Al cabo de un tiempo me di cuenta de que no podía sacarle nada más. Aun así volví unas cuantas veces. Para mantener la relación, supongo. Íbamos a algún bar y nos tomábamos una cerveza juntos. Le preguntaba por Bonnie y me respondía que había dejado la medicación, que se encontraba mejor y yo le decía que eso era fantástico mientras asentíamos estúpidamente el uno frente al otro allí sentados. Lo cierto es que no teníamos mucho de qué hablar, él y yo. No teníamos casi nada en común. Él arreglaba coches y yo los conducía. En un momento dado fue un buen chiste, pero no nos llevó muy lejos.
Sabía que planeaba irse de St. Louis pronto. Cuando la historia salió a la luz le llovieron ofertas de trabajo y aceptó una en un garaje del estado de Washington, en algún lugar a las afueras de Seattle. Quería esperar a que Bonnie terminara la terapia con el psiquiatra y esperaba que el Estado le indemnizara con algo de dinero antes de irse. Pensé que pasaría algún tiempo antes de que el Estado tomara una decisión al respecto, pero estaba bastante convencido de que al final sería una buena indemnización. El juez del caso era Evan Walters, un cristiano muy recto y honrado casado con una cristiana muy recta y honrada y con tres hijos cristianos muy rectos y honrados. Durante los últimos dos meses yo había ido a la misma casa de putas que él, y yo lo sabía, y él sabía que yo lo sabía, y sería una buena indemnización, estaba seguro de ello.
Así que Frank debió de abandonar la ciudad poco después de aquel día en la Union Station porque, como digo, no le he visto desde entonces. Y, de hecho, esa última vez no nos acercamos ni hablamos ni nada de nada. Simplemente, me lo quedé mirando desde la entrada del centro comercial. Él estaba en la acera junto al aparcamiento. Su hija Gail le tenía cogido por los dedos e intentaba tirar de él, pero al verme él se quedó ahí, inmóvil. Bonnie estaba junto a él, con la cabeza envuelta en un pañuelo. Por lo que vi, parecía cansada, pero reía y sonreía abiertamente, y al parecer gozaba de buena salud.
– ¡Vamos, papi, vamos! -gritó de nuevo Gail.
Tiró de él con fuerza, pero Frank se quedó donde estaba unos instantes más. Poco a poco, mientras le miraba, levantó la mano. Se llevó el dedo hasta el mechón de cabello que le pendía sobre la frente y luego bajó la mano para apuntarme. Un saludo, podría llamarse, o tal vez una despedida.
Levanté el cigarrillo y le devolví con él el saludo. Se echó a reír. Gail seguía tirando de él por la acera. Pasó el brazo por el hombro de su mujer, la abrazó y los tres siguieron su camino hacia el tiovivo.
Les observé avanzar por la nieve hasta que los perdí de vista cuando doblaron la esquina del edificio. Entonces miré a mi alrededor.
Los ojos inyectados en sangre del hombre chocho me miraban desde debajo del flequillo peludo que salía de la gorra Elf.
– Mierda -espeté.
Me llevé la mano al bolsillo y saqué la cartera. Agarré un billete de diez y lo embutí bruscamente en la lata.
– Al fin y al cabo, para que se lo lleve mi mujer, también te lo puedes llevar tú -proferí-. Y ahora lárgate de aquí y emborráchate hasta reventar.
– ¡Eh! -respondió el hombre chocho-. ¿Uno de diez? Tú tienes más dinero, tienes dinero con…
Le lancé una mirada feroz.
– De acuerdo, de acuerdo -consintió. Sacó el billete de la lata, lo apretujó en su puño y se llevó la mano al bolsillo del abrigo-. Gracias, periodista. Llevo dos horas aquí y me estaba quedando con el culo helado.
Asentí con la cabeza.
– ¡Qué diablos! A lo mejor sí que eres Santa Claus.
Eché el cigarrillo a la cuneta y me dispuse a cruzar el aparcamiento en dirección a mi coche.
Qué diablos, pensé. A lo mejor lo es.
Agradecimientos
La investigación para escribir esta novela fue muy amplia; me vi obligado a hablar con gran cantidad de gente y a leer innumerables libros y artículos sobre el tema. Los agradecimientos siguientes son, sin embargo, esenciales para mí. Le estoy especialmente agradecido a Richard Lowenstein por su experta bondad al mostrarme lo que está de moda y lo que no en St. Louis. Varios abogados del Centro de Información de Missouri sobre la Pena Capital fueron muy generosos con su tiempo. Del material que he leído, hay dos libros que me fueron particularmente útiles: Execution Protocol, de Stephen Trombley, ofrece abundantes detalles sobre los procedimientos de ejecución en Missouri y Pena de muerte, de Vicien Prejean, es una conmovedora descripción de los sentimientos de las personas que se encuentran en el corredor de la muerte, así como de los que administran ésta. Recomiendo estos libros a cualquiera que necesite conocer aspectos de este tema, como yo mismo, aunque después me considere libre de cambiar los pensamientos según las necesidades de la acción. Como dijo Steve Everett, esta no es de esas obras modernas que mezclan la realidad con la ficción. Esta es toda ficción, cada palabra.
Andrew Klavan
Andrew Klavan