– Escucha -dije-, si me cogen en la cama contigo no sé cuántas ciudades me quedarán.
– ¡Ohh! -exclamó con voz ronca, frotando su nariz contra la mía-. Haces que suene muy peligroso.
El teléfono sonó como un trompetazo de alarma desde la otra mesita, la que correspondía a su lado de la cama. Ella suspiró y se volvió para coger el auricular. La solté. Se apoyó sobre la espalda y se llevó el teléfono al oído.
– ¿Dígame?
No dijo nada más, no dio ningún grito sofocado ni nada parecido. Era demasiado imperturbable para algo así. Sin embargo, podía percibir el desastre igualmente. Había un cierto ritmo de indecisión, una impaciencia desesperada en su propia voz que lo dejaba traslucir.
– De acuerdo -dijo al fin-. Sí, sí, de acuerdo.
Colgó el teléfono sin despedirse. Se quedó acostada a mi lado y cerró los ojos. La pausa era suficientemente dramática; quizás era lo que pretendía. En este tipo de situaciones emocionales nunca sé qué parte es real y qué parte es un golpe de efecto.
– No te lo vas a creer -manifestó. Y a continuación pronunció la declaración con un tono subido de sorpresa-. Era mi marido.
– ¿Bob? -pregunté tontamente.
Giró la cabeza en la almohada y me miró fijamente.
– Te estaba buscando.
Segunda parte
1
Sobre las diez y media, Luther Plunkitt, el alcaide del centro penitenciario de Osage, se adentró en la celda de la muerte. El oficial de guardia se puso de pie detrás de su máquina de escribir. Desde las ocho había un nuevo guardia: Benson, de más de treinta años, un veterano en este tipo de procedimientos. Un buen hombre que se tomaba su trabajo en serio. Luther le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió en dirección a la celda, en dirección al prisionero.
Beachum estaba sentado ante la pequeña mesa detrás de la pared de barrotes. Una imagen solitaria, pequeña y severa en contraste con el muro blanco de bloques de hormigón. Varias hojas de papel en blanco yacían sobre la mesa debajo de un bolígrafo Bic en posición oblicua. Las manos de Beachum se encontraban en el extremo del papel y sostenía un vaso desechable de café. Un cigarrillo, que aguantaba con dos dedos, enviaba humo zigzagueante hacia el techo. Alzó la mirada hacia Luther, ojeroso y afligido. Los ojos, profundos y serenos, se clavaban en los de Luther.
Curiosa, pensó Luther, contemplándole a través de los barrotes. Es curiosa la expresión de sus caras.
Reconocía la expresión del prisionero. La recordaba, siempre igual, de otras ejecuciones, como en Vietnam, en Hue. El alcaide había conocido a muchos hombres que habían muerto en Hue y, cada uno de ellos, antes de que ocurriera, incluso antes de morir, tenían esa expresión. Sus bocas ligeramente entreabiertas y algo en sus ojos, algo muy profundo, algo lento y aletargado y, sin embargo, misteriosamente complaciente. Como si la muerte ya hubiera mordido sus mentes como una cobra y los hubiera hipnotizado. Después de haber visto esa expresión en la cara de un hombre, todo lo que se pudiera hacer por él no tenía importancia alguna. Podías intentar cubrirle, retirarle de la avanzadilla, rodearle, mandarle a la retaguardia. El obús ya le había encontrado, o la mina, o lo que fuera. Un muchacho incluso pereció ahogado en un viejo cráter que había llenado de lodo.
Luther Plunkitt y Frank Beachum se miraron fijamente a través de los barrotes. Luther sabía tan bien como que estaba allí de pie que a Beachum no le iban a dar el indulto esa noche.
Luther sonrió, con una sonrisa suave, su típica sonrisa suave. Era un hombre de más de sesenta años. Un hombre pequeño, vestido con su elegante traje negro de domingo, no medía más de metro setenta o setenta y dos, pero era fornido y robusto y, si cabe, con algún kilo de más. Su cara era cuadrada y pastosa, coronada por cabello canoso. Esa sonrisa sin sentido no le abandonaba casi nunca. La sonrisa alejaba la atención de sus ojos grises como el mármol asentados profundamente en los pliegues esponjosos debajo de las cejas. De hecho, con su sonrisa, con su gesto afable y amistoso, la gente a menudo no llegaba a percibir esos ojos marmóreos. Sin embargo, tras quince años en el ejército, diez años en la policía nacional, diecisiete años trabajando en una prisión u otra, Luther, créanme, podía ser como una estatua de mármol.
