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El salmo, los ritmos del salmo, ya no le reconfortaban. Parecían deshacerse en el malestar sulfurante que le consumía el estómago. No basta, pensó con una urgencia perentoria mientras leía, mientras pasaba por detrás de la camilla. Esto no basta. Y no quedaba tiempo. No había tiempo.

Delante de él, los cuatro guardias del equipo de las correas empujaban la camilla, dos en la parte delantera y dos en la trasera. Avanzaban rápida, suavemente. Luther Plunkitt avanzó a pasos largos para adelantarse y abrir la puerta de la cámara de la muerte.

– No tendrás que temer los espantos nocturnos, / ni las saetas que vuelan de día -prosiguió Flowers-, ni la pestilencia que vaga en las tinieblas, / ni la mortandad que devasta en pleno día. / Caerán a tu lado mil, / y a tu derecha diez mil; / a ti no te tocará -Aquello no bastaba.

Cuando miró por encima del libro pudo ver a Frank Beachum entrelos cuerpos de los guardias. Una sábana le cubría el cuerpo, escondiendo las correas que le mantenían sujeto, cubriéndole hasta la barbilla. Sólo su rostro quedaba visible, el rostro enjuto y alargado, que ahora parecía incluso más delgado, las mejillas hundidas y chupadas, los ojos abiertos, en blanco y saltones. Miró hacia delante y hacia atrás rápidamente cuando la camilla cruzó el umbral de la puerta. Hacia las luces fluorescentes del techo, a las paredes de hormigón, esforzándose por ver las caras de los guardias y del reverendo que les seguía. Cuando topó con los ojos de Flowers, el pastor sintió cómo la urgencia perentoria se convertía en desesperación y el tono de voz subió.

– Con tus mismos ojos mirarás, / y verás el castigo de los limpios. /Teniendo a Dios por refugio, / al Altísimo por tu asilo…

El alcaide Plunkitt se detuvo junto a la puerta de la cámara, haciéndose a un lado para permitir el paso de la camilla. Sonriendo blandamente, asintió a uno de los guardias principales.

– Acompañe al padre a la sala de los testigos -ordenó.

El guardia se dio la vuelta rápidamente y se dirigió a Flowers.

– … no te llegará la calamidad… -espetó Flowers salvajemente, y luego se le quebró la voz y alzó la mirada. Alzó la mirada y vio al guardia que se le acercaba. La camilla ya estaba en la puerta. Se había acabado. Su tiempo se había terminado. No quedaba más tiempo y aquello no bastaba. La revelación parecía irrumpir en él, extenderse en él, denigrarle y empequeñecerla. Había fracasado, había fracasado por completo. Fuera cual fuese su misión, su sacerdocio en este caso, no se había hecho, no se había cumplido. Por su propia culpa, por su gran lamentable culpa, no había hecho lo suficiente. Miró con arrepentimiento desesperado a aquel hombre echado en la camilla.

Antes de saber lo que estaba haciendo, agarró con la mano el pie de Beachum debajo de la sábana.

– ¡Díselo por mí, Frank! -exclamó con voz apagada-. ¡Diles que intento seguir el camino!

El guardia le cogió el brazo suavemente. El pie de Beachum le escapó de la mano cuando la camilla terminó de cruzar el umbral de la cámara de la muerte.

Y la puerta se abrió. Oí el clic del picaporte y me puse en pie un instante antes de que se abriera. Me quedé en la escalinata de entrada mirando con ojos de miope en la oscuridad de la entrada de ladrillo.

La señora Russel estaba ahí, de pie, asomada a la puerta.

Ese rostro enorme, negro e imponente estaba surcado de lágrimas. Tenía una mano en la garganta, aferrada al medallón. La otra sostenía el pomo de la puerta. La misma bata informe de antes le cubría el cuerpo inmenso, dejando los brazos gruesos al descubierto, las piernas a la vista. Frunció el ceño desde la oscuridad hacia mí, con los ojos tormentosos llenos de rabia y todo su ser temblando y vibrando con emoción.

Me quedé en la entrada-escalinata como un mendigo, los hombros hundidos, las mejillas húmedas y la boca entreabierta.

Habló con una voz dura y rotunda, nada temblorosa.

– Esperaba que volviera -confesó-. Se lo juro por Dios. Esperaba que volviera.

Levanté la mano. Mi voz no era tan firme como la suya, era poco más que un susurro.

– Pues vayámonos -repuse-. No tenemos mucho tiempo.

