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El hombre de la camilla no era más que un contenedor, un recipiente rebosante de terror mortal. La boca de Frank estaba muerta, se habían borrado las líneas de sus rasgos, de las mejillas y de la frente: la piel parecía la de un bebé, tan blanca, tan limpia… Debajo del nacimiento del pelo, los ojos brillantes de Frank se movían y se movían como si estuvieran desconectados del resto de su ser y lo único que le quedara de vida se escondiera en esos ojos, toda la energía blanca, todo el temor.

Pero fue su pelo, por sorprendente que parezca, lo que más impresionó a Luther como el rasgo más horrible: el mechón de pelo garboso, desenfadado y masculino que le pendía en la frente mientras yacía allí clavado y cubierto hasta la barbilla. Resultaba fácil imaginarle peinándose por la mañana, apartándose el pelo de los ojos con un giro rápido de la cabeza, riéndose tras él. Todo aquello parecía ahora misteriosamente extraño. Era como si alguien le hubiera puesto una peluca, para mofarse de él, para burlarse de él en su impotencia.

Pese a toda su experiencia y expectación, la imagen del rostro de Frank cogió a Luther desprevenido. Le hizo estremecer. Perforó su sentido profesional, penetró en las profundidades de su fachada hasta la conciencia humana que se escondía debajo. Era como un actor, completamente inmerso en un papel, que de repente se da cuenta de que el teatro está en llamas. Se dio cuenta de que tenía que hablarse a sí mismo, el alcaide al hombre, para mantenerse en pie, para combatir esa sensación de desmayo.

Escucha, pensó, gesticulando con los labios espasmódicamente mientras miraba al hombre en la camilla. También había una chica. Una chica joven a la que la gente quería. Un padre, una madre, un marido, que la amaban. Llevaba un hijo en las entrañas -una hija, un hijo, un nieto-, que ella habría mecido en sus brazos, contra su pecho, que la habría mirado a los ojos. Y ese hombre -ese Frank tuyo, el viejo Frank- la mató, asesinó todo eso. Le disparó a la garganta y la dejó sangrando, muriendo. Por algún dinero, por una miserable deuda, no importa el motivo. Ni cómo era su vida antes, ni el estado mental del momento. No tenía ningún derecho, maldita sea. Es un hombre como yo. Pudo elegir, como yo. No tenía que hacerlo pero lo hizo. Eso es lo que es un hombre, al fin y al cabo. Un hombre es un ser que puede decir «no». Un hombre… maldita sea.

Para su sorpresa, Luther notó que la mano derecha, recostada en la pernera, le empezaba a temblar. Nunca le había ocurrido antes. Se metió la mano en el bolsillo. Por algún motivo, al parecer, ese pequeño discurso no había hecho más que empeorar las cosas. Ahora tenía que abrir la boca para respirar. Sintió que la habitación daba vueltas a su alrededor, entrando en barrena por oscuras profundidades. Los dedos se encogieron en el bolsillo cerrando el puño mientras intentaba mantenerse en pie, repitiéndose a sí mismo, luchando decididamente contra la vertiginosa sensación:

Un hombre es un ser que puede decir «no».

– ¡Nooooo! -grité, cuando los coches patrullas empezaron a pisarme los talones.

En ese momento eran dos: el segundo había salido derrapando del aparcamiento de un McDonald’s como si el primero lo hubiese advertido. Los dos estaban tras de mí, acercándose por la derecha y por la izquierda. Apreté el acelerador con tal fuerza que todo mi cuerpo se incrustó en el respaldo del asiento y tuve que estirar los brazos con fuerza para coger el volante. Mi cara debía de parecer una calavera, la piel tensa sobre los huesos y la boca abierta llena de desesperación y pavor. Delante de mí, el tráfico desaparecía cuando los coches se desmarcaban a cada lado para dejar paso al aullido de las sirenas y las luces delirantes. El Tempo voló por la autopista negra como una flecha, como una bala. Y aun así, esos bastardos iban ganando terreno.

– ¡Pare! ¡Por el amor de Dios! -gritó la señora Russel-. ¡Deje que nos ayuden!

