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– ¿Te gusta realmente? -preguntó.

– ¿Tu cuerpo? -aclaré-. Sí, le daría un nueve coma siete, sin dudarlo.

Sonrió y se echó el pelo hacia atrás con la mano.

– Perdona, creo que me he quedado dormida. ¿Es tarde?

Se estiró y dejó caer la mano suavemente por mi pecho. Arrastró sus dedos por el pelo negro hasta la mancha en forma de pala justo debajo del esternón y se puso a jugar con ella.

– ¿Qué es? -murmuró.

– No lo sé. Siempre lo he tenido.

– Parece una cicatriz. Algo que te ocurrió.

– Supongo que sí.

– ¿Tus padres nunca te lo explicaron?

– No. Mis padres adoptivos no lo sabían. Ya lo tenía cuando me recogieron -observé sus dedos y el esmalte rojo oscuro de las uñas-. Siempre lo he tenido.

Ella se echó hacia atrás, se estiró de nuevo alzando majestuosamente los brazos hasta que las manos entrelazadas tocaron la cabecera de la cama.

– Hablaba del periódico -replicó bostezando.

– ¿Qué?

– Al preguntarte si te gustaba de verdad. Estábamos hablando del periódico antes de que me quedara dormida, ¿no es así?

– Sí, sí, creo que sí.

Bajó los brazos.

– ¿Te gusta? ¿De verdad te gusta trabajar ahí? -Se giró hacia mí y apoyo la cabeza en la mano-. Me parece tan repetitivo… Al cabo de un tiempo, quiero decir. Siempre son las mismas historias una y otra vez, ¿verdad? ¿Cuántas veces puede resultar interesante el descarrilamiento de un tren, un asesinato, unas elecciones o cualquier otra cosa?

Se trataba de Bob. Cuando estaba conmigo, en realidad siempre se trataba de Bob.

Permanecí en silencio unos instantes. Observé el humo vacilante de mi cigarrillo ascendiendo hacia el techo. El fuerte ritmo de las cigarras de los árboles cargados del exterior llegó hasta mí a través de la ventana abierta. Del mismo modo, sentí el calor de julio y el olor de los arces y los sicomoros. Patricia, desnuda, a mi lado, la habitación oscura con toda nuestra ropa esparcida por el suelo, toda la escena, mitigada e imprecisa sin mis gafas: todo ello me hizo anhelar algo. Pero no sabía qué. Era un sentimiento de dulce nostalgia, triste y agradable. No me apetecía hablar de Bob.

– Estoy licenciado en literatura inglesa -respondí, al fin-. No estoy cualificado para hacer nada más.

Se echó a reír. Una risa amagada, una especie de «Ummhh», siempre imperturbable.

– Bob se lo toma tan en serio -comentó.

– Bueno, al fin y al cabo, Bob es un hombre serio.

Sus labios se arquearon maliciosamente.

– ¿Sabes lo que dice de ti?

– Sí, más o menos.

– Dice que estás en el periódico por una especie de emoción enfermiza. Dice que encuentras un placer morboso en el sufrimiento de los demás: juicios por asesinato, incendios, escándalos y ese tipo de cosas. Dice que incluso la vista de una mujer chillando mientras sus hijos mueren en un edificio en llamas te excita. Que para ti no es más que una historia.

– Para mí y para los lectores -repliqué-. Eso es justamente lo que venden estos periódicos.

– Dice que no te importa el sufrimiento humano. Que no te importan los temas fundamentales.

Sonreí a las sombras.

– Temas -repetí.

– Se queja mucho de ti, ¿sabes? No le gustas. Dice que Alan Mann sólo te contrató porque eres amigo suyo.

Mi sonrisa se desvaneció al igual que mi añoranza melancólica. Había llegado a mi nivel de saturación respecto a Bob. Me giré, alargué la mano y la puse en el pecho de su mujer. Volví a sentir el movimiento tranquilizador de la carne voluptuosa.

– Quizá deberíamos limpiar el cenicero -comenté en voz baja-. Y también airear la habitación, u olerá el humo cuando vuelva a casa.

– ¡Oh, no! ¿De qué va esto? -dijo levantando la barbilla con arrogancia.

– Nada. Tú tienes que trabajar y yo tengo que volver a casa. Con mi mujer y mi hijo.

– No vas a empezar a decirme lo malos que somos, ¿verdad?