Avanzó, sin mirarme, mirando al vacío. Dejó que la tomara del brazo y sentí la piel áspera de su codo mientras bajábamos por la escalinata en dirección a la calle.

Andaba a mi lado enérgicamente hacia el coche, dando zancadas, mirando a lo lejos. Le abrí la puerta del Tempo y esperé hasta que estuviera sentada en el asiento del acompañante. La cerré y di la vuelta por delante del vehículo.

Ya no me sentía tan denodado. Las piernas aún me flaqueaban. El corazón palpitaba frenético. No me atrevía a pensar. Respirar constituía casi un esfuerzo. Abrí la puerta del conductor y me senté frente al volante.

La señora Russel estaba a mi lado, erguida, tensa, inmóvil. Miró hacia delante por el parabrisas y, con un fuerte movimiento de hombros, las lágrimas volvieron a surcarle el rostro.

– Van a matar a ese hombre a las doce -observó en voz baja-. ¿Cómo espera poder hacer algo ahora?

Puse la llave de contacto y le di un cuarto de vuelta. El motor del Tempo chisporroteó, chispeó y se llenó de vida.

– Póngase el cinturón -proferí.

Décima parte

NOVENTA Y SIETE MALDITOS SEGUNDOS DEMASIADO TARDE

1

Luther Plunkitt observaba cómo Frank Beachum era conducido hasta el centro de la cámara de la muerte. Asintió, y los dos guardias del equipo de las correas abandonaron la habitación. Luther cerró la puerta tras ellos. Ahora había seis personas en la pequeña sala: el último guardia, un pelirrojo de mediana edad llamado Highgate, que formaba en una esquina con las manos entrelazadas delante de él; el ayudante de Luther, Zachary Platt, que estaba en el extremo más alejado y llevaba unos auriculares con un micrófono. En el rincón opuesto, había una pantalla plegable blanca, detrás de la cual se encontraba el doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien con el electrocardiógrafo. La Asociación Médica Americana no permitía que los médicos participaran en las ejecuciones, así que Chaudrhi permanecía detrás de la pantalla a lo largo de todo el proceso y se limitaba a controlar el corazón de Beachum hasta su paro completo. Y luego estaba Luther, a los pies de la camilla, y Frank, debajo de los fluorescentes, con el rostro tenso limitado por la sábana y los ojos moviéndose sin cesar de un lado a otro.

Todos permanecían en silencio y, en ausencia de voces humanas, cada sonido se amplificaba. Luther podía oír los latidos de su propio corazón. Podía oír el susurro de los auriculares de Platt, y el murmullo flemático de la respiración del guardia Highgate. La enfermera O’Brien salió de detrás de la pantalla, y Luther oyó la goma de sus suelas chirriar en contacto con el suelo. Su rostro redondo y pecoso permanecía inexpresivo mientras avanzaba hacia la camilla. Se movía con gestos rápidos y resueltos. Luther contuvo la respiración cuando bajó la sábana que cubría el cuerpo de Frank desde la barbilla hasta la cintura. Observó el cuerpo tenso del prisionero y sintió la tensión del suyo. El corazón le palpitaba con más fuerza. Vio los ojos de Frank clavarse en el rostro de la enfermera.

– Esto es sólo para el electrocardiograma anunció Maura fríamente.

Introdujo las manos blancas por el escote de la camiseta de Frank y le colocó las ventosas en el pecho; los cables pendían por el lado de la camilla y llegaban hasta la máquina por el suelo. Luego, con los mismos movimientos decididos, la enfermera retrocedió un paso y cogió el dispositivo intravenoso. Las ruedas chirriaron con tanta fuerza al acercar el sistema a la camilla que Luther empezó a apoyar alternativamente cl peso de su cuerpo en un pie y en otro. Hubo un estampido metálico cuando Maura afianzó el soporte con la abrazadera en el extremo de la camilla.

La enfermera desapareció detrás de la pantalla; Luther parecía sosegado, pero se sentía como si hubiera tragado ácido: le parecía que todo aquello duraba una eternidad. De hecho, Maura reapareció al cabo de un instante. Sostenía una bola de algodón entre los dedos pulgar e índice. Hábilmente, levantó la aguja intravenosa del gancho, y Luther oyó el crujido del papel cuando la sacó del envoltorio. Se inclinó sobre el brazo de Frank y éste miró hacia otro lado, hacia el techo, mientras le temblaba la comisura de los labios. La enfermera frotó vigorosamente el pliegue del codo… para prevenir la infección.