Pero yo no creía que fueran a ayudarnos, y no teníamos tiempo de dar explicaciones, así que no me detuve.

Seguí adelante y, durante unos segundos que se me antojaron una eternidad, no oí más que el sonido de las sirenas y los destellos de luz roja y el capó del Tempo retumbando incesantemente por el muro de la noche.

Una sirena cambió de posición y el primer coche patrulla me adelantó en un zigzag.

– ¡Deténgase! ¡Deténgase en la cuneta!

La voz del altavoz del coche patrulla era como la del dios del trueno. Giré la cabeza y vi el lateral del coche muy cerca del mío. Si intentaba adelantarle, me cortaría el paso. Si intentaba torcer rápidamente a un lado y despistarle, perdería el control y moriría. No había alternativa alguna. Levanté el pie del acelerador.

El Tempo aminoró rápidamente la velocidad. El coche patrulla pasó delante de mí. Se acercó sigilosamente, invadiéndome el parabrisas con luz roja. Vi el destello de las luces del freno y eché una ojeada al segundo coche patrulla que se detenía en la cuneta justo detrás de mí.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó la señora Russel con un suspiro de alivio.

Giré el volante a la izquierda y pisé muy fuerte el acelerador. Disparé el Tempo como una lanzadera. El parachoques delantero se separó del trasero del primer coche patrulla, encontró un hueco vacío y se zambulló en él, pasando junto al costado izquierdo del coche patrulla. Fuimos absorbidos por la negra carretera y de nuevo me encontraba delante de ellos. Alejándome como el viento.

– ¡Mierda! ¡Usted está loco! -farfulló la señora Russel. Volví a llevar el Tempo al límite. Los coches patrullas volvieron a rugir y a aullar en su persecución tras de mí.

– ¡Está completamente loco!

– ¡Nos detendrán! -grité.

Y sin pensar giré la cabeza para mirarla.

Estaba tan incrustada en el asiento que parecía que quería confundirse con él. Su rostro, iluminado por las luces de las sirenas, estaba tenso, envuelto en un grito agudo.

– ¡Cuidado, cuidado, cuidado!

Ya me estaba girando otra vez hacia el parabrisas siguiendo la línea blanca de su mirada alucinada. Pero ese giro pareció eterno. Sentí el movimiento de mi cabeza y el lento palpitar del dolor en su interior, el peso del alcohol usurpándome el cerebro y la fatiga en los brazos y en las piernas, y el dolor detrás de los ojos; todo esto lo sentí en el breve trascender de un segundo. Era consciente de la presencia del primer coche patrulla pisándome los talones y de la del otro persiguiéndome a corta distancia. Vi una mancha de brillo abrasador. Oí cómo la señora Russel profería un alarido estúpido.

Y fue entonces cuando el Tempo se lanzó por la última recta del bulevar a toda pastilla y se precipitó, chirriando, en la Curva del Muerto.

2

Habría sido bonito pensar que Frank Beachum había tenido alguna visión al final. En ese último cuarto de hora, es decir, cuando el minutero iniciaba su camino para cerrar el arco del círculo de la hora. Sería bonito pensar que tuvo alguna revelación, un indicio que le ayudara a comprender. Cristo, por ejemplo, flotando debajo de los fluorescentes con los brazos abiertos. El cielo dispuesto para la acogida y los ángeles cantando. O, más creíble, en los últimos quince minutos, en las fauces de la muerte, una calma de fe y un entendimiento incomprensibles pero perfectos que habrían lavado su alma como un baño de agua caliente. Aunque, en ese caso, supongo, alguien habría adivinado una sonrisa dibujada en su rostro.

Tal vez tuvo una visión más moderna, más literaria, pero Frank no era un hombre moderno y literario. Bueno, creo que ya saben a qué me refiero: los momentos podían haberse alargado hasta que comprendiera que cada persona es eterna, o la Vida se habría podido revelar en forma de claridad prístina hasta que resolviera que todo era perfecto tal como era, y todo iba bien, si uno así lo veía. En fin, no sé, toda esa mierda está en los libros, ustedes pueden leerlos.