– Buenos días, Frank -saludó.
– Sr. Plunkitt -dijo Beachum en voz baja. Permaneció inmóvil. No se llevó el cigarrillo ni el café a los labios. Los sostenía ligeramente, como si no tuviera energía para aguantarlos o levantarlos.
– ¿Puedo traerte algo? ¿Necesitas algo? -preguntó Luther.
– No respondió Beachum-. Nada que se me ocurra.
Luther tenía una mano en el bolsillo de los pantalones. Sostenía con fuerza el juego de llaves. Con la otra, gesticulaba con facilidad mientras hablaba. Sabía perfectamente que nadie podría adivinar lo que estaba sintiendo.
– He oído que tu mujer y tu hija vendrán a verte hoy.
– Sí -asintió Beachum.
– Eso está bien. Tu mujer se llama Bonnie, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y la pequeña?
Beachum tosió y se aclaró la garganta.
– Gail
– Gail. Un nombre bonito, muy bonito.
Beachum no respondió y Luther no podía culparle. Apretó los labios con fuerza.
– Bueno, si hay algo que necesites para ellas, házmelo saber -añadió-. Se lo comunicas al oficial jefe y nos ocuparemos de ello por ti.
– Se lo agradezco, Sr. Plunkitt -respondió Beachum en voz baja-. Gracias.
Durante un instante, en la pausa que siguió al comentario, la mirada de Luther se dirigió al cigarrillo del prisionero. La ceniza había aumentado y cayó en ese momento sobre la mesa por su propio peso. A pesar de ello, Beachum no alzó el cigarrillo, no movió las manos en absoluto.
En cierto modo, todo ello inquietó a Luther. Tuvo que apartar la mirada. Se esforzó para que su voz sonara activa y formal. Avanzó en dirección a los barrotes de la celda, con su fina sonrisa bien colocada y la mano gesticulando.
– Hay algunas cuestiones que me gustaría tratar -manifestó-. Lo mejor será que lo hagamos ahora mismo, y así ya olvidamos el tema.
– De acuerdo -asintió Beachum.
– La cena de esta noche, para empezar. ¿Deseas algo especial? Podemos traerte cualquier cosa que te apetezca.
– Un bistec -respondió Beachum aclarándose la garganta-. Un bistec con patatas fritas, creo -añadió-. Y una cerveza estaría bien. Luther inclinó la barbilla.
– Ningún problema, veremos qué puedo hacer.
Dio otro paso hacia delante. Ahora podía tocar los barrotes con la mano. Una distancia más íntima. Bajó el tono de voz.
– En cuanto a los efectos personales y las pertenencias…
Los ojos de Luther se desviaron de nuevo hacia las manos del prisionero al ver cómo caía otro resto de ceniza de su cigarrillo, sin reacción. Su maldito café ya debe de estar frío, pensó Luther, molesto consigo mismo por sentirse tan inquieto.
– Mi mujer se los llevará -especificó Beachum.
– ¿Y tus restos? -preguntó Luther-. Si no se puede permitir los gastos del funeral…
– No, no. Su parroquia ha reunido un poco de dinero. No hay problema.
– Así que tu mujer reclamará los restos.
Tomando aliento, Beachum se incorporó lentamente en la silla de plástico. Era la primera señal de lo que podía estar pasando por su mente. Ese ligero movimiento también desconcertó a Luther, que sintió un peso en el estómago, revuelto y pesado.
– Sí, señor. Eso es -respondió el prisionero.
– De acuerdo.
Luther reparó en que su mano, la que tenía en el bolsillo, con las llaves, estaba húmeda y sudorosa. La sacó y la juntó con la otra, pendiendo delante de él como si fuera un sacerdote delante de una tumba.