– No lo sé. Quizá sí. Bob es un buen hombre, Patricia.

– ¡Venga, Ev! ¡No! Ya sé que es un buen hombre. ¿Por qué te crees que me casé con él?

Alejé la mano de su pecho y la moví alrededor de su ombligo.

– También es un buen periodista -observé-. Algún día será alguien importante. Simplemente vemos las cosas de diferente manera, eso es todo.

Frunció el entrecejo. Sus labios temblaban como si fuera a deshacerse en lágrimas. Pero no lo hizo. Supongo que pensó que debería.

– De acuerdo -asintió-. Así que lo que estamos haciendo apesta, ¿no?

Sonreí distraídamente, hipnotizado por la espiral descendente de mi mano.

– No lo sé -respondí-. Somos dos simples individuos arrastrados por un torbellino de pasión.

Patricia volvió a pronunciar su «Hmmm»

– Algo así -insistí.

Me cogió la mano y la detuvo al tocar los primeros rizos pelirrojos. Me miró fijamente.

– Mira, no pasa nada. No se trata de amor ni nada parecido.

– Gracias. Yo tampoco te quiero -dije sonriendo.

Sostuvo mi mano entre las suyas. Empezó a jugar con los dedos pensativamente y vi cómo desaparecían los intentos de llenarse de remordimientos. Recuperó esa mirada burlona y perversa y se le arqueó la comisura de los labios.

– Pero ¿por qué te fuiste de Nueva York?

– ¡Dios! -exclamé.

Me eché a reír. Bob de nuevo. Me dejé caer sobre la espalda, suspirando y me resigné a seguir el juego.

– En serio -insistió Patricia-. ¿Por qué? Bob siempre se lo pregunta.

– ¡Ah, bueno! Si Bob siempre se lo pregunta…

– Le dijeron que te habían despedido. Dice que nadie te hubiera contratado en toda la ciudad.

– Es cierto. Nadie lo hubiera hecho.

– ¿Qué ocurrió?

– Me rindo. Pero no se lo contarás, ¿verdad?

Se rió con una risilla tonta, mordisqueándome las yemas de los dedos.

– ¿Cómo podría?

Se tornó hacia mí. Podía sentir su mejilla contra mi pecho y sus pechos contra mi cuerpo. Podía oler su pelo y deseé… no sé qué deseé, pero deseé algo.

– Cuéntame -dijo.

– Me cogieron en la sala de material tirándome a una administrativa de diecisiete años.

– ¡No! -exclamó, levantándose.

– Era la hija del propietario del periódico.

Abrió la boca horrorizada.

– ¡Bestia inmunda!

– Me vetó.

– No le culpo. ¿Qué dijo tu mujer?

Me estremecí al recordarlo. No hay nada peor que la primera vez que tu mujer descubre que la has engañado. En cierto modo, uno siempre cree que ella sabe o sospecha algo. No te das cuenta de hasta qué punto ella confiaba en ti hasta que ves la mirada fría y herida del desengaño en sus ojos.

– Bueno -respondí-. Acabábamos de tener el niño. Fue muy duro para ella, pero quería que permaneciéramos juntos. Y cuando Alan dijo que me contrataría supongo que imaginó que en otra ciudad tendríamos otra oportunidad. Esa es mi historia oculta.

– Tú, bestia inmunda -repitió Patricia. Moviendo la cabeza, volvió a apoyarla contra mi pecho. La abracé y respiré el aire de verano-. No sé qué pensar de ti -prosiguió al cabo de un momento-. Primero la hija del propietario, y ahora la mujer del redactor.

– Te has dejado unas cuantas.

– No lo dudo. ¿La hermana del alcalde, tal vez? ¿La secretaria del jefe de policía?

– Del fiscal.

– Empiezo a detectar una cierta hostilidad para con la autoridad.

– Sí. Además de una erección que no cesa. Es una combinación peligrosa.

Rió con su «Hmmm» característico y murmuró. Pasó la mano por mi cuerpo y se volvió para mirarme a la cara.

– ¿Es eso lo que vas a decir de mí? -preguntó-. En la próxima ciudad, con alguien más. -Hizo que su voz sonara profunda, imitando a la de un hombre-. ¡Oh! Me cogieron tirándome a la mujer del redactor. Ya sabes cómo son esas cosas. Ja, ja, ja.

Me puse de lado, apoyándome en el hombro para rodearla con los brazos y acercar mi cara a la de ella.