con el medallón e incluso acompañado de la señora Russel.