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Pero entonces el segundero rojo llegó a la parte superior de la esfera y el cuerpo inmenso de Arnold se hinchó al inspirar esperando que Luther se girara hacia él. Pasó otro segundo, y otro, y el cuadro parecía congelado: Luther miraba el suelo, Frank se estiraba hacia atrás, Platt en su rincón, lanzando miradas nerviosas al reloj y el guardia en la otra esquina levantando una ceja.

– Vamos, vamos -murmuró Arnold en voz baja.

La segunda manecilla se desplazó hasta el primer arco del nuevo minuto. Arnold miró a los verdugos. Frack, el fornido, se le quedó mirando con la mano apoyada serenamente sobre el botón plateado de la máquina; Frick, el verdugo menudo, encorvado y con cara de insecto, era el que estaba más cerca, medio de espaldas a él, casi de puntillas y con el brazo vibrando ligeramente mientras mantenía el pulgar en su lugar.

Arnold volvió a mirar al otro lado del espejo y se sobresaltó al ver que el segundero del reloj empezaba a subir por la segunda mitad de la esfera, imparable. Y, sin embargo, Luther seguía sin girarse, sin girarse, y todo estaba congelado y todo el mundo contenía la respiración.

Y entonces Luther se volvió.

un hombre es un ser que puede decir no, pensó, y volvió a tomar conciencia de sí mismo.

El alcaide de la Institución Penitenciaria de Osage quedó consternado al ver cómo había dejado que su atención se distrajera. Volvió a tomar conciencia de la situación como si hubiera permanecido allí de pie dormido, soñando. No sabía por dónde había deambulado su mente, en qué había estado pensando, pero cuando alzó la cabeza se percató de que el minutero había dado una vuelta completa a la esfera y seguía avanzando hacia las doce y dos minutos y treinta segundos, implacable.

Era una cuestión de orgullo, eso era todo. Esas cosas no tenían que ser exactas, tenían todo el día para proceder con la ejecución legalmente. Pero todo había funcionado correctamente, todo el mundo le esperaba y se suponía que debía dar la señal a las doce y un minuto en punto. ¿Qué había sucedido? Se había dejado llevar en el instante crucial, llevado a la deriva en alguna línea de razonamiento o de fantasía, no lo sabía, no podía recordarlo exactamente. Reparó en que toda la máquina, de la que él constituía una pieza central, estaba en suspenso, paralizada porque su mecanismo se había olvidado de girar. Se sentía absolutamente molesto consigo mismo.

Eran las doce y dos minutos y treinta y siete segundos cuando Luther se acordó de cumplir con sus obligaciones. En cualquier caso, por lo que respecta al alcaide de la prisión, eran noventa y siete malditos segundos demasiado tarde.

Se dio la vuelta e hizo un gesto profundo con la cabeza en dirección al espejo.

Pero, en ese momento, el teléfono negro empezó a sonar.

Desde entonces, Reuben Skycock puede soltar una buena carcajada al describir cuán rápidamente y con cuánta gracia el paquidermo Arnold McCardle podía moverse cuando tenía que hacerlo. Porque Luther asintió y el teléfono sonó casi simultáneamente, y McCardle no sólo alcanzó el auricular del teléfono con una mano sino que se estiró como si fuera de goma en la pequeña sala para alejar al nervioso Frick de la máquina con la otra. Frack fue más rápido y se apartó del botón en el instante mismo en el que oyó el timbre, lanzando las manos al aire como si acabaran de arrestarle.

Arnold McCardle se quedó escuchando en el teléfono negro durante largos instantes.

– Entendido -repuso entonces. Y, sin colgar el teléfono, pulsó el botón del intercomunicador.

– Tenemos una orden de suspensión del gobernador -aclaró con voz firme-. Se suspende el procedimiento.

– ¡Se suspende el procedimiento! ¡Se suspende el procedimiento! -gritó Zachary Platt, levantando las manos, con las palmas hacia fuera como si intentara impedirles a todos que se tiraran de un acantilado.

