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Me incliné hacia delante y miré por la ventana del acompañante para observar el edificio donde vivía. Las luces estaban apagadas en todas y cada una de las plantas.

Me armé de valor. Sentía que mi cuerpo era como un peso muerto llevado a hombros de mi voluntad. Saqué el peso por la puerta del coche y salí a la calle.

Por entonces, a las once y media, Bonnie Beachum estaba, supongo, técnicamente demente. Sentada sola en la sala de espera de las visitas, una sala blanca y austera en el edificio principal de la prisión, sentada en una de las sillas metálicas alrededor de la mesa de madera, con las manos enlazadas en el regazo, y los ojos ojerosos y hundidos mirando al vacío.

Desde que había salido de la celda de Frank aquella tarde, había pasado la mayor parte del tiempo rezando en la habitación del motel. Primero en voz alta, en tono suave, de rodillas junto a la cama, los codos sobre el colchón y las manos enrojecidas enlazadas debajo de la barbilla. Había rezado hasta tener la voz en carne viva y luego continuó en un suave susurro. A las once de la noche había vuelto a la cárcel y para entonces sólo movía los labios, las palabras resultaban inaudibles. Y ahora, sentada, inmóvil, mirando a lo lejos, había entrado en una especie de histeria, un tipo de locura, un delirio silencioso de súplica.

Más tarde, cuando todo hubo acabado, cuando consiguió recuperarse más o menos del colapso emocional que siguió, apenas recordaba nada de esos últimos minutos. Le parecía que la habían transportado, incorpórea, a lo largo de enormes distancias en un torrente de palabras salvajes. Había vuelto a ser niña, había vuelto a los lugares de su infancia, escondiéndose en la hierba de la granja y riéndose con una risilla sofocada y tonta, trabajando en la cocina con su madre displicente, durante la pubertad o desnuda bajo el cielo de Missouri y el sol sagrado e incandescente al que rezaba. Otras veces -o tal vez fue simultáneamente-, había permanecido de pie casi desnuda ante la franja nubosa de cielo con nubarrones grandes y tenebrosos suspendidos sobre ella mientras clamaba hacia ellos con gritos primitivos y guturales. Cuando se sentaba, con la mano apoyada vagamente sobre el pecho, se rascaba suavemente debajo y entre los pechos, porque mentalmente se rasgaba el cuerpo con ambas manos, arrancándose el alma de esposa de las costillas para lanzarla ensangrentada al altar del Señor que no podía, de ello no cabía duda alguna, matar a su marido, dejar que su marido muriese, si viera que, si supiera que, si supiera…

A veces había oscuridad, un discreto lloriqueo de súplica, casi sosegado y sin embargo terrible, porque aun entonces era consciente del paso de tiempo, como lo era en las visiones interiores que estaba sufriendo. Y, a veces, con una claridad paralizada y mortal, veía el reloj, el reloj real suspendido en la pared. Las once. Las once y veinte. Las once y veintisiete. Y entonces volvía a rezar, si aquello era una plegaria, y de nuevo se dejaba llevar a ese país, que no es nuestro país, a ese mundo, que no es nuestro mundo, donde el amor y la inocenciason argumentos en favor de una vida mejor.

Cuando Tim Weiss, uno de los abogados de Frank, entró en la salade espera a las once y treinta y uno, su imagen hizo que se echara hacia atrás, que un escalofrío le recorriera la espalda, y que la boca se le secara. Hacía seis semanas que no la veía, y el cambio le estremeció. Bonnie estaba ojerosa, demacrada y enloquecida. No tardó ni un segundo en percatarse de ello y palideció.

Weiss tenía más o menos mi edad, unos treinta y cinco, pero estaba calvo y sólo le quedaba un flequillo ensortijado de cabello canoso. Su rostro le hacía parecer mayor. La carne fláccida, los labios inertes y húmedos, los ojos tristes. Puso una mano temblorosa en el hombro de Bonnie. Ella le miró. Weiss intentó tragar, pero no pudo. «Ciega», fue la palabra que le vino a la mente.

– ¿Cómo va eso, Bonnie? -preguntó Weiss.

Tornó la vista de nuevo al vacío y si dio alguna respuesta, no se la dio a él.