Durante un momento, Luther Plunkitt no reaccionó. Se quedó donde estaba y esbozó su sonrisa blanda. Luego, lentamente, levantó el pulgar y se lo pasó por los labios, enjugando una gota imperceptible de saliva.

Lo curioso, según me contó luego -o una de las cosas curiosas-, fue lo interminable que se le antojó ese momento. Tuvo la impresión de que ocurrieron muchísimas cosas y de tener tiempo para verlo todo. Vio a Zachary Platt mostrándole las palmas abiertas, saliendo del rincón como un loco y barboteando: «Suspensión del gobernador, suspensión del gobernador, suspensión…». Vio la cabeza de Frank Beachum precipitarse hacia delante, y su cuerpo convulsionarse violentamente debajo de la sábana; y cómo su cabeza se desplomó a un lado cuando el cuello perdió toda su fuerza, cómo cerró los ojos y se convulsionó. Entonces soltó un sollozo amargo y rompió a llorar, y las lágrimas se le agolparon bajo los párpados, escapándose por cada lado de la nariz hasta la boca.

Y, sin embargo, el momento continuó. Luther miró hacia arriba, en dirección a la ventana de los testigos. Y vio a Bonnie. Se puso en pie. De un salto, abandonó el banco y se puso en pie. Se empotró contra el cristal. Luther oyó el ruido sordo del golpe. Vio cómo las palmas de las manos se le tornaban blancas por la fuerza, la vio de bruces contra el cristal y éste empañado con su aliento. Incluso a través del cristal aislante, Luther oyó su grito: «Frank, Frank». Y luego la vio desmoronarse. Sus rodillas cedieron y se derrumbó, cayendo a un lado. El predicador negro que había permanecido a su lado también se había levantado, la cogió entre sus brazos y la ayudó a incorporarse en el banco.

Luther giró la cabeza hasta quedarse frente al falso espejo a su derecha. Sus ojos pasaron por el reloj al girar, sólo eran las doce y dos minutos y treinta y ocho segundos. Y entonces vio su imagen reflejada, los ojos grises marmóreos incrustados en la cara de masilla, la sonrisa inexpresiva.

Lo que realmente resultó extraño en lo que respecta a Luther era la sensación que tuvo, esa sensación tan clara de que no estaba solo en ese momento. No creía en telepatías, percepciones extrasensoriales ni mierdas parecidas. Y, sin embargo, tuvo que admitir que sintió como si alguien más se hubiera apoderado de su mente. Sintió que podía comunicarse con esa otra persona, por grande que fuera la distancia entre ellos, por simple pensamiento.

Así que asintió, esbozando una sonrisa blanda, y pensó, sin saber demasiado bien por qué: Bien, Everett. Bien.

– Bueno, creo que se suspende el procedimiento -profirió entonces en voz alta, lenta y pesada.

Epílogo

La última vez que vi a Frank Beachum fue ese diciembre. Hacía frío, un frío que pelaba, me acuerdo de ello. Incluso el recuerdo del calor de verano se había desvanecido. Había estado nevando intermitentemente durante una semana, y las calles eran un caos, con los bordillos llenos de montículos de nieve y las esquinas inundadas de barro.

Yo no estaba de buen humor, de hecho estaba de muy, muy mal humor. Acababa de disputar tropecientos mil asaltos con el abogado de Barbara y no conseguía que ella me explicara cómo iba yo a pagar por los pecados de toda la humanidad y llegar a final de mes al mismo tiempo. Al abogado parecía importarle un comino, y Barbara, que se había mostrado bastante razonable al principio, parecía estar flotando en la avaricia y la amargura del abogado y seguir al pie de la letra todas sus propuestas. Empezaba a quedar claro que el nuestro no iba a ser un divorcio amistoso.

No faltaba mucho para Navidades, creo, porque recuerdo que fui al centro comercial de Union Station a comprar un regalo para Davy. Volvía a nevar, con intensidad, y mi pobre Tempo reconstruido estaba prácticamente ahogándose en el fango que le llegaba hasta el motor.