Weiss se sintió aliviado cuando, a las once y treinta y cinco, el guardia entró y les dijo que era hora de pasar a la sala de los testigos contigua a la cámara de la muerte.

Yo cruzaba la calle desierta. Subí la escalinata que llevaba a la puerta de la señora Russel. Ahí estaba de nuevo el graffitti en el buzón. El nombre azul inscrito cuidadosamente bajo la pincelada de pintura marrón. Pulsé el timbre y esperé parpadeando aturdido. Oí una línea de bajo retumbando desde una radio a lo lejos. Volví a pulsar el timbre y levanté la cabeza. A pesar de que no podía ver su ventana desde esa posición, me quedé un momento mirando los ladrillos mugrientos en la oscuridad de la noche. Volví a pulsar el timbre una vez y otra más, apretando con fuerza el pulgar contra el botón. Una y otra vez, respirando con más intensidad a cada momento. De repente, una efusión de rabia me invadió. Golpeé la puerta, le di un golpe al marco con el lado del puño inflamado. El dolor me sacudió el brazo y el cuello. Lancé una serie de improperios, todavía más enajenado. Di una patada en la parte inferior de la puerta y luego la golpeé con la palma de la mano izquierda.

– ¡Abra! -grité.

Le di otra patada, asesté otro golpe con la mano hinchada, ignorando el dolor, luego con la palma de la mano izquierda, martilleando la base una y otra vez, lanzando mi cuerpo contra la puerta, con la cara deformada, los labios medio rotos, los gritos de frustración ahogados en la garganta, saliendo de ella con gritos guturales entrecortados mientras golpeaba, martilleaba y daba patadas contra aquella cosa. Esa cosa maldita y endemoniada…

Y con ello me desplomé. La rabia se disipó, se esfumó en el aire caliente de la noche. ¿De qué servía? Me apoyé en la puerta, con los hombros hundidos y las piernas flojas. Apoyé la frente contra la madera del marco y noté la presión del mismo en la herida, en la sangre medio seca y pegajosa. Sentí el tacto de la superficie áspera y astillada en la piel. Me quedé allí, respirando nervioso y cerré los ojos con fuerza. Gemí. Una única lágrima se me escapó, se deslizó por la mejilla y cayó. Sollocé un instante, por frustración más que por cualquier otra cosa, y me quedé allí, hundido, con los ojos cerrados y el cuerpo recostado en la puerta.

Estaba acabado y lo sabía.

Porque todo tiene sus límites. ¿O no? ¿Acaso no llega un momento en el que has llegado al máximo? Pese a toda la voluntad del mundo, pese a todo el poder de la desesperación inspirándote, ¿acaso no hay, de todos modos, un final para esa cosa, un final para cualquier cosa? ¿Cuando has hecho todo cuanto podías? ¿Cuando nadie puede acusarte? ¿Acusarte? ¿Qué diablos iban a poder decir? ¡Eh! ¡Todavía te quedaban veinticinco minutos! ¿Tenías que haber encontrado otra pista? ¿Tenías que haber encontrado otro sospechoso? Quiero decir que esa ni siquiera tenía que ser mi jodida historia. Se suponía que tenía que ser mi día libre, ¿vale? Qué, ¿no te gusta cómo trabajo? ¡Pues échame de una puta vez, gilipollas! ¡Mamón! ¡Ni tan sólo sabes cómo llegué hasta aquí, ni qué coño hago aquí! ¡Todo fue un accidente! Una mujer en un coche. Demasiado rápido. Una curva peligrosa.

Con otro sollozo sofocado, alcé la mano, asesté otro golpe a la puerta y la dejé caer lánguidamente a un lado.

No era mi historia, joder.

– El que habita al amparo del Altísimo / y mora a la sombra del Todopoderoso…

El reverendo Flowers cruzó el vestíbulo bordeando la camilla. Sostenía el libro abierto con ambas manos, pero no podía leer las palabras, así que las recitaba de memoria.

– … diga a Dios: «Tú eres mi refugio y mi ciudadela, / mi Dios, en quien confío», pues Él te librará de la red del cazador / y de la peste exterminadora; te cubrirá con sus plumas, / hallarás refugio bajo sus alas, / y su fidelidad te será escudo y adarga.